Según aquel punto de vista, Jesucristo no multiplicó físicamente los panes y los peces, sino que los distribuyó mejor y más equitativamente. Los mismos recursos alcanzaron para más personas. No deja de ser milagroso.
Ningún otro problema de carácter global revela con tanta claridad la verdadera naturaleza de la crisis que atraviesa la sociedad contemporánea como el energético. Ante amenazas inminentes y de proporciones planetarias y consecuencias apocalípticas, para la cuales existen soluciones viables, el sistema es incapaz de reaccionar.
La postración impide la respuesta y aleja la implementación de soluciones que están al alcance de la mano. Tan extraño comportamiento no obedece a la mala voluntad de los líderes y los gobiernos que no son suicidas, sino a un fenómeno denominado de enajenación, descrito en la literatura económica desde hace unos 150 años.
Por un enigmático decursar, la mercancía y el dinero, resultados de la actividad humana, creados como instrumentos para las transacciones y mecanismos para facilitar el funcionamiento flexible del sistema capitalista, adquieren autonomía e identidad propias, se dotan de poderes sobrenaturales y, a partir de determinado punto, prevalecen sobre sus creadores.
De instrumentos, la mercancía y el dinero, así como el poder que ellos confieren, devienen fetiches cuyas capacidades son ajenas a su naturaleza e integridad física. Se trata de una suplantación de identidades, semejante a lo ocurrido cuando el hombre primitivo, creó un tótem, le confirió poderes y se postró ante él y, de creador del ídolo, devino súbdito.
En esencia, la pseudo crisis presente en el campo de la energía y que se repite con los alimentos, el agua y el aire, no se debe al agotamiento de los hidrocarburos, a que haya mermado la productividad de la tierra, o a que el aire y los océanos hayan dejado de reciclarse y mucho menos, a que no se dominen las tecnología sustitutivas.
La verdadera causa, y esencialmente la única, se relaciona con fallas congénitas y no reparables en la estructura que sostiene al modo de producción y en la organización política de las sociedades contemporáneas, incapaces de promover y asimilar los cambios necesarios.
Bien administrados el petróleo y el gas y los ríos, combinados con otras energías y con tecnologías ahorradoras, pudieran eternizar su duración. Las reservas de carbón y las que pudieran encontrarse en el futuro, combinadas con otros materiales y procesadas para convertirlas en electricidad y gas, crearían una autarquía energética para siglos, tiempo más que suficiente para desarrollar tecnologías basadas en el sol, el viento, las mareas y otros recursos.
El uranio integrado ya a soluciones energéticas de probada eficiencia, seguridad y productividad, al que seguramente, dentro de algunas décadas, se sumarán el hidrogeno y otros materiales, son alternativas viables, conocidas y cada vez más al alcance de muchos países.
El desarrollo de nuevas prestaciones en los motores de combustión interna, el empleo de la electricidad, el gas y el hidrogeno para mover vehículos rápidos, económicos y eficientes, harán que ni siquiera los norteamericanos tengan que renunciar a los automóviles, que forman para de su identidad.
La idea de que los biocombustibles elaborados a base de caña de azúcar, maíz, soya, colza y otros cultivos, compiten con la producción de alimentos, es un fantasma derivado de los defectos estructurales mencionados.
La tierra y el talento humano, mediante técnicas agrícolas sostenibles, son capaces de producir para alimentar a la humanidad, moverla, calentarla y alumbrarla. En realidad, muchos no encuentran la solución porque no quieren verla o porque la buscan en el lugar equivocado.
Dado el carácter mundial del capitalismo, la crisis de su modo de producción repercute a escala global. La mala noticia es que el impacto no se limita al ámbito geográfico, sino que abarca al conjunto de las relaciones sociales, afectando áreas aparentemente alejadas del núcleo económico como la política, la moral e incluso el arte. La excesiva permisividad moral lo mismo que la banalización de la cultura de masas por efectos de la mercantilización, son resultado de la crisis general.
No me sumo a los agoreros del desastre sino a los que creen que el orden económico y político actual es parte del problema y no de la solución.
Por Jorge Gómez Barata de Visiones Alternativas
Santiago de Chile, 16 de marzo 2007
Crónica Digital , 0, 36, 2