Estaba pasando por días extraños, confusos y por novedad pasaron a ser tiempos de mayor atención. Mis padres me dejaron la casa para que me pudiera hacer cargo de mí mismo en los albores de los 30 años. Se fueron a disfrutar de sus merecidas jubilaciones en la tranquilidad del campo donde se conocieron. Mi hermana con su pareja de siempre ya vivían juntos hace unos meses. Ahí estaba yo, en medio de una casa con un perro y pagando sus cuentas. Después de mucho tiempo volví a ver televisión nacional para enterarme del clima o la congestión. Vi en las noticias a Camila Vallejo explicando un proyecto y a un Ministro del Trabajo anunciando al infierno de aprobarse.
Tenía una casa y debía dejar de ver televisión. Me dediqué a decorarla con cuadros de Guayasamín y Matta falsos, moví la mesa, un puf y los sillones de lugar. Quería que me llegara el sol y almorzar frente al ventanal que enmarca un naranjo enjuto. Sacudí silbando, limpié y barrí todos los rincones como buscara algo. Moví el librero, elegí uno de Herbert que no leí y mis 345 libros se mudaron a una pieza que sería mi escritorio. Valoré ese tiempo para hacer de esta construcción mi hogar. Imaginé corriendo entre sus pasillos a mis hijos gritando. Me abrazaban. Pero las partículas del polvo giraban haciendo un torbellino que solo se dejaba ver bajo un haz de luz. Les soplé y las boté con un suspiro de alivio. Volví a encender la televisión chilena.
No tenía hambre. Eso era raro, antes me hubiese devorado hasta la última gota de aceite. Era insaciable. Una ballena azul diría mi padre. Traga–traga me molestaría mi madre o hermana. Pero tengo un vacío en la boca del estómago. Ahora dejo sobras en un plato o en una servilleta. Me cocino cosas que no como. Me miro al espejo, sigo pareciendo el mismo rechoncho de siempre. Sonrío y mi piel se estira, no puede haber nada malo con eso. Escucho entonces la voz del Presidente Piñera, un empresario a cargo del Gobierno de Chile como si declarara una guerra.
La declaración de llevar al Tribunal Constitucional el proyecto de las 40 horas es un acto de total reacción empresarial. Me parece un asco vivir en el país de los arribistas que no tienen más liderazgos que los adictos al dinero. No como por el asco de vivir en este país de cretinos en fuerzas armadas y policiales que no reflexionan porque les depositan cada mes su mesada de patrones. Me da asco vivir en un país que le declara la guerra a la patria. Porque gente que trabaja feliz será gente que produce y así se proyectará la patria, con felicidad.
Amarían los empresarios que trabajáramos por fichas y algunas se fueran para las AFP. Mientras más control tiene la SOFOFA sobre sus millones de súbditos, es mejor para este modelo que les asegura la leche de almendras y el auto último modelo a unas doce generaciones dinásticas de Claro, Matte, Piñera o Luksic. Ellos le declaran la guerra a quienes les han hecho sus fortunas en las millones de horas que ya les sudaron. En los millones de pesos que significa para ellos las horas menos que tendrían los trabajadores con sus hijos o su amor o su mascota o consigo mismo.
Ahora como poco, soy librero y solo me dedico a escribir mientras dejo sobras de mi comida en el mismo plato que uso siempre. Pero ya antes quisiera haber trabajado las horas justas y necesarias. Como creo que ya cumplí mi cuota laboral, les paso a recordar mi experiencia: fui garzón en el Rincón de los Canallas o en la banquetera de Guillermo Rodríguez, recibiendo horas extras lavando loza o cargando camiones, pues necesitaba pasar de 30 a 40 mil pesos. A mis 20 años fui un propinero del Tottus de Nataniel Cox, llenándome de monedas los bolsillos y nos sindicalizamos contra las hermanas Falabella. Ellas ya me habían declarado la guerra cuando me obligaron a firmar con su banco mi mayor humillación. El CAE. También hice de promotor en supermercados varios, comiéndome todo lo que pude o analizando como tratan a los trabajadores cuando les revisan enteros antes de salir. Puedo agregar que junto con amigos de la universidad trabajamos al lado del aeropuerto durante tres madrugadas llenando cajas de mercadería y hablando con quienes hacían doble turno, día y noche, dejando caer productos a cajas por inercia. Esas cremas de belleza o shampoo con olor a castaña no irían a su mesa y era Navidad. Hice encuestas en la mitad de las poblaciones periféricas de la capital y así me conocí esta monstruosidad desigual que llamamos Santiago de Chile. También tuve experiencias profesionales, como en la Tesorería general de la República, donde subí al cerro san Cristóbal con más de mil personas y desarrollamos la organización entre esos equipos públicos. Me trituré los nervios cuando asesoré a Ministros de Educación para que pusiéramos prioridad en los pobres de este país, que a diferencia mía si se comerían las sobras de mis platos. A ellos que entran en las escuelas para evitar caer en las empresas del narcotráfico donde han caído sus hermanos. Este gobierno ahora les declara la guerra.
Y por último, trabajé más horas de las que quisiera en una librería donde me enamoré de la prosa. Así puedo dedicarme mejor a resistir esta guerra que nos plantea el Gobierno, una guerra por nuestras vidas, por nuestro amor.
Yo quiero esas 40 horas para todos a quienes conocí en esas experiencias: a esa humilde señora que trabajó más para llenar panzas, para mis padres ya jubilados que al menos me aprovechaban los fines de semana. Días en los que me comía todo como un traga– traga y tenía paz.
Por Miguel Echeverría Madrid. Progresista y Cientista Político.
Santiago, 22 de septiembre 2019
Crónica Digital.