Una alta pena por el que el Tribunal Oral en lo Penal de Coyhaique condenó a un total de 26 años de cárcel a Mauricio Ortega, por el femicidio frustrado y lesiones graves gravísimas contra Nabila Rifo, termina con un sufrimiento silencioso, poniendo término a una sensación de injusticia e impunidad en la comunidad. Sin embargo esta respuesta del sistema no proporciona un tratamiento integral y más humano para las víctimas de este flagelo de la violencia doméstica. Una mirada a nuestra realidad social nos alerta sobre la alta conflictividad a la que se enfrenta la familia y las relaciones de género, en uno de los aspectos relacionales más complejos de nuestra humanidad, la vinculación personal como social entre hombres y mujeres, frente a lo que encontramos escasas y univocas respuestas del Derecho, en relación a sus capacidades regulativas, que considera irrelevantes los íntimos aspectos parento filiales de estos conflictos, limitándose a ofrecerles un tratamiento proteccional, mediante un rol paternalista y asistencialista del Estado, quién trata a la víctima cómo objeto de derecho, sin autoridad para proponer soluciones que la restauren y reparen el daño que ha sufrido. Una muestra de lo anterior es la discusión y duda que se planteó, respecto a si la víctima debía declarar en juicio frente a la prensa, exposición que le permitió mostrar ante todo Chile su empoderamiento y capacidad de autodeterminación, ofreciendo nuevas alternativas de enfrentar este flagelo a otras víctimas de violencia. Por otra parte, su necesidad al inicio de no reconocer como su victimario a Mauricio Ortega único condenado por la brutal agresión, que tuvo como resultado la perdida de sus ojos, y que la tuvo varias semanas al borde de la muerte, da cuenta de la necesidad de desarrollar procesos de contención y acogida a las víctimas, inclusos mecanismos colaborativos de regulación de estos conflictos con las familias y comunidad cercana de la víctima y victimario, en virtud de su naturaleza sistémica de estos casos y el tipo de relaciones que están en juego, abordándolos en su fase crítica, dando respuestas cercanas al quiebre violento, con soluciones restaurativas que se responsabilicen por el daño y lo reparen, evitado los costos materiales, morales y psicológicos, de la solución rápida, maquinal y tardía que ofrecen los procesos litigiosos. Por Isabel González Académica de la Facultad de Derecho, U.Central Santiago de Chile, 5 de mayo 2017 Crónica Digital
U.Central
La muerte del director del diario El Mercurio ha generado diversas reacciones en el mundo político, empresarial y social. Resulta incorrecto desde esta tribuna elaborar un juicio al fallecido señor, toda vez que, al menos en mi experiencia, no lo he conocido. Tampoco podré hablar de lo que tristemente generó su accionar como director de un diario de circulación nacional en un periodo, por decir lo menos, oscuro de nuestra historia republicana. Sin embargo, sería prudente reflexionar sobre la forma de comprender el sentido profundo de la búsqueda de la verdad, las construcciones de argucias para desviar la atención y las innegables miradas que producen elementales fantasías en las personas. Al respecto, la búsqueda en ese sentido implica destrabar los miopes análisis que suelen hacerse cuando las situaciones salen de nuestra zona de seguridad (confort). Es éste el llamado que le hacemos a jóvenes en proceso de formación: “descubran qué nos tiene que mostrar la vida”; “confronten sus miedos y busquen allí el refugio de la esperanza”. Éstas son las palabras que algunos educadores repetimos constantemente a fin de producir en nuestra juventud el ansiado cambio social que nos pertenece como especie. Agustín Edwards probablemente pasará a la historia (al igual que muchos) como un hombre que manejó a miles de compatriotas que, en su búsqueda de libertad, caminaron por un sendero de esperanza. Pasará a la historia como un hombre que colaboró en el desvío de las informaciones a fin de crear un país y realidad fantasiosa. La historia ha ido demostrando que efectivamente la cuestión social, política y económica vivida en ese sombrío tiempo era diferente de cómo se creyó. Pero eso no es todo. Hemos visto palabras y lecturas llenas de odio, resentimiento y violencia hacia la muerte de un ser humano; una persona que, más allá de sus convicciones, ha sido influido por un conjuro de poder que lo instaló en un espacio de doctrina. Llenando nuestra sociedad de Mercurio, un compuesto tóxico y mortal cuyas emisiones a la atmósfera contaminan todos los ecosistemas. El dolor de algunos resulta complejo comprenderlo como justificación de la violencia. Podrá argumentarse lo mismo de Jesucristo, Nelson Mandela, Salvador Allende o tantos más. La muerte (y consecuente reparación personal de la misma) resulta compleja de dilucidar y comprender. Nuestra juventud tiene en sus manos la hermosa posibilidad de recambiar estas doctrinas autoritarias y totalitarias, en sus manos habita sin dudar el germen de toda transformación y es, desde esta tribuna, necesario dotarlos de las valientes herramientas que posibiliten su emancipación, sus miradas que les otorguen libertad, responsabilidad y visión de futuro. La muerte de A. Edwards quedará como siempre para el debate de los dinosaurios. Para nuestros jóvenes, por el contrario, una posibilidad de ‘mover el timón’ de nuestra sociedad, esta vez con afecto, colaboración y respeto; una cuestión que el Dr. Humberto Maturana viene hablando hace muchos años y que algunos educadores desde el mundo universitario creemos como la única herramienta de salvación para nuestro país. Recuerde usted que […]