El país necesita imperiosamente que los rectores de las instituciones de educación superior se pongan a la cabeza de la reforma. Sólo sus principales autoridades académicas pueden implementarla concretamente. Lamentablemente, todavía parecen predominar entre ellos, posiciones más bien conservadoras. Así lo ha evidenciado el debate en que se han trenzado por estos días. Sus argumentos parecieran aún atados al esquema privatizador existente, en circunstancias que el país ha resuelto marchar en otra dirección. Por regla general, no parecen haber asumido cabalmente que la educación pública dejará de ser una mercancía, como ha comprometido la Presidenta Bachelet.
Ello significará el término gradual de los «subsidios a la demanda» de docencia. Asimismo, de los financiamientos precarios a la investigación y extensión. Ambos serán reemplazados, con creces, por aportes presupuestarios estables a las instituciones que se incorporen a la red pública. Ello permitirá dar estabilidad a los contratos académicos y eliminar gradualmente los cobros a los alumnos. La necesaria autonomía de las instituciones estará asociada a formas de gobierno interno democrático con participación triestamental. Esto no parece haber sido asumido aún por los rectores.
Chile debe mucho a sus autoridades académicas. Ellos en primer lugar, han evitado el desmoronamiento en unos casos y construido en otros, las instituciones de educación superior que hoy educan a un millón de estudiantes y albergan prácticamente toda la investigación científica del país.
Frenaron un desmantelamiento mayor de las universidades estatales, después que las antiguas Universidad de Chile y Técnica del Estado fueran despedazadas por la dictadura. Lograron sostener y desarrollar la investigación científica y la extensión, en todas las instituciones que componen el Consejo de Rectores (CRUCH). Otros, fundaron nuevas universidades sin fines de lucro, con el propósito explícito de mantener grados mínimos de pluralidad en el sistema de educación superior. Son grandes aportes, que deben ser reconocidos.
Todos ellos, han venido remando en contra de una poderosa corriente privatizadora impulsada desde el Estado. Diseñada explícitamente para forzar la creación de un mercado y favorecer el florecimiento de empresas educacionales. Es el esquema que ha fracasado y será reemplazado.
Para sobrevivir, han debido adaptarse a las condiciones impuestas. Compensaron los sucesivos recortes en los aportes públicos estables a su presupuesto, elevando cada vez más los cobros a sus estudiantes. Generaron una «oferta» de todo tipo de programas educativos pagados. Al mismo tiempo, se allanaron a competir entre ellos, por insuficientes fondos de investigación y extensión. Éstos se han venido entregando, de manera creciente, mediante concursos, licitaciones, convenios de desempeño y otros mecanismos, todos de gran precariedad.
Inevitablemente, lo anterior ha conducido a precarizar los contratos de los académicos, la mayor parte de los cuales trabaja hoy con contratos anuales o prestando servicios a honorarios. Asimismo, se vieron obligados echar mano a la venta o hipoteca de sus bienes, públicos en muchos casos, para obtener financiamientos bancarios.
La Universidad de Chile es un buen ejemplo de las dificultades que han debido enfrentar las autoridades académicas para sobrevivir al experimento privatizador. La dictadura la hizo pedazos. Cercenó el antiguo Instituto Pedagógico y todas sus sedes regionales. Redujo su presupuesto a una fracción de lo que era antes del golpe. Su matrícula se redujo desde más de 60 mil alumnos en el año 1973 a 18 mil en el año 1990. Las remuneraciones de sus académicos y funcionarios se llegaron a reducir en dos terceras partes.
Tras el término de la dictadura, los aportes públicos estables se redujeron desde un 70 por ciento de su presupuesto en el año 1990, a menos del 10 por ciento en el año 2013. Ello forzó a reducir a la mitad el número de académicos de planta. Por otra parte, la matrícula se recuperaba a 32 mil alumnos, con lo cual la proporción de académicos de planta por alumno se ha reducido a la cuarta parte. Aunque paralelamente se incrementaron los académicos con contratos precarios, es imposible que ello no haya afectado la calidad de la docencia, investigación y extensión.
Por otra parte, la Universidad tuvo que incrementar la venta de todo tipo de servicios, hasta el punto que en la actualidad, el personal no académico duplica al académico. La mayor parte de los primeros son profesionales, funcionarios del hospital y del IDIEM, que prestan servicios externos. Por otra parte, todas las unidades académicas han generado diplomados y otros cursos de postgrado, que venden servicios educacionales para complementar la carencia de recursos presupuestarios.
Gracias a estos mecanismos, la Universidad de Chile ha logrado mantenerse en primer nivel académico. Sin embargo, es indudable que no ha podido seguir el curso del desarrollo del país: la cantidad de alumnos que ingresa anualmente a la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas sigue siendo la misma que hace medio siglo; en el intertanto, la población del país ha aumentado en más de un 70 por ciento y el producto interno bruto (PIB) se ha multiplicado por seis.
La principal universidad del país ha sido gibarizada por el esquema privatizador. Merece un trato diferente de la reforma en curso y ciertamente lo tendrá. Sin embargo, no ayuda a ello, si sus autoridades, como las de otras universidades estatales, presentan sus argumentos de manera que pueden interpretarse como defendiendo intereses corporativos y en los hechos, aparecen polemizando con todo el resto de las instituciones de educación superior.
Las autoridades de las universidades no estatales del CRUCH, por su parte, aparecen defendiendo los esquemas precarios de asignación de recursos de investigación y extensión, suponiendo que ello les posiciona mejor frente a las estatales, para obtener una mayor cuota de los mismos. No toman en cuenta que la investigación no puede sustentarse en financiamientos que, en el mejor de los casos, duran dos o tres años y no se tiene luego claridad si van a continuar o no. Los recursos de investigación tienen que ser estables, y formar parte del presupuesto que el Estado aporte a las instituciones que ingresen a la red pública.
Prestigiosas autoridades de universidades privadas, por su parte, derechamente se han atrincherado en la defensa del mecanismo de subsidio a la demanda. Pensando que éste les permitirá continuar captando recursos estatales sin compromiso adicional alguno, no paran mientes en el fracaso absoluto del esquema privatizador, que se basa precisamente en construir un falso mercado a partir de los referidos subsidios. Otras autoridades de instituciones privadas, que no cuentan con el mismo prestigio, parecen dispuestas a ejercer el papel de lobbystas para el cual las contrataron en primer lugar. Ofrecen un espectáculo lamentable.
Todos los rectores, sin excepción, se han pronunciado asimismo en contra de la elección democrática de autoridades con participación triestamental.
Lo que se requiere de ellos es algo muy diferente. Todas las instituciones de educación superior que opten por formar parte de la red pública tienen cabida en ella. La condición esencial para ingresar es muy sencilla: deberán acceder a reducir gradualmente la venta de servicios y reemplazar esos ingresos, con creces, por aportes estables del presupuesto público. Las demás condiciones seguirán a ésta de modo casi inevitable: gratuidad, fin del lucro, estabilidad en los contratos académicos, no discriminación, libertad de cátedra, y suma y sigue. El cogobierno democrático interno será la mejor garantía que ellos se cumplan.
Todos los rectores y otras autoridades tienen un papel insustituible en conducir la transición de la educación de mercado a la educación pública. En todas las instituciones, incluidas las estatales.
Ciertamente, ellos estarán a la altura de este gran desafío.
Por Manuel Riesco Larraín. Economista del CENDA
Santiago de Chile, 17 de abril 2014
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