Rafael y Eduardo Vergara: en memoria de dos jóvenes combatientes por la vida

Recuerdo haberlo visto por primera vez a comienzos de junio de 1983, pocos días antes de la Segunda Jornada de Protesta Nacional. Era una “manifestación relámpago” organizada por la Agrupación de Estudiantes Medios (AEM) en la esquina de las Alamedas con Ricardo Cumming, protagonizada sobre todo por los estudiantes del cercano Liceo de Aplicación. Volaban por cientos panfletos mimeografiados en papel roneo y se escuchaba un nervioso “Y va a caer”. En medio de todo, estaba Rafael Vergara Toledo.

Era uno de los “cabecillas”, palabreja que en aquellos días era ocupada profusamente por las autoridades disciplinarias de los establecimientos secundarios para referirse a los líderes de la cada vez más creciente rebeldía de los estudiantes.

La Agrupación de Estudiantes Medios (AEM) era por entonces la más antigua organización democrática existente en los liceos de Santiago. Había sido formada unos años antes por el MIR, como parte de su política de masas, llamada “Línea Democrática Independiente”. Por esos mismos días, iniciaban su caminata otras dos organizaciones, las que con el tiempo serían fundamentales en la historia del movimiento estudiantil secundario en Los 80: la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), emplazada fundamentalmente en el sector oriente de Santiago, y el Frente Unitario Democrático de Enseñanza Media (FUDEM), al que me incorporé un mes después de ese mitting en Alameda. Ambas emergieron empujadas por la rebeldía que recorrió todo Chile desde del miércoles 11 de mayo de 1983, cuando ocurrió la Primera Jornada de Protesta Nacional.

A esas alturas de junio de 1983, aún no tenía militancia política ni tampoco participaba en las organizaciones de estudiantes secundarios. Y era la primera protesta de liceanos en la que participaba. Llegue por casualidad, a tomar el bus para mi comuna de Maipú, de regreso del Insucodos de Avenida España, donde estudiaba. A diferencia de lo que comenzaría a pasar desde un año después, esa manifestación fue bastante simple: no implicó marchar por las Alamedas hacia el Ministerio de Educación, tampoco barricadas, rayados o lienzos. Sólo un lanzamiento de panfletos y consignas durante un fugaz lapso de tiempo.

Tuve la oportunidad de conversar con Rafael unos pocos meses después, en el marco de una huelga de hambre de estudiantes de la AEM que se desarrolló en el Centro de Pastoral Juvenil (CPJ) de los Sagrados Corazones, en Carrera casi esquina de la Alameda, espacio que contribuyó de forma muy significativa a esos primeros pasos de la reconstrucción del tejido social democrático en los liceos de Santiago.

Rafael había sido expulsado del Liceo de Aplicación a inicios de septiembre de 1983, cuando ya se cumplían 10 años de dictadura. Lo acusaron, junto a otro compañero, de “panfletero” y “manzana podrida”, que también eran palabrejas ocupadas por la autoridad en un vano intento de descalificar la opción democrática de los adolescentes de la época. Ese era el motivo de la huelga de hambre: protestar contra la expulsión.

En aquella conversación, me sorprendió constatar la profunda inspiración cristiana con la que Rafael fundamentaba su opción revolucionaria.

Unos pocos meses más tarde, en enero de 1984, conocí a su hermano Eduardo Vergara Toledo. Fue en el contexto de un “Cabildo Democrático” o una “Asamblea Popular” que se realizó en la sede del Sindicato de Good Year, en la Avenida Pajaritos casi llegando al Camino a Melipilla. La reunión era denominada de esas dos formas, dependiendo (se suponía) del nivel de radicalidad de quien la ocupara. Es decir, los más disponibles para el entendimiento con el centro político preferían referirse a un “cabildo”, en coherencia con el llamado que en este sentido había realizado la Alianza Democrática; para los más intransigentes el concepto “asamblea popular” era el más apropiado.

