Me sucede con niños desamparados o con animales, especialmente perros, en situación de abandono o sufrimiento. Tratándose de humanos es poco frecuente que una misma persona, fuera de mi entorno íntimo, me provoque reiterado asombro, incredulidad, rabia, dolor, injusticia o pena.
El Guatón Romo constituye uno de los casos mas destacados en el sentido anotado, sólo comparable al que provocan algunos generales conocidos. Primero, cuando tuvimos conocimiento de sus atrocidades, sin saber donde estaba, si vivía o había cobrado de sus propios camaradas, como ha sucedido con otros implicados en la tortura, desaparición y muerte de compatriotas desarmados, hombres, mujeres y niños, sin piedad ni distinción. Entonces sentimos rabia, sensación de injusticia y de no-justicia, que es peor, de impotencia y de dolor por las víctimas.
Nos alertamos ante la detención del personaje en Brasil y la relación de algunas de sus gracias: traición, tortura desmedida si es que hay tortura que tenga alguna medida, homicidios, desapariciones y declaraciones de haber advertido a su general que no había que dejar a ningún izquierdista con vida, que tenían que matarlos a todos, agregando que dejarlos con vida había sido el gran error.
Nuevamente mucho dolor con los mismos sentimientos, agregada ahora una leve esperanza de justicia, además de incredulidad ante su imagen grotesca, agravada por sus afirmaciones y falta de arrepentimiento.
Nos preguntamos cómo explicar tanto desprecio por sus semejantes. Cómo fue posible que personas aparentemente cultas, con formación profesional que debió mantenerlos lejos de la condición más brutal de nuestra naturaleza, hayan permitido que surgiera, actuara y destacara un monstruo ya que no un hombre de esta clase.
¿No entendieron que sus actos los comprometen a todos ellos, haciéndolos coautores de sus atrocidades? ¿Cómo duermen hoy con sus recuerdos? ¿Cómo miran o besan a sus hijos o nietos? ¿Creen que con la muerte se olvidarán sus propias culpas?
También supimos de la captura y expulsión de Brasil, de los procesos, de sus declaraciones, de las condenas, de su reticencia a cooperar aclarando lo sucedido con miras a la justicia, a la verdad y a la reparación y, en estos días supimos de su muerte.
Frente a los detalles de los últimos pasos, los sentimientos se convirtieron en uno: pena por una vida desperdiciada y terrible. Pena por su patética soledad, pena por la hija preferida que alcanzó a escribirle sobre la vergüenza de tener ese padre.
Se terminó la rabia pero ha permanecido la sensación de injusticia, la incredulidad y la esperanza de saber que quienes lo crearon, lo incentivaron y lo financiaron, ante su ejemplo reparen en el solitario funeral y en la hija y se detengan a pensar en ellos mismos.
Que se decidan a colaborar, que no se escuden en su arrogancia y crueldad. Que se muestren como los hombres que dicen ser, que reconozcan al secuaz que no fueron capaces de acompañar a pesar de haber aportado el afrecho a que hace alusión el refrán invocado en el epígrafe y ayuden a hacer justicia para que, a cambio, encuentren la paz que Romo no encontrará.
Si existe otra vida, cualquiera que sea, no sería justo que haya entrado a ella sin la carga de la que dejó y en la que tanto dolor causó.
Por Leonardo Aravena Arredondo
Profesor de Derecho, Universidad Central de Chile. Coordinador de Justicia Internacional y CPI, AMNISTÍA INTERNACIONAL – CHILE. Colaborador permamente de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 12 de julio 2007
Crónica Digital
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