Al mismo ritmo que se encarecía todo dejando al mercado como ente regulador de todas las esferas de la vida cotidiana.
Los conocidos tacos se hicieron comunes en una ciudad pensada para el siglo XIX y en donde la planificación había sido prohibida en beneficio del mercado todopoderoso y eterno.
Los defensores del modelo, incapaces de enmendar el rumbo debido a su sobre ideologización neoliberal intentaron hacer una autocrítica con la nueva Política Nacional de Desarrollo Urbano de 1985, pero esta nunca llego a convertirse en nuevas leyes e instrumentos que permitieran al Estado revertir la situación. De esa manera, con el modelo consolidado mediante las armas y sin herramientas ni convicción para corregirlo, solo pudieron intentar soluciones que lejos de ayudar, profundizaron la crisis tratando de dar respuestas mecánicas a las tendencias desatadas por sus mismas políticas.
Se dedicaron primero a ampliar las calles eliminando el espacio público como veredas, plazas y parques para que pudieran acoger a un parque automotriz en constante crecimiento.
Todas las ampliaciones volvieron a quedar obsoletas por los nuevos flujos siempre crecientes de micros y automóviles que hacían cada vez recorridos más largos y demorosos y la ciudad comenzó a ser destruida por las expropiaciones. Cuando todo aquello fue insuficiente comenzaron a atravesarla por sendas carreteras que tuvieron el mismo final y que significaron un tremendo derroche de recursos.
El caso más emblemático de esta visión fue la carretera Norte Sur que dividió a Santiago en dos prometiendo fluidez y velocidad y que no consiguió más que profundizar la segregación sin jamás responder a sus promesas.
Se siguió centrando el problema en la congestión y la contaminación sin caer en la cuenta de que ellas eran los efectos de los viajes producidos por una ciudad sin planificación, segregada y fragmentada.
Se dio continuidad a la política de ampliar avenidas y calles, generando una pérdida increíble de patrimonio cultural y arquitectónico y económico, pasando por alto historias de vida y experiencias colectivas de barrios consolidados que fueron arrasados por «el Progreso».
En el ínter tanto, la ciudad seguía creciendo y nadie hablaba de lo que en los círculos académicos más independientes era un secreto a voces. El mercado se había revelado como altamente ineficiente en la asignación del recurso suelo y en lo que a transporte colectivo se refiere y se había generado una ciudad cuyos síntomas globales eran terminales.
Su crecimiento descontrolado y dicotómico había generado problemas, incluso, en otras áreas de la vida cotidiana de la metrópoli y de la nación y por más que se hablara en contra del centralismo todo se seguía centralizando.
En la ciudad coexistían sin tocarse la pobreza y la riqueza, el derroche y al escasez, el ocio y la superexplotación, la salud y la enfermedad. La congestión llegó a niveles críticos y la desaparición permanente y sistemática de bienes y servicios ambientales en beneficio de más y mejores negocios inmobiliarios fue agravando la crisis medioambiental hasta el estado de cosas actuales.
Se implementó un plan para la Descontaminación de Santiago, pero el mismo Estado lo dejó obsoleto al pasar por alto las principales conclusiones del mismo que apuntaban a la necesidad imperiosa de contener la ciudad y crecer en altura y no en extensión.
Los gobiernos de la Concertación, de la mano de profesionales inescrupulosos que iban y venían entre el mundo privado y el aparato público, incorporaron miles de hectáreas rurales al parque urbano, sin ninguna necesidad inmobiliaria real, mientras en el centro de la ciudad, subsistían áreas completas con un deterioro evidente que podrían haber albergado a toda La Florida y Pudahuel en cantidad de habitantes por hectáreas.
Hubiéramos necesitados muchos menos buses y metros. Habrían sido necesarios muchos menos viajes para satisfacer las necesidades básicas de la población y tendríamos mucha menos contaminación, pero claramente muchos negocios inmobiliarios que han favorecido a los mismos de siempre no se hubieran realizado.
Como si fuera poco, las jornadas laborales se alargaron porque el mercado del trabajo también fue supeditado a la todopoderosa ley de la oferta y la demanda, y sumadas a los desplazamientos cada vez más distantes y lentos, consolidaron una ciudad en donde una persona que vive en la periferia demora más en llegar a su trabajo de lo que demora un habitante de las zonas exclusivas en llegar desde su vivienda en la zona oriente de Santiago, a su segunda vivienda en la costa central.