Uno de los principales articuladores de la iniciativa era Alejandro Olivares, un cuadro del MIR que había logrado organizar sindicalmente a los trabajadores del PEM y el POJH, formas que la dictadura había concebido para intentar encubrir los enormes niveles de cesantía de aquellos días. Olivares, quien vivía en la populosa zona de la Población El Vivero en Maipú, llegó a levantar la Federación de Sindicatos de Trabajadores Independientes. A fines de la dictadura, fue parte del Consejo Directivo Nacional de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT).

A esa reunión concurrió Eduardo Vergara en representación de la Coordinadora Maipú–Las Rejas, una coordinación de movimientos sociales principalmente de la Villa Francia, cuando ese territorio formaba parte de Maipú y todavía no se creaban las comunas de Cerrillos y Estación Central.

Una de las conclusiones del encuentro, fue la necesidad de crear una coordinadora de organizaciones sociales y populares en todo el gran territorio de Maipú. Así las cosas, se formó una mesa de trabajo para lograr esa nueva herramienta, la cual en los hechos quedó encabezada por Olivares y a la que se integró Eduardo Vergara.

Sin embargo, la iniciativa no prosperó: hubo interminables discusiones ideológicas sobre el contenido más o menos revolucionaria de la entidad a construir, lo que terminó paralizando este intento y finalmente lo terminaron diluyendo a la altura de marzo de 1984. A Eduardo le irritaban muchísimo aquellas discusiones… Lo escuché fustigar con apasionamiento y duras palabras el ideologismo que, dijo, paralizaba la acción.

Un año después de aquellos hechos, el viernes 29 de marzo de 1985, el imperio del odio arrancó las vidas de Rafael (18 años) y Eduardo Vergara Toledo (20 años). Una patrulla de Carabineros los asesinó en la Villa Robert Kennedy, en el sector de Las Rejas con Avenida 5 de Abril, cerca de la Villa Francia. Recuerdo haberme enterado en la noche, cuando un reporte de Televisión Nacional señaló con impudicia que “dos delincuentes fueron abatidos, luego de protagonizar un enfrentamiento con la policía”.

El hecho se insertó se insertó en el contexto de una sucesión de crímenes perpetrados por el Terrorismo de Estado. En la mañana del 29 de marzo, mientras recibía a estudiantes del Colegio Latinoamericano de Integración, el profesor Manuel Guerrero fue secuestrado con el sociólogo José Manuel Parada, por agentes del aparato represivo de Carabineros, el que se denominaba DICOMCAR. Guerrero era el presidente del Consejo Metropolitano de la Agrupación Gremial de Educadores de Chile (AGECH) y Parada trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad. Sus hijos Manuel y Javiera integraban el movimiento estudiantil secundario. Un poco antes había sido también detenido su compañero de militancia comunista, el publicista Santiago Nattino. Tras ser torturados, fueron asesinados por degollamiento y sus cuerpos abandonados en el camino a Quilicura el 30 de marzo.

La mañana del mismo 29 de marzo, la Central Nacional de Informaciones (CNI) asesinó a la estudiante secundaria Paulina Alejandra Aguirre Tobar, una militante de MIR que tenía 20 años. Fue acribillada en su casa, una cabaña de madera en el interior de una parcela en El Arrayán, en la comuna de Lo Barnechea. El hecho fue presentado pública y falsamente como el resultado de un enfrentamiento.

Había sido proclamado 1985 como “Año Internacional de la Juventud” por Naciones Unidas.

A los casos mencionados es menester agregar la muerte de un estudiante de Ingeniería de la Universidad de Chile, Patricio Manzano González de 21 años, el 8 de febrero, en el marco de una detención masiva de los participantes en Trabajos Voluntarios; el asesinato de Carlos Godoy Etchegoyen de 23 años, el 22 de febrero, luego de ser detenido cuando participaba en una escuela de formación de un sector del Partido Socialista en Quintero; y el estudiante de la Universidad de Santiago, Oscar Fuentes Fernández de 18 años, baleado por la espalda el 9 de abril cuando participaba en una manifestación pacífica frente al Liceo Amunátegui de Santiago.

Permanecerán para siempre en nuestra memoria.

Por Víctor Osorio Reyes. El autor es periodista y director ejecutivo de la Fundación Progresa.

Santiago, 29 de marzo 2020.

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