Ahí estuvo mi Tata, Don Manuel, con la abuelita Herminda, rodeados de sus hijos y nietos, entre ellos América y yo. Si bien todos teníamos profundos deseos de sentirse felices por estar reunidos, faltaba el Checho que estaba desaparecido, Máximo y Pablo que estaban en el exilio, y mi papá que vivía de casa en casa, escondido.
La fuerza de esta familia había sido puesta a prueba durante toda su existencia, pero esta incertidumbre por la vida de mi padre para todos era muy difícil de sobrellevar.
Sin embargo, de pronto un vehículo conducido por el menor de los Guerrero Ceballos, mi tío Pancho, entró hasta el fondo de la casa, lo que no era su costumbre habitual. Se bajó un poco nervioso del auto y abrió la maletera. Los que pudieron se acercaron a ver qué regalo o sorpresa traía dentro.
Sólo se vieron frazadas, pero estas se comenzaron a mover y por debajo de ellas apareció un rostro dulce, muy conocido por todos: era mi padre. Arriesgando su vida había venido a abrazarnos a sus hijos, padres y hermanos que no veía hace meses.
Aquellas fueron horas hermosas, que en medio del espanto y el horror, abrieron un espacio de ternura en nuestro hogar, y la familia reunida, de abuelos, padres, hermanos, hijos, nietos y sobrinos nos abrazamos emocionados deseando que el año que comenzaba fuera el año de conquista de la democracia por parte de los trabajadores.
En aquella ocasión con mi hermana América no dejamos de aferrarnos a las piernas, cintura, brazos y cara de mi papá. Cantamos, como de costumbre, junto a Owana y luego lavé con mi papá decenas de decenas de platos mientras nos contaba de sus peripecias. Estaba muy sereno. Lo queríamos un montón. Fue el último año nuevo que pasamos juntos.
En enero de 1985, la Vicaría de la Solidaridad presentó el testimonio de Andrés Valenzuela, debidamente protocolizado, ante los tribunales de Justicia, pidiendo la designación de un ministro en visita para que investigara los hechos allí relatados, solicitud que, sin embargo, como era la práctica habitual, fue rechazada.
A principios de marzo de 1985, el Ministerio del Interior alzó la orden de aprehensión contra mi padre, quien inmediatamente se reincorporó a sus actividades docentes en el Colegio Latinoamericano de Integración y a la actividad gremial en la AGECH.
Sin embargo, desde ese establecimiento educacional, las puertas de mi colegio, un 29 de marzo como hoy, luego de conversar cortito conmigo y darme un beso como acostumbraba hacer, mi papá fue secuestrado junto a José Manuel Parada, quien iba a dejar al colegio a su hija Javiera.
El día anterior, varios dirigentes de la AGECH habían sido raptados y luego interrogados en La Firma, el antiguo cuartel del Comando Conjunto, convertido ahora en central de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (DICOMCAR). El publicista y artista plástico Santiago Nattino también había sido secuestrado horas antes.
Luego de 24 horas de intensa búsqueda y manifestaciones masivas para que sus raptores nos devolvieran con vida a José Manuel y Santiago Nattino y a mi padre, el 30 de marzo de 1985 aparecieron sus cadáveres degollados y desangrados, con marcas de tortura, en las cercanías del aeropuerto internacional de Santiago, en la comuna de Quilicura.
En el triple secuestro y homicidio, conocido como el caso degollados, participaron varios de los mismos agentes del Comando Conjunto que habían secuestrado, baleado y torturado a mi padre el año 1976. Hoy la mayoría de ellos cumple condena en la cárcel de Punta Peuco, más no así los autores intelectuales del crimen que gozan de impunidad.
En esos días tristes pude comprobar el grado de conmoción que tuvo el pueblo chileno y la comunidad internacional ante esta pesadilla hecha realidad.
Manifestaciones masivas por todo el globo recorrieron las calles asumiendo una de las frases que mi papá había pronunciado en una ocasión en un discurso ante los profesores: ¡Revanchismo jamás! Queremos Justicia, nada más, pero tampoco nada menos.
Muchos fueron los jóvenes patriotas que a raíz de este acontecimiento se hicieron parte de la lucha antidictatorial, y la romería y el entierro multitudinario fue una muestra rotunda de que la unidad del movimiento opositor a la dictadura era posible. De este modo, creo, la muerte de mi padre, José Manuel y Santiago, trajo vida: la caída de la dictadura debía ser inminente.
