La obra que está presentando el Teatro Mori de bellavista “Después de mí, el diluvio”, lleva el título de una frase atribuida a Luis XV, rey de Francia, que con su personalidad ególatra y su locura por el poder, quería decir que sin él los demás no eran nada. Por su parte, cuando el dictador de El Congo Mobuto Sese en 1997 escapó del país lo hizo diciendo: “ Apres moi, le deluge”, es decir, “Después de mí, el diluvio” y es aquí en África donde se sitúan los personajes: Un hombre de negocios, bien vestido con reloj caro interpretado por Alejandro Castillo, contrata los servicios de traducción de una interprete que se encuentra en el hotel, representada por Katty Kowaleczko, que a la vez entra en una dinámica de conocer a su cliente con un juego de palabras mutuas casi de coqueteo, donde él le cuenta chistes añejos y luego las circunstancias lo llevan a desprenderse de su camisa para mostrar sus cicatrices de accidentes y peleas, mientras la traductora –ya más distendida- confiesa que fue abandonada por su esposo, pero que antes de partir lo escucho decir: “Después de mí, el diluvio”.
El empresario que trabaja para una compañía sudafricana dedicada a la extracción y venta del Coltán -un mineral metálico, negro y opaco, que es utilizado en microelectrónica, telecomunicaciones y la industria aeroespacial- es contactado por un residente pobre, enfermo y de edad avanzada -que no se ve en escena- que le ha seguido los pasos, pretende convencerlo para que saque del país a su hijo y sea una especie de manager, ya que es futbolista, de lo contrario que se lo lleve de todas formas –le puede servir de secretario, empleado- para que no se pierda entre todos esos jóvenes explotados del África.
Este montaje escrito por la dramaturga española y premio nacional de literatura en 2010 Lluisa Cunillé, escarba en la mala conciencia que tienen los hombre europeos, con privilegios y mezquindades. Y es este nativo africano y moribundo quien representa todo lo contrario, la pobreza extrema y la explotación. Con dos actores de vasta experiencia en escena y que ya hace una década habían trabajado juntos en un teatro con el título “Pequeños crímenes conyugales”, el director, que es el propio Alejandro Castillo, hace un acierto al trabajar con Katty Kowaleczko y que además es grato escucharlos sin ningún acento forzado. Son creíbles sus actuaciones que se conjugan con un texto lento pero vigente, argumento que se puede dar en muchos lugares fuera de Kinshasa, África. Es de estas dramaturgias donde tus sentidos tienen que estar atento, si andas con sueño mejor no entres, ya que no es para ir a reír ni a escuchar gritos, sino una instancia casi de reflexión de dos mundos opuesto.
Un elemento valórico en este montaje es sin dudas, la solidaridad. Este viejo y marginal tercermundista, pone a prueba al extranjero, ese que viaja, que tiene recursos y que compra camisas de una marca impagable. Quiere probar hasta dónde llega la buena voluntad del ejecutivo multinacional, hasta cuándo lo puede escuchar, qué es capaz de regalar y en definitiva qué tan solidario con la condición humana puede ser este hombre posmoderno y capitalista. Esta pieza teatral no hace más que escudriñar en nuestro propio ser, cuál es el compromiso que tenemos con nosotros mismos, con el prójimo y el futuro de la humanidad.
Precaria es la escenografía, que te lleva a confusión a ratos al no saber exactamente en qué lugar están parados los personajes: en una oficina, en un hall del hotel o en la habitación. La obra tiene una trayectoria lineal, muy bien hilvanada, donde los diálogos te van atrapando poco a poco y sin dar luces de lo que vendrá hasta el punto en que se desencadena un quiebre en este ir y venir de preguntas e interrogantes entre el nativo-interprete interprete-empresario. La atmósfera transmite claramente la sensación de que son tres los protagonistas en el escenario. Entonces tenemos este punto clímax donde la interprete, el hombre de negocios y el público quedan sorprendidos de la revelación que hace este viejo y paupérrimo africano. En definitiva todo será una especie de experimento, donde el recuerdo del ser más querido- en este caso el hijo- solo está en la mente de este viejo moribundo, de lo que pudo haber sido y en lo que pudo haber terminado. Empeñándose en que su hijo ahora será recordado por este extranjero sin ni siquiera haberlo conocido.
La idea de terminar esta puesta en escena con una proyección en el telón de fondo, de árboles que van pasando como si uno fuera acostado atrás de una camioneta en movimiento, es sencillamente genial, al tiempo en que ambos actores contemplan este recorrido de arboledas y la música notablemente bien elegida, compensan el ruido levemente molesto del aire acondicionado de la sala.
Por Miguel Alvarado Natali
Crónica Digital, 5 de Diciembre 2017