La muy comentada miniserie Chernóbil (Chernobyl, 2019), es una coproducción entre la cadena norteamericana HBO y la británica Sky, propiedad del reaccionario magnate australiano de las comunicaciones Rupert Murdoch, también dueño de Fox.
Sobre este audiovisual basado en el libro Voces de Chernóbil, escrito por la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura, conocida por su postura adversa a la Unión Soviética y su lapidario apotegma “el comunismo es el opio de los intelectuales”, gravitan dos signos contradictorios: la calidad técnica y narrativa, marca de fábrica del sello estadounidense, y la decisión irrenunciable de introducir una tesis política y contribuir a la satanización de todo cuanto se relacione con el universo socio–político–económico soviético. Por extensión, con Rusia.
De tal, los notables valores de producción de Chernóbil tienden a languidecer ante su imperiosa necesidad de mensaje, expresada en un irrefrenable ataque a la URSS en todos los costados: dirigencia, ética (ese dirigente partidista del episodio 2 que humilla y se burla de la científica, en cuyo pleno rostro apura un trago por “los obreros del mundo”; ese villano de manual, puro cartón, al frente de la KGB; esos burócratas y redomados mentirosos del Kremlin), explotación de estereotipos (alcoholismo de los rusos), honestidad política (la matriz fundamental injertada por la serie es que la Unión Soviética vivió en su totalidad a base de mentiras, algo muy curioso proveniente de un material facturado en Estados Unidos, imperio consolidado a base del sofisma y cuyo equipo directivo actual es el culmen de la falsía), estructuras de poder…, lo cual le quita hierro a la pieza, al demeritarla por su proclividad a la inducción.
Resulta pueril que en una obra que en diferentes apartados exude redondez artística, en el capítulo 4 se ubique a la KGB en posición de decidir el mismísimo camino nuclear de la URSS.
La información epilogar del episodio quinto consigna que las víctimas mortales del accidente de la planta de Chernóbil podrían alcanzar las 93.000 y que el gobierno soviético –y no la Organización Internacional de la Energía Atómica, como en realidad fue– fijó su cifra en 31. Según datos oficiales de dicho organismo de Naciones Unidas, además de las referidas muertes directas por el accidente, hubo otras 4.000 como consecuencia del hecho trágico acontecido en esa central nuclear ucraniana el 26 de abril de 1986, originado en gran medida por lamentables errores humanos.
Si el trabajo televisivo se hubiese contenido un poco en su anatema político, en su compromiso ideológico, confiriendo más peso a la evolución sicológica de un mayor grupo de personajes y eludiendo pasajes ridículos o fútiles como la campesina que mientras ordeña su vaca le cuenta al soldado que la va a buscar para evacuarla una versión siniestra de la historia soviética condensada en un minuto, o las secuencias de los cazadores de perros, Chernóbil podría haber constituido otro título remarcable de las miniseries sajonas.
Podría, habida cuenta del verismo cuasi documental de sus imágenes, del exquisito diseño de producción (es magistral el trabajo de reconstrucción histórica y la atención al detalle: vehículos, tecnología, edificaciones…), la fotografía de tonos plúmbeos del sueco Jakob Ihre, la banda sonora de la islandesa Hildur Guðnadóttir, la encomiable labor de sonido (tributa con fuerza a configurar el perseguido clima de miedo, desolación, peligro), la elección del elenco y la organicidad en la narración.
Uno de los principales méritos del material dirigido por el sueco Johan Renck y escrito por el norteamericano Craig Mazin consiste en su fluencia, su sentido del ritmo de la narración, con cuanto entraña ello de prescindir de zonas muertas y ejecutar buenos pasos en las soluciones dramáticas y la inserción de las elipsis.
La construcción y desarrollo de los momentos climáticos evidencia la asimilación de los postulados de la mejor escuela del cine de catástrofes, junto con el thriller y hasta la pantalla de terror, porque, esencialmente, esta es una historia de catástrofe y terror.
El actor británico Jared Harris y el sueco Stellan Skarsgård, en los roles centrales del físico nuclear Valeri Legásov y del dirigente del Partido Comunista Boris Scherbina, en igual orden, registran un par de composiciones memorables.
Ninguna de las anteriores ponderaciones alcanza, por supuesto, para respaldar a la harto sospechosa calificación de Chernóbil como “la mejor serie de la historia, por arriba de Breaking Bad”, como ya apuradamente certifican en algunos sitios, pero sí para apreciarla y sopesarla –sin entusiasmos mediáticos contaminantes–, en posición críticamente objetiva de verificar sus aquí citados aciertos u otros, pero también reparando en su carga de tinta ideológica y su proclividad manipuladora.
Por Julio Martínez Molina.
Fuente: Diario “Granma”.
La Habana, 30 de julio 2019
Crónica Digital.