Al poco tiempo del asesinato de mi padre, Owana dio a luz a Manuela Libertad, mi nueva hermanita, hija póstuma, símbolo de vida, del joven luchador, el Mañungo, que no estando nos sigue acompañando, dando luz, fuerza, corazón y razón para cada una de nuestras pequeñas vidas.
Yo postulo que no debemos para de recordar y conmovernos con lo ocurrido, pero desde el recuerdo positivo de las vidas de los Manueles, cuyas huellas generosas ni siquiera un crimen de lesa humanidad fue capaz de borrar.
Lo acontecido, el secuestro y crimen, nos exije exijir justicia permanente por lo perdido. Pero eso es solo un nivel del compromiso que voluntariamente adoptamos, porque los Manueles no solo nos han dejado una deuda que no seremos ni queremos jamás de terminar de saldar, sino que nos regalaron algo mayor con su vida: la oportunidad para nosotros mismos de ser diferentes.
Algo nos pasò, nos debe pasar con lo que pasò en ese marzo de 1985, que desde tal fecha es y serà todos los marzos que vengan.
Nos pasò que nos dimos cuenta que el terrorismo de estado no solo compete a los milicos, sino a nosotros mismos, que como personas sencillas y como humanidad, a travès de este crimen, pudimos conocer la finitud de nuestra existencia, de lo que es capaz el ser humano, y por sobre todo de lo que debemos ser capaces de evitar que vuelva a ocurrir.
Confìo en las nuevas generaciones, por la promesa de vida que portan.
Pero para que el nunca màs sea efectivo en ellos debemos ayudarlos a recordar lo que no conocieron, pero que forma parte de su historia, de nuestra historia que podemos construirla como compartida a travès de los Manueles y nuestra relaciòn de admiraciòn y cariño hacia ellos.
Lo relevante con los niños y la juventud no son solo los contenidos por los que lucharon toda su corta existencia. Sino el amor, entrega y dedicaciòn con lo que lo hicieron, que es lo que señala un camino de conducta humana del cual no terminaremos nunca de aprender y evaluarnos a nosotros mismos desde su sencillez.
Creo en la alegría para recordar, que no es negaciòn de la tristeza que nos provoca
que los Manueles no estèn. Es recuperar la decisiòn de vivir la vida sin cortapisas, de disfrutar del que està al lado, de la familia, el amigo, la pareja, los hijos, los desconocidos por conocer.
Asumimos nuestro dolor con dignidad, sin melancolìa, con la felicidad de saber que hubo personas como los Manueles -profes, buenos padres y ciudadanos comprometidos-ya que por ellos ya sabemos que hay esperanza en una humanidad mejor.
Josè Manuel y Manuel no son una excepciòn, sino ejemplos ejemplares de una manera de vivir la vida como seres humanos en los que nos reconocemos y queremos proyectarnos, para que ojalà dìa a dìa seamos màs, por ellos, por nosotros mismos y por los que nos siguen.
Nuestra lucha sigue siendo por el triunfo de la vida sobre la cultura de la muerte, de la creatividad sobre la uniformización, del vuelo libre por sobre la marcha marcial o fùnebre, del riesgo responsable por sobre la rutina
maquinal.
Creemos que con los Manueles y don Santiago Nattino, que tambièn son los Victor, Salvador, Lumis Videlas y Martas Ugarte, tenemos la oportunidad de renacer de manera individual y colectiva desde el compromiso con la democracia con justicia social, derrotando con nuestro amor a la vida dìa a dìa, en cada acciòn diaria màs nimia, al exterminio que ya sabemos que puede estar ahì en la vuelta de la esquina, en las puertas de tu colegio.
Josè Manuel, Manuel, Santiago y el tío Leo, desde esa esquina nos inundaron con su
amor valiente, sin precio, sin lìmite, puro regalo y don para que no perdamos la brùjula, el rumbo de nuestra sangre, para que nos fijemos en lo esencial y desde ahì hagamos mundo, polìtica, arte, barrio. Encendiendo velas de vida, fuegos creativos, inventando mundos mejores.
Por Manuel Guerrero Antequera
Santiago de Chile, 29 de marzo 2007
Crrónica Digital
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