La novela de Chile: de la revolución al aislamiento distópico

A lo largo del último mes, todas y todos, por lo menos una vez, hemos tenido la sensación de estar habitando una narrativa de ciencia ficción. Los últimos meses han sido sumamente extraordinarios, no hay duda de aquello. Hasta hace poco la agenda nacional estaba marcada por la discusión sobre el proceso constituyente, pronosticando que el 2020 sería un año clave y complejo, tanto en el Parlamento como en la calle. La atención de todas las fuerzas políticas estaba puesta en el plebiscito de entrada, con el cual se abriría una discusión que determinaría gran parte del futuro de Chile. Con la fecha de los comicios encima, se problematizaban los contenidos y mensajes polémicos sobre los que se montaron las campañas de aceptación y rechazo. En este contexto, la psicósfera social chilena abundaba en empatía y optimismo, además de la virtuosa coordinación de unos objetivos de reivindicación y justicia. Por primera vez en mucho tiempo había resurgido la noción de pueblo, donde las personas, nosotros, nos sentimos dueños y promotores de nuestros propios destinos. El sol brillaba y, por fin, caminábamos libres por las grandes alamedas de nuestro país

El ambiente se había tensado a un punto en que cualquier tema se teñía ideológicamente de forma automática. Pero justamente cuando era impensable un giro de la agenda local, irrumpió en escena una emergencia de nivel planetario: la crisis mundial reventó justo en nuestras narices y en tres semanas ya no existe nada fuera de la pandemia causada por el COVID–19. De pronto y casi sin mediar aviso, todo el planeta se vio inmerso en una pesadilla sacada del cine distópico: las calles están vacías y buena parte de la población está confinada en sus hogares.

Entregando el control

En términos políticos, específicamente en lo que se refiere a la administración de la fuerza y la violencia orientada al control de la población, ha cambiado radicalmente el escenario. El gobierno se ha encontrado inesperadamente en un espacio de confort, pues cuenta con la inmejorable oportunidad de justificar y legitimar unas medidas de control que le han permitido regular todo el campo de acción de la vida privada, caldo de cultivo para el descontento. El empoderamiento desde el cual se exigía una serie de cambios estructurales en el modelo neoliberal radical que opera en Chile desde que en 1975 los “Chicago Boys” se hicieran del control de la economía chilena y desplegaran un plan de reformas económicas profundas que se extendió hasta 1981, ha derivado, gracias a la emergencia sanitaria, en una atmósfera generalizada de miedo e incertidumbre sobre el futuro de la sociedad y de la propia vida.

Como lo constató la investigadora y activista canadiense, Naomi Klein (1970), los desastres naturales, las guerras, crisis económicas y otros eventos incontrolables, son el pretexto perfecto para aplicar medidas radicales o polémicas, como la suspensión de libertades individuales y de derechos humanos fundamentales, que en otro momento serían rechazadas enérgicamente por la población. Esta herramienta política es conocida como “Terapia de Shock” y se sostiene en la certeza de que en contextos de crisis las personas están mucho más dispuestas a ser objeto de acciones coercitivas. En este sentido, según la autora, “el gran triunfo del neoliberalismo ha sido convencernos de que no hay alternativa”.

Para bien o para mal, el Estado vuelve a tener cierta legitimidad para llevar adelante acciones de disciplinamiento y tomar decisiones administrativas críticas casi sin cuestionamientos por parte de la oposición, presa también del “estado de shock”, donde aplica la noción acuñada por el filósofo italiano Giorgio Agamben (1942) de que “vivimos la normalización del estado de excepción”. Hasta el momento, el gobierno ha podido sortear con relativo éxito los desafíos que ha presentado la emergencia. Aquí es importante considerar un factor clave: la disposición de las personas que, ante el pánico y la incertidumbre, reaccionan confiando en la clase política y poniendo su destino en manos del Estado, capacitado, en teoría, para desplegar enormes planes de logística que eventualmente podrían contener la propagación de la enfermedad. Esto agrava las omisiones y la poca diligencia del gobierno, que no ha dado el ancho ante la tremenda responsabilidad que el país le ha confiado. Basta recordar que el jueves 27 de marzo, el científico a cargo de la proyección de la pandemia en Chile afirmó que el colapso del sistema de salud chileno es inevitable. Sin embargo, el Ejecutivo persiste en fingir optimismo, haciendo de los matinales de televisión su nueva casa de gobierno.

Realidad y Ficción

La sensación de que habitamos una película o una novela de ciencia ficción, es inevitable. Nuestros imaginarios están condicionados para ello. No estamos habituados a esta frenética serie de giros narrativos bruscos. Pareciera, de hecho, que somos presa de las pulsiones de un guionista insomne y sobreexcitado.

