EL CENTINELA DE LOS DERECHOS HUMANOS EN CHILE

Con el fallecimiento de Carlos Camus Larenas, obispo emérito de Linares, entra en fase terminal toda una generación de pastores de la Iglesia Católica que contó, al menos, con tres características; lucidez, humanidad y valentía. La lucidez les valió a esos obispos para ubicarse en el momento histórico que les tocó vivir y asumir sus tareas; la humanidad, para revertir una imagen de jerarquía lejana del pueblo y solemnemente celestial en sus actuaciones; y la valentía, para enfrentar los problemas más urgentes y acuciantes.

El cambio generacional

Esa generación de pastores se inició en el pontificado de Juan XXIII, con la nominación del salesiano Raúl Silva Henríquez, en 1959, como obispo de Valparaíso y –en 1961– como arzobispo de Santiago. Poco antes, ya había comenzado la renovación del episcopado, con el nombramiento de algunos obispos jóvenes. Y si bien, desde 1949 a 1955 no hubo nombramientos episcopales en el País, a partir de este último año surge una generación de 14 obispos nuevos, en sólo cinco años (1955-1960), diez de ellos, menores de 45 años. Incluso, dos (José Manuel Santos y Francisco Valenzuela Ríos) menores de 40.

En el antiguo esquema del episcopado chileno, solamente la figura del obispo de Talca don Manuel Larraín era bandera de cambio, hombre emblemático pero solitario dentro de un conglomerado fuertemente tradicional, en su pensamiento y en su actuación.

Este recambio generacional continuó en la década del 60; un cambio que ubicó al episcopado del País entre los más preparados para la gran reforma que supuso el Concilio Vaticano II. Nombramos apenas los que han tenido más figuración nacional: Bernardino Piñera (1958), Raúl Silva Henríquez (1959), Enrique Alvear (1963), Carlos Oviedo (1964), Sergio Contreras (1966), Fernando Ariztía (1967), Carlos González (1967), Carlos Camus (1968), Jorge Hourton (1969), Juan Luis Ysern (1972), Sergio Valech (1973) y Tomás González (1974). Ellos fueron los hombres del cambio eclesial, trajeron una nueva visión pastoral (apoyo al diaconado permanente, comunidades cristianas de base, consejos parroquiales, centros bíblicos populares, misiones generales, aplicación de las normas conciliares), también un nuevo estilo de servicio (oficinas abiertas, habitación en casas sencillas e incluso poblacionales, cercanía a los humildes, confianza en equipos asesores laicales) y, desde luego, hicieron una cerrada defensa de los Derechos Humanos cuando, en 1973, el golpe cívico-militar quebró el sistema democrático y la noche se apoderó del País.

De la sorpresa a la indignación

La Dictadura sorprendió a los obispos. El golpe lo veían venir, como algo inevitable; pero, lo que en un principio no tenían contemplado, ni su estructura mental podía aceptar como realidad, fue el hecho de una dictadura militar.

Le escuché, en varias ocasiones, al cardenal Silva, al arzobispo José Manuel Santos y a algún otro pastor, que jamás imaginaron que las FF.AA. se iban a quedar instaladas en el poder. Tampoco podían creer que el País estaba bajo una dictadura sangrienta. ¿Cómo iba a imaginarlo, por ejemplo, el arzobispo Santos, que había sido profesor en la Academia Naval y había tenido por alumnos a la mayoría de los altos oficiales que se empezó a señalar como sanguinarios? Todos los obispos habían departido en actos oficiales e, incluso, tenían cierta amistad (cuando no parentesco) con almirantes, generales y comodoros, a los que conocían como gente caballerosa y que de la noche a la mañana se habían convertido en lobos. Cuando la sorpresa se empezó a disipar en base a las denuncias constantes y a la comprobación de casos, la indignación les ganó la partida. Ahí, se pusieron con todo de parte de los caídos.

Les costó su tiempo. El mismo cardenal Silva creyó, por demasiados años, que el cura Juan Alsina había muerto en un enfrentamiento armado. Le costó asumir que había sido fusilado, a traición. Las informaciones que les proporcionaban los organismos del gobierno militar tenían por finalidad confundirlos. Y se logró el objetivo. Muy lentamente, los pastores debieron convencerse del engaño. Algunos no lo lograron superar.

