Por Luis Cifuentes Seves: Filo con la Sofía

Debido a la influencia de mi padre, desde mi infancia desarrollé un interés en lo humano y en lo social. Así fue como, apenas ingresé a la universidad, participé en política y mi experiencia cotidiana me condujo a reflexiones en el ámbito filosófico. En las Juventudes Comunistas (“una escuela de liderazgo temprano gratuita del país”, como la definió hace poco un analista) adquirí una muy buena, rigurosa y apasionada formación en filosofía y política marxista. Ver:

https://www.cronicadigital.cl/2020/06/20/por-luis-cifuentes-seves-la-jota-zygmunt-bauman-y-unos-viejos-porfiados/

Después del Golpe del 73, me concentré en los críticos del socialismo leninista, a objeto de encontrar respuestas propias al gran desastre sucedido en Chile. Empero, casi todos esos aportes eran referidos al período 1917-1970, es decir, no tocaban la problemática filosófica vigente en la década de los 70. De esta manera, en los años 80 llegué, en solitario, a una formulación de la teoría de lo que llamé “policefalismo”. Contaré este proceso, de lo político a lo filosófico, paso a paso.

En el ámbito de la izquierda, y en particular, del movimiento comunista, había un centro evidente, un polo de poder e influencia representado por la Unión Soviética y luego reforzado por el campo socialista surgido después de la segunda guerra. El polo soviético, fuertemente asociado al movimiento comunista internacional, era una realidad masiva, ubicua y diaria. Yo sabía, por ejemplo, que, si en mi condición de militante de la Jota llegaba a cualquier ciudad chilena de alguna trascendencia, iba a poder encontrar allí un local que albergaba al comité regional del PC y de la Jota, donde iba a haber personas con quienes yo compartía una visión del mundo, convicciones políticas y orgánicas, terminología, principios tácitos de ética y estética y en quienes iba a encontrar una disposición a ayudarme si así lo requería. Pero este fenómeno era mucho mayor que lo descrito: si viajaba a otros países, me encontraba con realidades similares.

Tuve una contundente demostración en 1971 cuando debí hacer escala en la Unión Soviética con ocasión de una conferencia de la Unión Internacional de Estudiantes, UIE (que tuvo lugar en Adén, Yemen del Sur) a la que se me designó delegado. Se me avisó con pocos días de anticipación y, sabiendo que necesitaba visa, me dirigí a la Embajada Soviética en Berlín, dado que me encontraba haciendo un posgrado en Dresden, República Democrática Alemana (RDA).

Al llegar a la sede diplomática me dijeron que la visa se demoraba 15 días en salir. Empero, yo necesitaba viajar a Moscú al día siguiente. Conversé el tema con la funcionaria que atendía el mesón hasta que un joven con mucha cara de ruso se dirigió a mí. Me preguntó cuál era el problema. Nos alejamos del lugar de atención y se lo expliqué en detalle, presentándome como militante del PC de Chile, cosa que, en estricto rigor, era falsa, dado que militaba en la Jota. El joven tomó mi pasaporte, desapareció y a los cinco minutos volvió con el documento visado. Me lo entregó con una sonrisa como diciéndome: “Para usted, camarada, no corren los 15 días”. Sentí que vivía una gran confirmación: la gigantesca máquina sovieto-céntrica funcionaba y yo era un micro tornillo en su estructura global.

Haré algunos recuerdos de la conferencia de la UIE en Adén. El tema central era el analfabetismo y como superarlo. Cada delegado debía presentar un informe de no más de diez minutos en inglés acerca de la experiencia de su país y yo hablé de la política que al respecto estaba implementando el gobierno de Allende. Se entregaba el informe por escrito antes de la intervención oral. Había traducción simultánea por auriculares, por lo que me sorprendió que, al intervenir yo, la mayoría de los delegados recibió mi texto por escrito y traducido a sus idiomas. Esto me reveló que los organizadores tenían gran interés en que se conociera la experiencia chilena. Sólo pude reconocer que la influencia soviética en la UIE era muy marcada.

