TÉ PARA OCHO

Tan buena fue la idea de las Naciones Unidas que se inventó dos veces; la primera cuando, concluida la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson, creó la Sociedad de Naciones, una organización mundial que serviría para evitar las guerras.

La idea no era mala, incluso produjo algunos resultados, entre otros, los Tratados de Locarno, de 1925, adoptados por las potencias europeas, para solucionar los litigios fronterizos y asegurar la paz en Europa y el Pacto Briand–Kellogg, promovido por Estados Unidos y que constituyó el primer acuerdo mundial de renuncia a la guerra firmado en 1928 por 63 países.

La Sociedad de naciones fracasó al no poder impedir la II Guerra Mundial, entre otras cosas porque le faltó una instancia política capaz de elaborar puntos de vista comunes, porque sus resoluciones no eran vinculantes y no existía un órgano capaz de hacerlas cumplir.

Avisados de estas carencias, en 1945, al retomar la idea Roosevelt, Churchill y Stalin legislaron para resolverlas y, al crear la ONU la dotaron del Consejo de Seguridad e incluyeron en la Carta el capitulo Siete, que lo faculta para usar la fuerza e imponer la paz.

Para evitar que ese derecho pudiera ser utilizado contra alguno de ellos, los Tres Grandes introdujeron una cláusula de unanimidad según la cual, para usar la fuerza, se requería su unanimidad; así nació el veto que luego se otorgó a Francia y más tarde a China.

Lo incómodo del asunto es que el Consejo de seguridad no lo integran sólo los cinco miembros permanentes que poseen el derecho de veto, sino que para disponer de un mínimo de democracia lo forman 15 países.

En determinadas oportunidades esa estructura complica las cosas porque, al ser electos por la Asamblea General, pueden llegar al Consejo de Seguridad países respondones que en el examen de determinadas coyunturas, levanten la voz y, aunque no tengan veto, tienen voto y rompen el consenso de los poderosos, casi siempre imperial.

Esa y no otra es la razón por la que la postulación de Cuba o Venezuela y en el pasado de otros países, causa tanta preocupación en Washington y otras capitales. Con veto y todo, el Consejo de Seguridad obliga a guardar ciertas apariencias e impide a los poderosos hablar con franqueza y cocinar en la intimidad las formulas con las que rigen al mundo.

Para mayor comodidad y, para excluir la posibilidad de que algún pobrete revoltoso les agüe la fiesta y obstaculice el consenso, en 1973, Estados Unidos convocó a los ministros de finanzas de Japón, República Federal de Alemania, Francia y Gran Bretaña. Dos años después en 1975 en la Cumbre de Rambouillet, se admitió a Italia y en 1977, en Puerto Rico se aceptó a Canadá. Había nacido el G7 que funcionó en esa composición hasta que en 1998, mediante suplicas y codazos, Boris Yeltsin logro la admisión de Rusia.

Unos en silencio y otros de modo más abierto, otros países, entre ellos Australia y algunos del Tercer Mundo, han acariciado la idea de que el club se amplíe y lleguen a ser admitidos en la elite mundial de poder, todo un sueño.

Actuando como vocera del Grupo, la canciller alemana, Angela Merkel, les echó un jarro de agua al declarar que no existían asientos vacantes. El G8 no será nunca un G15.

La ONU y su Consejo de Seguridad serán cada vez más irrelevante, y servirán para asuntos ceremoniales y cuando se les necesite, para dar una apariencia de democracia. Tal vez algún día hasta se suprima el veto. Nada de eso importará porque el poder real está en el G8.

El G8 es el más exclusivista de todos los círculos de poder imperiales, una cofradía o gremio donde no existen los riesgos de una democracia peligrosa y decadente, por cierto, inventada por ellos mismos.

Por Jorge Goméz Barata.

Santiago de Chile, 6 de junio 2007
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