Por Carlos Saravia: UN HOMBRE DE CORAZÓN GIGANTE»

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Recuerdo días nublado… por alguna razón una etapa en mi memoria todos sus días estaban nublados, a pesar de vernos con pantalones cortos y chapotear en las posas de agua estancada, jugando con otros chiquillos de la población.

Eran días en que familias completas salían a recolectar caracoles silvestres para cocinarlos, buscando entre los arbustos del potrero… entra las vacas y los volantines, entre pequeños rukones donde habitaban vagabundos y su canes guardianes, eran días en que la cesantía se masificaba por los sectores pobres, aún más pobres en días nublados.

Días en que mi padre cambiaba de peinado, optaba por diferentes  vías de salida y llegada a casa, diferentes ropas, lentes ópticos, nombres varios. Días en que me llené de piojos en esa escuela polvorienta donde sus salas de clase aún eran viejas carrocerías de buses viejos. Me llené de piojos, me inicié entre los demás mocosos con la marca del indio  sobre mi mano izquierda, usé por primera vez unos guantes de box cuando Martín Vargas era la estrella principal de la tele y el deporte nacional. En días nublados  recorría casas de seguridad y de acogida con mi padre clandestino mientras mi madre criaba con un seno de solidaridad de amigos y compañeros y familia a mis hermanos mellizos cuando el derecho de leche en los consultorios de salud era amenaza de una posible detención. Fue esa carencia de familia y sustento lo que llevó a  mi viejo, que aún no llegaba a los 30 años, a dejar en parte esa huida permanente, por mantener a la prole.

Mucho tiempo no pasó cuando la rutina lo hizo caer en las manos de la policía política de Pinochet, el Comando Conjunto  obtuvo así al último CC de la jota que quedaba por ahí libre pero desvinculado por órdenes del exilio.  Fue cuando esa familia que pretendía funcionar como tal caía en el hambre, el terror y la condena, no hubo más ayuda solidaria de los compañeros, ni posibilidad alguna de Caritas o la Cruz Roja, no existieron razones, solo silencio.

Los piojos surgieron como una forma más de exterminio, las pieles resecas, las  ojeras, el hambre… y fue contra esas plagas miserables cuando la desobediencia y la valiente solidaridad me levantó y me abrió otros ojos. Sonreía tras unos ojos brillantes y bigotes enormes, bromas y sin igual humor, cantos y palabrotas dulces de un hombre de trabajo rudo, hombre de manos gruesas, que abría zanjas en el PEM, que hacia filas eternas tras una vacante en las escazas construcciones, pero que cada día llevaba para sus hijos y para nosotros  un sustento humilde, harina tostada y una cajita de candys, unas bolsas de leche, una par de cajas de Fortezan.

Salía el sol, aprendimos a olvidar un poquito las nubes oscuras que nos obligaba a meternos bajo la cama o dentro del ropero, y llorar en silencio para no compartir el miedo. Dije mi primer garabato, elevé mi primer volantín verdadero y no una choncha, descubrí lo que era el chuzo y el platacho como herramientas de trabajo que significaban comida, descubrí los ingenios en manualidades inventando juguetitos de desechos insignificantes. Ese hombre enorme me enseñó a enrollar la lienza de trazar en un trozo de madera, haciendo un ocho, para que no se enrredara.

No tengo claro aún si lo hacía de manera consciente o como un deber social, pero más de alguna vez ese hombre de risa fresca, y ojos que podían llorar de un momento a otro ante un leve sufrimiento o injusticia,  le escuche decir no entender cómo un hombre, mi padre, podía abandonar de esa forma a una familia… Nosotros éramos quienes guardábamos silencio, por sobre todo silencio…  No fue hasta una visita inesperada y extraña que hizo una mañana, también gris, aparecer a mi padre, como espectro rodeado de guardianes armados  que escuchaban  rock en ese Fiat marrón. Pero un escrito furtivo, como evidencia, le aclaró que ese tipo despreocupado, mi padre, que veía venir de cuando en vez, estaba detenido por el comando conjunto, que había tramado la forma de comunicar a alguien y “calmar en parte”  a la familia que seguía con vida.  Y este hombre de trabajo no tuvo miedo, hinchó más aún su enorme pecho de trabajado corazón gigante y noble, sentó a su prole y la nuestra ampliando la mesa y la cocina diaria, determinó un horario estricto a su hija mayor para volver a casa antes, y ayudar a los críos chicos, ella debió apurar su tranco en su recorrido a pié de esos 4 kilómetros hasta el liceo. La “Señora Rosita” se encargaba de levantar a mi madre desde la pena de su cama deshecha. Rody y yo jugábamos a ser el militar y el joven comunista, intercambiando roles de vez en vez y así nos convertimos en primos-compañeros.

Salvamos del hambre, sonreímos,  vimos alimento en casa surgido desde la pobreza solidaria y consciente, y se sumaron un par de manos obreras más para salvar la nutrición. Salvamos con vida sin duda, gracias a ese enorme corazón de obrero comunista y desobediente, que aydo incondicionalmente a quien no debía ayudar. Fue el tiempo en que nos mostró el solcito sobre el techos de nuestras casas.

Ese lugar estratégico para elevar volantines, elevar la imaginación que jugaba con los pinos gigantes, que sombreaban nuestras casas por la tarde, crear el verso picaresco para la niña que nos gustaba, la broma y el sobrenombre tan característico del hombre de pueblo. Ese hombre y esa familia que se hizo con cariño, que por sobre todo estaba ese abrazo fraterno y solidario, ese hombre que de tan gran corazón, que su cuerpo no podría retenerlo para sí y escapó agitado un día sábado camino al persa del 40, cómo miles de veces lo hizo,  para rastrojear los fierros viejos una y otra vez por así algo descubría para reinventar cómo herramienta de trabajo, como juego para los niños o para deleite de los amigos. Las calles de la población le vieron desplomarse, los vecinos no pudieron arrancarlo de la tierra, que se lo apropiaba.  En su despedida logró unir nuevamente a personajes de este pasaje de historia de días nublados, no me cabe duda que está diciendo : “miren, ahora que estoy tieso me vienen a ver”… Es cierto, volvimos a despedirte, a darte las gracias, a vivir esa sensación del poco tiempo que tuvimos y de la poca humildad que a veces nos invade, o del pudor para decir que un corazón enorme no necesariamente está enfermo.

Tío  y compañero Héctor Valderrama… un par de veces te di las gracias por todo, nunca será suficiente.

Por Carlos Saravia. El autor es colaborador del equipo periodístico de Crónica Digital

Santiago de Chile, 19 de agosto 2014
Crónica Digital

4 thoughts on “Por Carlos Saravia: UN HOMBRE DE CORAZÓN GIGANTE»

  1. Que emotivo relato,los que hemos vivido de un modo u otro circunstancias parecidas podemos comprender y dimensionar tan cruel reaalidad vivida…es por eso que te felicito por estas sentidas palabras de respeto,agradecimiento y recuerdo para estos heroes anonimos y que tu reflejas en la figura de tu tío…un abrazo compañero.

    1. Como estas compa… son de esos tios que se hicieron bajo el terror y el amor entre los que luchaban acá, donde las papas quemaban. Los invisibles, los mas poderosos… los que no encantaron porque mantenian y mantienen principios. Abrazos Marcos. Hasta pronto…

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