Pero eso no fue todo. Al día siguiente fui invitado a ser entrevistado en el canal nacional de TV sudyemenita. El proceso fue un tanto complejo, ya que el entrevistador preguntaba en árabe, un vicepresidente de la UIE (es decir, un hombre muy político) traducía al inglés, yo respondía en inglés y el intérprete traducía al árabe. La entrevista duró tres horas, cosa que creo, ningún canal chileno habría hecho con un dirigente estudiantil extranjero, y me pasearon por un amplio rango de temas relacionados con Chile, su gobierno popular y política latino americana. Para mí fue una prueba de fuego. Una consecuencia práctica de que el canal nacional era el único que había, se manifestó a la mañana siguiente, cuando una joven ejecutiva del hotel me pidió un autógrafo. Creo que la única vez que otras damas hicieron lo mismo fue cuando, con un conjunto folklórico chileno, actuamos en una ciudad alemana y nos confundieron con Quilapayún.

Pero estábamos a comienzos de los años 70 y el socialismo leninista aún se desenvolvía en su enigmática normalidad. Viviendo en la RDA, un estudiante extranjero no veía corrupción, pero sí podía observar muy buenos y gratuitos sistemas de salud y educación, pleno empleo, pensiones financiadas por el Estado, vivienda barata y algo que nunca he visto adecuadamente discutido: el singular significado del dinero en el socialismo.

En la RDA, a diferencia de Chile, una persona podía vivir bien con poca plata, ya que, por ejemplo, la alimentación en universidades, fábricas y otras instituciones era muy barata, la locomoción también, lo mismo que la ropa de uso corriente. Sin embargo, si alguien tenía una fortuna le costaba mucho gastarla, puesto que no podía, por ejemplo, comprar una casa, y si quería adquirir un auto, debía demostrar ante el Estado que lo necesitaba para fines de interés social y que sus merecimientos eran mayores que los de otros ciudadanos, debido a que la lista de postulantes era larga. Luego, las diferencias entre capitalismo y socialismo en este ámbito eran profundas.

Esta situación no permanecería así por mucho tiempo. Hacia fines de los 70, debido a decisiones tomadas por el Estado socialista, comenzó a circular cada vez más la moneda occidental (dólares en la URSS, marcos occidentales en la RDA), creando todo tipo de instancias de corrupción, con lo que se hicieron obvios los privilegios y desigualdad, creciendo la desilusión e indignación de muchos ciudadanos. Un “estallido social” (al decir chileno de octubre de 2019) se veía venir. La multitudinaria estampida hacia occidente que se produjo apenas fue posible cruzar las fronteras prohibidas da cuenta de esa situación.

Por cierto, estas observaciones no explican por sí solas el colapso del socialismo. Hubo razones más profundas y en un despiadado marco geopolítico. Lenin había dicho, durante la campaña de electrificación de la URSS, que él mismo encabezó a comienzos de los años 20 (“el comunismo es el poder soviético más la electrificación”), que el socialismo derrotaría al capitalismo en el terreno de la productividad. Lo hizo apostando a que el grado de conciencia social y política de los trabajadores soviéticos los conduciría a un mayor y mejor desempeño laboral (lo que se conoció como ‘estajanovismo’). Pues se equivocó. Fue precisamente en ese campo donde el socialismo perdió el envite con el imperialismo.

A pesar de que Stalin acudió al método de acumulación utilizado por todos los grandes imperios –el trabajo esclavo, en este caso en el GULAG (red estatal de campos correccionales)-, ello no fue suficiente para desarrollar la economía soviética y reconstruir el vasto país después de la Segunda Guerra Mundial. El extremo autoritarismo, la burocracia y las metas de producción inconsultas hicieron que la calidad de lo producido fuera paupérrima. El gigantesco gasto militar que permitía al campo socialista preservar la política MAD (mutually assured destruction = destrucción mutua asegurada en caso de guerra nuclear), se hizo crecientemente insostenible, mientras el nivel de vida de sus ciudadanos era cada vez más insatisfactorio.

Mis lecturas de los críticos del socialismo leninista, y especialmente de aquellos autores reunidos en torno a la revista Survey (Lacqueur, Labedz et al.), que leí con dedicación durante mis años de doctorando en Manchester, me habían hecho aceptar la posibilidad del eventual colapso del sistema, con una secuela de consecuencias cataclísmicas, tales como el desmembramiento de la URSS o la sangrienta tragedia que aquejaría a Yugoslavia. La desaparición del polo soviético y del campo socialista podía causar el advenimiento de un mundo unipolar, con los EE. UU. y sus aliados imperialistas (Gran Bretaña, Francia y otros) dominando el planeta a voluntad.