Atrás quedó ese Chile donde reinaba la tranquilidad, la confianza: la fe en un súper modelo donde podíamos planificar nuestras vidas en medianos y largos plazos. Hoy somos como el protagonista de 12 Monkeys (basada en la película de 1962, La Jetée) que viaja desde el futuro para investigar la propagación de un virus que casi acabó con la humanidad. En esta distopía vemos las ciudades vacías y gobernadas por animales salvajes, en imágenes muy parecidas a las que vimos en Tailandia y recientemente en Santiago.

Nuestras ciudades de confinamiento son como Orán, escenario de la novela La Peste (1947), de Camus, donde una situación de crisis similar a la nuestra saca a relucir lo más oscuro de nuestro género: egoísmo, irracionalidad e indiferencia hacia los otros, e instalando el pavor hacia el contacto físico.

El aislamiento no es solo una condición inevitable ante ciertas amenazas, es también una forma de reducir a los sujetos, a las personas a su mínima expresión de voluntad, cuestión que equivale a su controlabilidad. Esto, en particular, es lo que consideramos peligroso.

El aislamiento y el control sobre los cuerpos

Hemos entrado en la extraña normalidad del confinamiento y de las consecuentes limitaciones a nuestra libertad de movimiento. Esto, como decíamos, tiene consecuencias radicales en la psicósfera de nuestras ciudades. Experimentamos la suspensión de la vida cotidiana. Los que pueden, despliegan el teletrabajo, y los que no, la mayoría, pierde sus empleos o ve severamente diezmada su economía familiar.

Desde antes de la revolución industrial que las familias urbanas no pasaban periodos de tiempo tan prolongados sin dejar sus hogares, todos bajo el mismo techo desde la mañana a la noche.  Las dinámicas que aquí se producen, derivan muchas veces en la agudización de tensiones psicológicas. Algunas de las duras consecuencias del asilamiento prolongado son el insomnio, crisis de ansiedad, angustia, cuadros depresivos, irritabilidad o pesadillas. Estos síntomas derivan en su mayoría en el uso de drogas psiquiátricas y así en adelante.

Vivimos una extraña paradoja, donde amar al prójimo es evitarlo. En la misma línea, el filósofo esloveno, Slavoj Zizek (1949) se refiere al Coronavirus diciendo que “es difícil pasar por alto la suprema ironía del hecho de que lo que nos unió a todos y nos empujó a la solidaridad global se expresa a nivel de la vida cotidiana en órdenes estrictas de evitar los contactos cercanos con los demás, incluso de autoaislarnos”.

Nuestro gobierno, y en general gran parte de los gobiernos del mundo, le han otorgado la responsabilidad de la contención del virus a las personas, tiñendo la pandemia de una impronta moral, cuando en realidad las estrategias exitosas para luchar contra ella han pasado por la anticipación en la aplicación de medidas, la prolijidad del aparato comunicacional y la sobriedad en cuanto a la autoreferencialidad política.

¿Qué vislumbramos en este nuevo horizonte y cómo podemos enfrentarlo?

La obnubilación que produce el miedo no debe dejarnos congelados. Debemos recuperar esa energía que nos llevó hasta el punto de programar un proceso constituyente que poco tiempo atrás resultaba impensable, incluso utópico. Hoy esa misma energía debe ser canalizada para construir espacios solidarios, que se forjen desde nuestras familias, junto al comercio local y los pequeños productores, con nuestros amigos y colegas.

Confiamos en el hecho de que lo que llamamos estallido social no fue el resultado de una serie de hechos inconexos y afortunados, ni tampoco fue consecuencia de algún diseño de ingeniería social salido de los servicios de inteligencia de alguna fantasía socialista. El proceso histórico que ha interrumpido el COVID–19 tiene razones de fondo y estructurales, que se manifiestan en el descontento popular.  Esto no será desplazado ni olvidado por la emergencia sanitaria.

Este escenario impensable debe servir para replantearnos nuestro campo de acción y la estrategia desde el espacio privado, para después retornar revitalizados al espacio público. Mientras, invitamos a todas y todos a fortalecer la prevención y asumir con esmero y cariño las tareas de cuidado que nos garantizarán la salud mental y resguardarán nuestras vidas y las de nuestros seres amados.

EL virus pasará, pero las causas del estallido social seguirán estando vigentes. El proceso histórico que abordamos el 2019 tendrá su primer hito clave en el plebiscito de entrada que nos convocará en las urnas en octubre. Ahí estaremos, con la misma energía y convencimiento que hemos tenido y tendremos durante todo el camino.

Marcelo Cárdenas A. El autor es Licenciado en Ciencias de la comunicación y © Magíster en Ciencia Política y Pensamiento Contemporáneo. Es vicepresidente nacional del Partido Progresista de Chile.

Santiago, 31 de marzo 2020.

Crónica Digital.

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