Serie Black Mirror: los grandes emporios controladores de la lógica del algoritmo

La serie británica Black Mirror resulta uno de los exponentes audiovisuales más inquietantes de la historia próxima en torno a los vasos comunicantes entre alienación social y desarrollo tecnológico incontrolado y mal empleado.

El presente o el futuro posibles configurados en varios de los episodios apuntan a conectar la idea de un escenario más tecnologizado cual blanco de interacción (sobre todo, virtual) de seres humanos a merced total de los grandes emporios controladores de la lógica del algoritmo.

La señal de conflicto surge, entonces, de la propia naturaleza de la especie, socavada ante todo en su dimensión moral, frente a un nuevo orden de cosas que apretuja sus pulsiones e identidad bajo el designio de una máquina que comenzó estudiándola para a la larga no terminar superándola sino reduciéndola a una criatura dependiente, aquiescente y en cierto modo inútil. Dócil, entre otras cosas, a la emisión cotidiana de la espectacularización del sufrimiento de sus propios congéneres.

Lo peculiar del relato telefictivo estrenado en 2011 radica en su capacidad para reflejar lo anterior desde el postulado de que esas u otras realidades ¿distópicas, premonitorias? no necesariamente habrían de localizarse en las coordenadas del mañana, pues, antes bien, pueden focalizarse ya principalmente, desde hace tiempo incluso, en el tan difuso como caótico tejido de las sociedades occidentales contemporáneas: esas sobre las cuales existe aquí una clara proyección crítica.

No en balde el creador es el humorista, guionista, columnista y crítico televisivo, Charlie Brooker, autor también de la recomendable serie Dead Set (2008), refocilante impugnación a la telerrealidad desde el aparente formato de una historia de zombies. Ahora el además escritor del documental “Cómo la televisión arruinó tu vida” se apertrecha tras su nueva apuesta catódica para irle de frente a todos los molinos que parecen quitarle el sueño.

Y eso se aprecia desde “El Himno Nacional”, el mismísimo piloto de Black Mirror, capítulo constituyente de un lúcido análisis sobre los mecanismos, dinámicas y poder de los medios de comunicación en la actual fase del capitalismo y la era del teléfono inteligente y las plataformas sociales. Episodio este en el cual Brooker, amén de barruntar en torno hacia dónde vamos y en qué nos estamos convirtiendo en tanto sujetos receptores y actores del hecho comunicativo, derrama el vitriolo, el sarcasmo y la causticidad que recorren –a intervalos, porque el material se dispersa tonalmente en diferentes episodios de sus cinco temporadas–, el ADN de la serie.

En la pluralidad de conceptos manejados en este discurso televisivo son recurrentes, asimismo, tanto la progresiva erosión de las libertades del ciudadano occidental de la actualidad –aludido fundamentalmente en el decurso de la trama–, como la soledad y la carencia afectiva de personas que no parecen estar dispuestas del todo en el plano emocional, o sí, a seguirle la carrera al avance del nuevo planeta digital.

En tanto episodios unitarios, con personajes e historias propios, se trata de una serie que, en buena medida, depende de la consistencia y estabilidad cualitativa de los guiones, lo cual no ocurre siempre. Este es el mal de fondo de un material cuyo visionado puede arrojarte la conclusión de que acabaste de ver un capítulo que es casi una obra de arte en su género (Tu historia completa, Ahora mismo vuelvo, San Junipero) y otro que resulta tautológico, cansino, inerte, superficial (Black Museum, Cabeza de metal, La ciencia de matar). A esto se suma que a algunos episodios nos les sienta demasiado bien ni el cinismo ni el pesimismo quizá extralimitados que coartan las potenciales claraboyas redentoras de la teleserie, ya vista desde la perspectiva general de sus cinco temporadas.

Pero incluso sumida en tales socavones, vale la pena ver Black Mirror: por sus destellos de genialidad, por su forma de retratar un momento de la historia social que es un período de transformaciones de diversa índole, por su manera de contar relatos que marcaron una influencia notable en muchos trabajos posteriores del cine y la televisión, por la maestría en la generación de suspenso a partir del trabajo con la dosificación informativa/puntos de vista de la narración/giros/resoluciones. Desde el plano técnico, a la serie la asiste, casi de principio a fin, un donaire visual que llega a identificarla. Y su diseño de producción raya la exquisitez.

Es una serie sobre la cual se ha impartido seminarios, cursos e incluso han sido escrito libros. En Sociedad pantalla: Black Mirror y la tecnodependencia, el filósofo, escritor y profesor argentino Esteban Ierardo aborda los temas que gravitan en la agenda de esta teleficción: “el lugar preponderante de los talent show en la sociedad actual, la experimentación con la mente humana, la televisación del castigo como entretenimiento, el espectáculo como centro de la política, la vigilancia informática, las redes sociales en tanto espacio para la expresión del odio y la impunidad del anonimato virtual, entre otros”.

Con puesto fijo en las listas de series imprescindibles, venerada por muchos, tratada a distancia por otros y hasta objeto de ridiculización por algunos pocos, Black Mirror, más allá de su irregularidad en tanto producto final y de que podamos compartir o no la lectura de su creador sobre este tiempo de cambio en la humanidad, representa una pieza que precisa verse (e interpretarse desde la perspectiva individual de cada receptor). La oportunidad de hacerlo la brinda ahora la televisión cubana; aprovechémosla.

Por Julio Martínez Molina. El autor es periodista de Granma.

La Habana, 21 de abril 2020.

Crónica Digital.

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