El mismo Carlos Camus declaró, años más tarde; “Por fin, pudimos reunirnos todos los obispos, casi un mes después del Golpe; cada uno llegó preocupado por algún caso de atropello de la dignidad humana, creyendo que eran situaciones aisladas. Cuando fuimos escuchando los relatos de unos y de otros, y especialmente de Santiago, donde fue necesario organizar rápidamente el Comité Pro Paz, nos dimos cuenta que el problema era mucho mayor” [La Iglesia chilena y el gobierno militar, página 8].

De todos modos, casi todos ellos, incluso los que aparecieron como más proclives al gobierno militar, tuvieron actitudes nobles en defensa de los perseguidos. ¿Quién más marcado a favor del régimen militar que el obispo Orozimbo Fuenzalida? Pues bien; don Orozimbo fue el que escondió por muchos días, en su propia casa, siendo obispo de Los Ángeles, al senador socialista Jaime Suárez Bastidas, ex Ministro del Interior y ex Secretario General del gobierno de Allende, y a toda su familia. Otros casos; el arzobispo José Manuel Santos, que se reconocía a sí mismo como estructuralmente “anti-comunista”, se convirtió en uno de los grandes adalides en la defensa de los perseguidos, sin renunciar a sus principios, pero empleando una lógica maciza que pulverizó al general Ibáñez Tilllería, dueño de la Octava Región. Igualmente, el obispo auxiliar de Santiago, don Sergio Valech, quien reía autodefiniéndose como un “momio progresista”, fue el hombre que se enfrentó a todo el aparataje del poder dictatorial, negándose a entregar información en el caso de las “fichas de la Vicaría”.

Carlos Camus, secretario general

Pero, hubo determinados pastores que se pusieron en primera línea en la defensa de los Derechos Humanos.

Esa causa superó los naturales temores, dudas y resistencias mentales que –ciertamente– tenían en relación al mundo marxista. En declaraciones oficiales, en homilías, en conversaciones, los obispos se manifestaban con la clásica ambigüedad de los que están entre dos aguas. No querían, por nada, imposiciones de la filosofía marxista. Ni querían que se impusiera un modelo de sociedad basada en el egoísmo materialista del mundo liberal y, mucho menos, sostenida por la fuerza bruta de las armas. Tampoco podían manifestar sus secretas simpatías, ya en declinación, por la Democracia Cristiana, tras el fracaso de la administración de Frei Montalva, que había entregado el poder a la Unidad Popular. No querían, de ningún modo, justificar la dictadura militar, aunque casi todos ellos justificaron el Golpe.

El elemento que unió a todos los pastores tras una sola bandera fue la causa de los DD.HH. En eso no podían titubear, ni equivocarse. Coincidiendo con esa realidad, supieron elegir las directivas adecuadas para la CECH-Conferencia Episcopal de Chile: el arzobispo Santos, el cardenal Silva y el obispo Carlos Camus.

Camus, como secretario general de la CECH se convirtió en el rostro y la voz del episcopado. ”En esos años de secretario de los obispos, en la época más dura, conocí el drama de la tortura y de los desaparecidos” [Carta a los jóvenes, página 125].

El 1 de marzo de 1974, los obispos eligieron –por unanimidad– a Camus como secretario de la CECH y, un mes después, en la Asamblea Plenaria, emitieron un documento en el que denunciaban públicamente la situación de los Derechos Humanos en el País, las injusticias económicas y sociales, la falta de libertad –especialmente de los sindicatos y de las universidades– y los asesinatos y desaparecimiento de personas. “Entonces, escribió Camus, comenzó claramente la incomprensión. El Gobierno, con sus poderosos medios de comunicación y el poder económico de sus partidarios, nos acusó de meternos en política y hacerle el juego al comunismo” [La Iglesia chilena y el gobierno militar, página 10].

Fue en esa época, cuando el cardenal Silva detuvo un documento condenatorio a la dictadura chilena, que traía la firma del mismísimo Papa Pablo VI. El cardenal se arrepintió de ello, hasta el final de sus días.

