Por Giraldo Mazola: UN RECUERDO DE LUIS BÁEZ

Al conmemorarse el 24 de noviembre un aniversario de su natalicio quisiera recordar que me enteré lejos de Cuba, aquí en Windhoek, la capital de Namibia de su fallecimiento por un correo de Julita, la madre de mis hijos.

Lo leí antes de abrir las páginas digitales de Granma y de Cubadebate, como hago tan pronto me despierto.

Me transmitía la triste noticia añadiendo que se habían encontrado casualmente días antes y habían recordado la maldad que quise hacerle hace años y que se convirtió en una maldad que me hice a mi mismo. Me decía que ambos se rieron a carcajadas.

Leí después los artículos de Tubal Páez y Arleen Rodríguez sobre Luis donde describían de forma emotiva e impecable sus cualidades excepcionales de reportero, “de máquina de recopilar información”.

A este Luis que despedimos y recordamos, debemos más que eso, imitarlo, como reclama Tubal.

Fue un maestro de su oficio, que dejó decenas de obras amenas y descriptivas del proceso revolucionario en sus diferentes estadios, ser inagotable en la búsqueda de nuevas facetas que revelaban la entraña popular de la revolución entrevistando con filo carente de apología lo mismo a campesinos devenidos en generales, a aquellos que fueron figuras del pasado político cubano para entresacar de sus reflexiones enseñanzas para las nuevas generaciones, o reflejar con maestría las andanzas de Fidel en recorridos que hoy releemos para percatarnos de que no eran simples descripciones sino reflexiones agudas de la genialidad de nuestro Comandante en Jefe. A pesar de esa maestría, solía pedir opiniones de ideas que le surgían y así iba conformando nuevos proyectos.

Tanto Tubal como Arleen describieron bien entonces esas cualidades suyas como maestro del periodismo y la comunicación.

No quiero dejar para mi íntimo recuerdo otras cualidades suyas y vuelvo a lo que referí al principio que comentó con Julita poco antes de fallecer. Su sentido del humor y su ecuanimidad.

Alrededor de 1964 comenzó a trabajar en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, ICAP, a cargo de una dirección de información que decidí crear para ubicarlo ahí por sus características.

Nos dábamos cuenta que entre los centenares de personalidades y dirigentes que nos visitaban se perdían muchas oportunidades de obtener entrevistas que reflejaran la situación en sus países, sus valoraciones del impacto de constatar los éxitos, dificultades y errores de una revolución genuina en nuestro continente.

Luis logró multiplicar en pocos meses esos resultados con su propia labor y sobre todo promoviendo con sus colegas de todos los medios un interés mayor en realizarlo.

Aquello sobrepasó los más optimistas pronósticos y le dio una dimensión extraordinaria a nuestra labor. Pero Luis no era perfecto.

Andaba entonces en un Chevrolet del 60 de su propiedad perfectamente cuidado, limpio, que contrastaba con su frecuente desaliño al vestir. Cada vez que iba a la sede del ICAP, con la excusa de los corre corre en que siempre andaba, lo parqueaba en el frente de la entrada donde no permitíamos que nadie se estacionara porque era el sitio donde los autos de las delegaciones se detenían a dejar invitados y huéspedes.

Decenas de veces se le dijo por todos y no se resolvía.

Se me ocurrió hacerle una maldad el 28 de diciembre, día de los inocentes, para llamarlo al orden. Le pedí a Alfredo Guevara, entonces Presidente del ICAIC, un poco de pólvora negra que se usaba en las películas para dar la impresión en las filmaciones de un fuego, contándole para lo que la quería. Alfredo se sumó a la broma con pillería.

La idea era poner la lata enganchada al tubo de escape, por debajo del auto, prenderla con unos fósforos especiales y parecería que un humo negro envolvía al carro que supuestamente se quemaba.

Luis estaba en su trabajo en el hotel Riviera y lo mandé a llamar con urgencia para darle una información que podría ser un “notición”. Motivé su curiosidad insaciable y llegó en unos minutos. Como de costumbre y esperábamos parqueó el carro donde no debía. Subió las escaleras corriendo y yo lo esperaba allí desde donde de una ventana se veía su carro. Lo fui volteando para que cuando viera el humo saltara a apagarlo.

El chofer al que encomendamos poner la lata y prenderla, la acción más importante de la broma, no pudo engancharla y para no fallar se le ocurrió abrir la puerta trasera y prender la lata dentro.

El calor de la pólvora encendida quemó la vestidura del auto.

El que “voló” escaleras abajo fui yo al ver una llamas que bien sabía no estaban en el programa. Abrí la puerta y al no tener nada a mano para apagar aquel fuego que comenzaba empecé a sacar tierra del jardín colindante y tirarla hacia las llamas. A mis gritos otros se me unieron y logramos sacar la lata y apagar el fuego. A todas estas, veo a Luis sentado en la escalera riéndose y burlándose. Me costó el chiste 450 pesos para reparar toda la vestidura y despintar el carro de negro por dentro que en aquella época eran un montón de dinero.

En vez de ponerse bravo, disgustarse, como posiblemente yo hubiera hecho, se incorporó a la broma de su carro desaliñado, para fastidiarme a mí.

Me “vaciló” como dirían en mi barrio de Luyanó. Tuve que darle mi carro pues al poco rato mientras se llevaban el suyo me explicó dos o tres cosas que tenia que hacer y de las que me exageraba con fruición su importancia aprovechando el sentido de culpa que tenía.

Más de una vez, muchos años después, me seguía fastidiando diciéndome: me hace falta una bromita tuya ahora que ando en un cachivache.

Por eso, aunque la noticia de Julita fue dolorosa, pues perder a un amigo lo es siempre, me alegró que en sus últimos momentos recordara aquel hecho con afecto y sin rencor. Así era Luis.

Por Giraldo Mazola
Windhoek, la capital de Namibia, 26 de noviembre 2015
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