Pero mi atención se concentraba entonces en las posibles consecuencias para la izquierda mundial. De esta manera, llegué a la conclusión de que, a la posible desaparición de la URSS, seguiría el surgimiento de varios o muchos centros de pensamiento e influencia, cada uno proveniente de entidades intelectuales con base en naciones, etnias o mitos compartidos. Estos centros reescribirían su historia, incluyendo las inevitables falsedades y auto justificaciones. A esta nueva situación llamé policefalismo: lo que hasta entonces habíamos entendido como la izquierda a nivel mundial, con un polo dominante, tendría ahora múltiples cabezas. Debido a mi experiencia política previa, puse el acento en lo orgánico y en lo programático.

En cuanto a lo orgánico, adelantándome a Gilder (2002), Katz (1997), Schwartz y Leyden (1997), vi con optimismo el posible colapso de las estructuras piramidales con mando vertical (conocido en el movimiento comunista como “centralismo democrático”), proceso que, años después, estos autores analizarían con mayor amplitud, profundidad y proyección.

En cuanto a lo programático, sin haber leído a Lyotard (1979), enuncié mi propia versión del reemplazo de los grandes relatos, que pretendían explicar toda la historia de la humanidad, en favor de relatos menos ambiciosos, enfocados en realidades locales y transitorias teniendo como objetivo no la obtención de telúricos procesos revolucionarios, sino de mejoramientos graduales y sucesivos de las sociedades humanas.

Pero esto ya había sido desarrollado por Lyotard en su visión de las narrativas. Las metanarrativas fueron definidas como grandes teorías sobre el mundo: el progreso de la historia, la cognoscibilidad de todo por la ciencia y la posibilidad de una libertad absoluta. Las micronarrativas, como pequeños sistemas eclécticos en los que habrían de diluirse todas las utopías del siglo XX. En la condición posmoderna, las metanarrativas son reemplazadas por las micronarrativas.

Así fue como planteé mi teoría del policefalismo, lo orgánico y lo programático, a mucha gente durante varios años, tanto en Gran Bretaña como en Chile. Amigos siempre dispuestos a escucharme (recuerdo con especial afecto a Inti-Illimani) recomendaron publicar o exponer ante especialistas. Decidí hacer lo segundo. Participé en dos mesas redondas académicas y en ambas alguien mencionó a Lyotard. Fue un gran descubrimiento.

Reparé entonces en que el mundo no necesitaba una teoría del policefalismo cuando el autor galo ya había publicado su análisis de las narrativas, con fuerte anclaje en la filosofía, la sociología, la lingüística, la psicología y el arte. Hay que leer sus voladas acerca de Cézanne y Kandinsky. Magistrales. Debo confesar que, poco antes, yo había iniciado un intento por anclar mis ideas en la música popular y la literatura de América Latina. Así, mis lecturas de Lyotard ocurrieron con tardanza. Sentí que, sin conocer su obra, había reproducido una parte menor de sus razonamientos, lo que quizás hizo de mi esfuerzo un ejercicio modestamente meritorio, pero terminalmente redundante en el marco del pensamiento contemporáneo. En consecuencia, y a pesar de tener muchas páginas escritas, nunca publiqué mis reflexiones.

En algún momento jugué con la idea de basar mi crítica de las metanarrativas en la obra del pintor alemán Anselm Kiefer, que en un primer encuentro (The Art Institute, Chicago) me provocó una mezcla de asombro, sobrecogimiento, liberación y horror. El artista expresa la extrema complejidad y brutales contrastes de la historia, la cultura y la sociedad alemanas por medio de una estética envolvente e impactante. Esta idea pasó a formar parte de una larga lista de cosas por hacer, demasiado extensa para ser cumplida.

Cavilé mucho acerca de si contar o no esta aventura filosófica y terminé por decidir que era mejor hacerlo que guardármela. Como alguien me susurró, debía decirlo antes de que fuera demasiado tarde.

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Nota: No incluí a China ni Cuba en mi análisis porque hacerlo no habría alterado el resultado final.

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Expreso mi reconocimiento a la Dra. Gricelda Figueroa Irarrázabal por cruciales comentarios acerca del manuscrito.

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Por (Dr.) Luis Cifuentes Seves
Profesor Titular Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas
Universidad de Chile

Santiago de Chile, 17 de septiembre 2020
Crónica Digital

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