Todo esto mientras los defensores del modelito gritaban acerca de la necesidad de defender a la familia de la ley del divorcio y de la píldora del día después. A esa misma familia que habían destruido cuando generaron una ciudad en que los padres no tienen ni tiempo para compartir con sus hijos y colaborar en su formación porque la mayor parte del mismo la pasan trabajando o arriba de buses que los llevan y los traen durante horas desde y hacia sus hogares o lo que queda de ellos.
Paralelamente se comenzó a hablar de la necesidad de transformar y reformar el transporte público, pero años de obstrucción del empresariado de la locomoción colectiva y la falta de una real voluntad política para llevar a cabo los cambios necesarios lo fueron postergando hasta que se hizo imposible continuar con las postergaciones.
Los defensores del mercado le echaron siempre la culpa al Estado y siguieron repitiendo el discurso que veía en los privados y en el mercado la única solución y mientras el proyecto estrella, ese que vendría a salvar a la Capital del caos, lograba ver la luz con más de 6 años de retraso, terminaron por construir varias autopistas concesionadas que prometían ser mucho mejores, mas fluidas y rápidas que las estatales, logrando en pocos años, y con la venia y el compromiso del gobierno de Lagos, que se privatizaran hasta las calles de la ciudad.
Al poco tiempo, las autopistas colapsaron en las horas de mayor demanda y todas las promesas de eficiencia y eficacia se olvidaron. Solo permanecieron los lucrativos negocios de los empresarios ahora convertidos en dueños de nuestras calles y con el derecho legal a subir as tarifas cuando la congestión que debían eliminar amenazara con arruinar el negocio.
En este contexto el Plan de Transporte Público para el Gran Santiago (Transantiago), independiente de sus incontables fallas de diseño y de la incompetencia evidente de algunos de sus planificadores, y a pesar del claro boicot por parte de algunos de los operadores, no deja de ser una necesidad vital para mejorar la calidad de vida de los santiaguinos. Sin embargo, no podemos olvidar que este Plan solo apunta a mejorar el transporte y no a solucionar los problemas de la ciudad.
De hecho, no tiene-ni tendrá- la capacidad de mejorar la seguridad pública del transporte colectivo de pasajeros y el impacto que tendrá en la disminución de la congestión vehicular, será solo temporal, hasta que el parque automotriz vuelva a incrementarse y a colapsar las calles y avenidas de nuestra ciudad.
Resulta evidente también que las promesas de abaratar costos de transporte y disminuir los tiempos de viajes tampoco será posible, ya que la cantidad de transbordos y la espera en los mismos, harán finalmente los viajes más caros y lentos para quienes viajan entre las periferias de Santiago, es decir, para los niveles socioeconómicos más vulnerables.
Cuando uno lo estudia, da la sensación de que hubiese sido diseñado desde el centro hacia la periferia y no al revés como hubiera sido lo lógico y lo adecuado y que su diseño no contempló una participación ciudadana temprana y vinculante, lo que hubiera mitigado en gran parte el problema de diseño que hoy evidencia el Plan. De hecho, la autoridad responsable apostó a seducir más que a construir en conjunto con la sociedad civil el Plan en cuestión, para ello utilizó a un ídolo deportivo que hipotecó su credibilidad en beneficio de un Plan mal elaborado y peor ejecutado.
De esta manera los menos beneficiados y los que más han sufrido los errores garrafales del Plan han sido los postergados de siempre. Las periferias pobres adonde los recorridos no llegan y en donde las frecuencias son insuficientes. Aquellos que tienen que caminar más de 10 cuadras para alcanzar uno de los recorridos por barrios tremendamente inseguros y hostiles.
Claro está que para quienes tienen auto o viven en el pericentro y el centro de la ciudad, o para aquellos que tienen la suerte de vivir pegados a un metro, el plan ha sido fantástico. De hecho, lejos de desincentivar el uso del automóvil, el resultado ha sido una invitación a subirse al mismo, ahora con menos tacos para circular por las arterias principales que antes permanecían colapsadas.
