En el Refugio de la Casa del Escritor me aborda un joven veinteañero que trae consigo una voluminosa carpeta. -Don Edmundo, disculpe… me dijeron que usted puede ayudarme con algún contacto editorial para publicar mi primer libro de poemas. (Soy quizá yo mismo que pregunto, hace treinta y nueve años, con la ilusión viva de publicar mi Ciudad Crepuscular). -Primero, omite el don, porque aquí vale la democracia del trato directo. Segundo, esos contactos a que aludes son inexistentes. No hay editoriales que publiquen poesía, salvo si se trata de consagrados, como Nicanor Parra, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Teillier o Gonzalo Rojas. El joven poeta se muestra confundido y algo azorado. -Y entonces, ¿cómo hago para publicar? -La única opción, que yo sepa, es financiar por ti mismo la publicación. -¿Y eso es muy caro? -Trescientos ejemplares te costarán un millón doscientos mil pesos; te pedirán seiscientos mil anticipados y el resto cuando te entreguen tus libros. -Pero eso es mucha plata… -Mucha, casi toda para un poeta. -Pero me dijeron que había fondos concursables. -Sí, pero tan accesibles como jugar un boleto de lotería. Invito al bisoño vate a una cerveza. Me acepta un té, porque no bebe alcohol… (Así, no llegará a ninguna parte, pienso, pero no digo nada; los veganos son más susceptibles que cualquier pendolista). Este proceso lo viví varias veces, agudizando periódicos y latentes conflictos conyugales. Claro, publicar libros, cuando la despensa está escuálida, es grave irresponsabilidad, amén de un desatino social que, tarde o temprano, te pasará la cuenta. Los números son implacables, como afirmaba el poeta Pessoa, desde su buhardilla de contable en la Rúa dos Douradores, corazón de Lisboa… (Debo sí, reconocer el apoyo fraternal de parientes y amigos cercanos que alentaron en mí la persistente ilusión y, en ocasiones, la hicieron realidad). Hasta el tercer libro, uno esperaba que ocurriera algo extraordinario, comentarios favorables, una crítica encomiástica en el suplemento dominical de El Mercurio. Después, la esperanza se diluía como los sueños que se miran tras la copa de vino y la conformidad se desposaba en el simple y duradero sacramento del disfrute íntimo de las palabras. Y no es poco, créanme, jóvenes poetas ilusos, porque viene siendo el único galardón del oficio. Me acercaba a las librerías, ofreciendo mis ejemplares en consignación. Las condiciones eran las mismas: yo fijaba un precio neto (sin el fatídico IVA); sobre ese valor, la casa libresca descontaba un cincuenta por ciento, la mitad del producto de tu creación, liquidable un mes después de producida la venta. -¿Le dejo diez libros? -No, déjeme dos y vuelva en quince días. Nunca volví ni tuve en mis manos liquidación alguna por participaciones. Tampoco he recibido en Chile, de dieciséis libros publicados, un solo peso como derecho de autor. Los únicos réditos de mi escritura han provenido de mis publicaciones en Galicia, por los cinco libros allá editados y merced a siete centenares de crónicas aparecidas en la dulce y áspera patria de Rosalía de Castro. (En […]