Por Oscar Ortiz: Los muertos que vos creéis, gozan de buena salud

Crucé apresuradamente la Plaza 33, esa mañana donde una tupida y baja niebla cubría la acogedora ciudad de Montevideo. Me extrañó que entre esa helada bruma dos personas conversaran animadamente en una banca. Y un estupor me estremeció cuando a medida que me acercaba, identifiqué a uno de ellos como Albert Einstein.

Cuando estuve frente a ellos, noté que eran dos vividas estatuas de metal. A su espalada tenían una plancha con una inscripción que decía “En esta plaza el 24 de abril de 1925, el físico Albert Einstein mantuvo un dialogo con el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira”. Recordatorios como estos, en forma de memoriales, esculturas o planchas en murallas y suelos proliferan en esa capital. No necesariamente son militares o gestas bélicas los conmemorados, sino epopeyas de organizaciones sociales, como sindicatos, cooperativas o bibliotecas populares.

Ello queda de manifiesto en lo precursor que ha sido Uruguay en nuestro continente –desde el siglo XIX– en llevar el estandarte de libertades públicas, como la abolición de la esclavitud, la instauración de la educación estatal y laica, el derecho al aborto, el divorcio, consultas plebiscitarias vinculantes, venta regulada de cannabis, sumado al grado de participación económica que tienen sectores organizados de la ciudadanía a través de las cooperativas y mutuales. Tal tradición histórica libertaria radica en el aporte que brindaron al desarrollo sociocultural las diversas oleadas de inmigrantes revolucionarios, socialistas y anarquistas que arribaron a Uruguay desde 1860.

Cuando llegué a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República –dejando atrás la plaza y a Einstein– fue sorprendente encontrarme con un nutrido público que llenaba las cinco salas dispuestas por los organizadores, para el Segundo Congreso Internacional de Investigadores del Anarquismo, que se celebró entre el 11 y el 13 de julio.

Paralelamente arribaron más de 300 delegados, entre académicos, expositores y activistas de Brasil, Argentina, México, Francia, Suiza, pero, siendo la chilena la más numerosa y a quienes mayoritariamente se les compartió albergue en sedes sindicales. El transporte, en cambio, debió ser autofinanciado por los asistentes, dando así una lección ética a ciertos sindicaleros, concejales, políticos o militares que utilizan las arcas de sus instituciones para realizar giras turísticas.

En la víspera de la inauguración fuimos agasajados con un sabroso guiso elaborado por la cocción comunitaria de la Federación Anarquista Uruguaya (FAU), que además improvisaron en ese lugar un cómodo comedor. Como siempre se destacó en atenciones el compañero Juan Carlos Pilo, gráfico de oficio y veterano anarquista uruguayo, a quien conozco hace más de 30 años, cuando en aquellos tiempos pernoctaba en mi saco de dormir en alguna dependencia de la FAU, solidaridad que no ha variado.

Al día siguiente, muy de mañana, comenzó la jornada ácrata, que contó con ponencias, debates y presentaciones de libros. En representación chilena se mostraron los títulos “Contra el Estado: los propietarios y la propiedad, una historia de la liga de los arrendatarios en Valparaíso (1914-1925)” de Felipe Mardones; “Anarquistas de ultramar” de Carlos Taibo; y “Anarquismo en confluencia, Chile y Bolivia durante la primera mitad del siglo XX” de Eduardo Godoy y la argentina Ivanna Margurucci.

Las 36 exposiciones debatidas en el Congreso abarcaron amplísimos temas: educación, estética, literatura, teoría, prácticas, tecnología, sexualidad, biografías, historia, filosofía,  etc.

Una de las disertaciones que me resultó interesantísima fue la investigación que presentó el historiador argentino Martín Albornoz en base de los archivos policiales entre 1908 y 1918, donde descubrió la existencia de una red policial entre Chile, Uruguay, Argentina y Perú, encargada de vigilar y detener a militantes socialistas y anarquistas y que, según dijo, “fue el precursor del Plan Cóndor que décadas después implementaran las dictaduras militares del cono sur”.

Otro atractivo de esta reunión eran las más de diez mesas de debates, siendo una de las más controvertidas “anarquistas y marxistas, encuentros y desencuentros”. Quedó de manifiesto como conclusión de la polémica que hay más discrepancias que convergencia entre los que desean un socialismo dentro de la libertad con una economía regulada entre los propios trabajadores y quienes aspiran a construir desde arriba un capitalismo de Estado.

También suscitó interés entre los asistentes más jóvenes la experiencia social de la Comunidad del Sur, experimento anarquista en el campo motevideano de los años 1955 al 1976.

Cuando terminó la jornada a requerimiento de los organizadores continuamos con nuestros coloquios en el Café Subversivo, ronda poética, un espacio ocupado y administrado por una cooperativa, cuya finalidad es que todo lo recaudado se destine a proyectos y actividades para la lucha social.

El sábado 13, la clausura contó con una velada de cierre en la Sala de la Aguja, una vieja casona en pleno centro de la capital y donde tuvo lugar un hecho histórico y trascendente: en 1896 un grupo de sastres fundó el Centro Internacional de Estudios Sociales, que se convirtió rápidamente en un centro de reunión, debate y análisis sociocultural y donde en 1901 se funda la Sociedad de Resistencia Obrera de Sastres.

Ante la carencia de una declaración final –lejos del ánimo del congreso– trataré de esbozar lo que para mí es una conclusión.

El primer factor saludable que aprecié fue la concatenación espontanea que se dio entre los jóvenes –creativos y vehementes– y los viejos –premunidos de experiencia y mesura– para entender que cualquier proceso revolucionario debe ser prudente como la serpiente y certero como un león.

La permanente teorización del futuro –que fue el padrón dominante del encuentro– hace que el anarquismo esté instalado en el siglo XXI, desechando la nostalgia y la evocación constante que sustentan otros pensamientos sociales, entendiendo que cualquier proyecto transformador se corrobora desde el concepto plurisocial.

La convicción de que cualquier proceso de tinte anarquista busca la justicia social, desechando cualquier venganza que aspire a reemplazar a la clase dominante.

Y que la vertebración de un sistema económico–social estructurado entre los propios productores, basado en el cooperativismo y ayuda mutua es un pilar fundamental para una sociedad sin patrones.

En definitiva, que el anarquismo como filosofía y práctica, es parte de nuestra historia social. Que actualmente se piensa y practica libremente. Y que se proyecta desde la memoria, la identidad y una gran dosis de creatividad y audacia.

Por Oscar Ortiz Vásquez. El autor es Historiador.

Santiago, 8 de agosto 2019.

Crónica Digital.

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