La creación del organismo pro paz y, después, de la Vicaría de la Solidaridad, fue la respuesta más llamativa a las amenazas en esos años. El obispo Camus habló, sin que le temblara la voz. Su pensamiento, representativo de la mayoría episcopal, quedó plasmado en entrevistas, conferencias, artículos, homilías, y, especialmente, en las declaraciones a la prensa. Una de estas conversaciones con los periodistas –siendo off de record, por expreso acuerdo– fue difundida por la imprudencia de uno de los religiosos organizadores de la reunión, quien trasmitió las palabras de Camus a la prensa alemana. De ahí, salió al mundo y causó revuelo. El obispo reconocía que muchos presbíteros, así como organismos de Iglesia, estaban salvando vidas de los perseguidos más rabiosamente por el régimen y trabajaban, codo a codo, con personeros marxistas `sumergidos´, necesariamente por la situación que se vivía.

Camus ya no fue reelegido como secretario de la CECH, siendo sustituido por Bernardino Piñera, un hombre de gran carisma personal, igualmente crítico del Régimen, pero con mayor destreza diplomática.

El obispo de Linares

A fines de 1976, Carlos Camus fue nominado obispo de San Ambrosio de Linares. Allí, en materia de DD.HH. tuvo que enfrentar, sin lograr victoria completa tras 25 años de lucha, al misterioso reducto Colonia Dignidad.

La labor de Camus, como pastor en Linares, se concentró en “construir iglesia”; es decir, organizar la comunidad cristiana en todos sus niveles. Los sectores rurales vieron, al mismo tiempo, levantarse sedes comunitarias y capillas en un número tal que cubría prácticamente todo el mapa diocesano. La formación de líderes y catequistas, la Pastoral Juvenil, la creación de una red de comunicaciones que empleaba la radio y el periódico, la creación de fundaciones de ayuda social, la organización del obispado mediante un sínodo permanente que entregaba voz al pueblo mediante el diálogo y la consulta anual, la confianza en los laicos, la promoción vocacional…

Camus resultó ser un obispo popular, aclamado y discutido. Su visión del acontecer nacional lo llevaba a no callar las injusticias. Cuando, en 1985, pidió públicamente a Pinochet que tuviera un gesto de grandeza, como el de O’Higgins, y renunciara al poder, se volvió a encender la rabia de acusadores. En diciembre de 1986, Camus publicó un mensaje que tituló Camino al suicidio, volviendo a golpear fuerte al oficialismo. Tanto, que “el 9 de marzo de 1987, el Gobierno determinó una cadena de radio y televisión en la que el Ministro de Justicia, Hugo Rosende, condenó con energía las opiniones del obispo. Situación hasta, entonces, inédita en la historia chilena” [Camus, obispo, página 112].

Ese mismo mes de marzo, le llegaron a Camus unas treinta mil cartas con la adhesión del pueblo.

“Yo dije algunas verdades, pero vivimos en el país de las mentiras –señaló Camus, en abril de 1987, en el boletín del obispado, Buena Nueva–; me pareció mi deber denunciar los pecados sociales que amenazan la vida; gritar fuerte contra la injusticia social y los atropellos a la dignidad humana; decirle a mis compatriotas que si no nos convertimos a la verdad, a la justicia, a la libertad y al amor, no tendremos paz en Chile y caminamos a una inmensa tragedia. La inmensa mayoría de los chilenos lo ha entendido. Pero, unos pocos que manejan las comunicaciones sociales pretendieron montar una campaña de falsedades; han fracasado”.

Ahora, Carlos Camus ha muerto. Deja tras de sí una huella de nobleza, de claridad, de servicio pastoral dedicado a los más humildes, de dignidad humana y, por lo tanto, cristiana.

Se va, con él, toda una generación de pastores que ayudó a que el País fuera menos tenebroso y volviera a respirar. Este ligero recuento de su actividad, con resonancia nacional, es un homenaje sencillo, que me parece hacía falta. He leído y releído la carta que el papa Juan Pablo II le dirigió a Camus al cumplir sus 25 años episcopales, en 1993. Carta escrita por los asesores vaticanos, entre los que descollaba Ángel Sodano, ex nuncio papal en Chile. En ese documento no hay una sola letra que recuerde y agradezca la difícil, áspera y muchas veces incomprendida labor del obispo Camus en defensa de los DD.HH. de sus conciudadanos.

Por Agustín Cabré Rufatt, cmf
El Catalejo del Pepe

Santiago de Chile, 17 de marzo 2014
Crónica Digital / Reflexión y Liberación

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