Pero para quienes más necesitaban que el transporte mejorara, ha devenido en un deterioro significativo de su calidad de vida, un aumento de los costos y de los tiempos de viajes, cumpliendo a cabalidad una profecía auto cumplida y que planteaba que el Transantiago no podría cumplir sus dos principales promesas: La de ser más barato y la de acortar los tiempos de viajes.
No obstante lo anterior, ninguno de los errores garrafales de los cuales solo son responsables los gobiernos de la Concertación, y en especial el de Ricardo Lagos quien diseño el plan, y el de Michelle Bachelet quien lo implementó, puede llevarnos a pensar que debe volverse al sistema antiguo, por mucho mejor que parezca a la vista interesada de quienes solo buscan satisfacer los intereses del mercado.
Resulta imprescindible entonces avanzar hacia un rediseño del Plan con una participación efectiva, temprana y vinculante de los usuarios en las definiciones de los recorridos y las frecuencias.
Para esto, se hace indispensable desarrollar en las esferas de gobierno una voluntad más real de incorporar la participación ciudadana, ya no solo como discurso, sino que con cambios legales que establezcan la participación, no como una posibilidad sino como un derecho constitucional.
Sin embargo, no parece que en esa dirección vayan los intentos de algunos personeros del gobierno de criminalizar las organizaciones que han surgido de los usuarios del transporte público y mucho menos las acciones que desde el legítimo descontento con el pésimo funcionamiento de sus primeros días y con los perjuicios económicos y sociales generados por la implementación del Plan, han surgido.
De la misma manera, se requiere con urgencia que la organización de los usuarios del transporte colectivo adopte una estructura territorial representativa de los distintos barrios y comunas, que funcione como contralor social de ésta y de otras acciones del gobierno en esa materia y que estén en constante y sistemático dialogo institucional con los responsables del Plan.
También resulta indispensable mejorar significativamente las condiciones laborales de quienes en él trabajan, ya que la satisfacción laboral de los conductores tiene y tendrá un impacto significativo en la calidad del servicio que se pueda prestar.
En términos de inversiones futuras, debe priorizarse la extensión del Metro de Santiago pues es y será el componente fundamental de cualquier sistema integrado de transporte que desee implementarse en nuestra ciudad.
En término de costos, el Estado debe asegurar que este sistema integrado de transporte no se encarezca como ha pasado con las carreteras, por lo que deberá buscar fórmulas, para regular los precios sin terminar subsidiando a las empresas. Mientras el Estado se decide a jugar un rol mucho más activo y determinante en el sistema de transporte colectivo de pasajeros que tarde o temprano volverá a ser público y a estar al servicio de las grandes mayorías.
Es efectivo, nadie puede dudar ni un segundo que con todo lo malo que el Transantiago ha sido en sus primeros días de funcionamiento, es mejor que lo que antes había, según el modelo que propone la derecha, y será, una vez tomadas las medidas pertinentes, un salto cualitativo en la calidad de servicio que este puede llegar a representar en un futuro mediano plazo.
Este debe permanecer y mas temprano que tarde, debe el Estado volver a hacerse cargo directamente de un tema tan sensible para la calidad de vida de los habitantes de cualquier ciudad que por ser un servicio público, no siempre es compatible con el lucro y debe estar principalmente al servicio de las capas más desprotegidas de la población.
Deben mejorarse los evidentes errores que han provocado la histérica reacción de los representantes del gran empresariado, que han preferido atacar al rol regulador del Estado por intentar sobre regular, dice ellos, una actividad que con anterioridad, ellos mismos le habían entregado en bandeja al mercado todopoderoso y que este no pudo desarrollarla de manera eficiente y eficaz.
Es de esperar por último que este sea el inicio de un nuevo trato y de una nueva actitud del Estado para con los servicios públicos los que deben ser considerados como bienes y derechos sociales y por tanto con un rol mucho más activo del Estado cuando de servicios públicos se trata.
________FIN SEGUNDA PARTE________
Por Daniel Jadue. El autor es Arquitecto, Sociólogo y Magíster en Urbanismo © de la Universidad de Chile. Lic. en Gestión de la Calidad Total de la Universidad Católica del Norte y Especialista en Vivienda Social de la Universidad de Chile. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 8 de marzo 2007
Crónica Digital
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