Luis Cifuentes Seves* Una entrevista al filósofo y académico chileno Pablo Oyarzún publicada en El Desconcierto (12 de noviembre 2022) acerca de los “drásticos giros de la política” me motivó a las reflexiones que aquí comparto. Por cierto, Pablo no es un recién llegado a la filosofía ni a la academia ni a la política. Lo conocí con ocasión del Encuentro Universitario, una suerte de congreso de la Universidad de Chile, que tuvo lugar en enero de 1998. Tuve el honor de participar en calidad de uno de siete delegados académicos de mi facultad (Ciencias Físicas y Matemáticas) elegidos por nuestros pares. En aquel foro, en que confluyeron representantes de los tres estamentos y de todas las facultades e institutos de la U, Pablo se destacó como el hombre que aterrizó el más que multitemático debate hacia propuestas claras y concisas que contribuyeran a redactar un nuevo estatuto orgánico que sería sometido a consideración de toda la comunidad antes de ser propuesto al gobierno de la nación. Las universidades estatales chilenas vivían momentos difíciles en términos presupuestarios y también debido a la competencia de numerosas universidades privadas que no tenían que vencer las muchas limitaciones legales que afectaban a las úes fiscales. A nivel global, el paradigma universitario decimonónico estaba en crisis, pero los libros de Willy Thayer (1996) y Bill Readings (1997), que anunciaban la pérdida terminal de sentido de la universidad, habían sido publicados muy recientemente como para influir de manera gravitante en los debates del Encuentro. Aquellos que empujábamos hacia el mismo lado que Pablo, reconociendo explícita o tácitamente su liderazgo, considerábamos, con una dosis de ingenuidad, que la universidad era “nuestra última mejor esperanza para una existencia transfigurada” (Shiels, 1988). Durante las discusiones, tanto en comisiones como en plenarios, se recordó la larga historia de la universidad, nacida con el nombre de tal en Europa en el siglo XI, aunque contando con precedentes que se remontaban a la cultura sumeria, 24 siglos a. C. La primera universidad perdurable fue la de Bolonia, con lo que parecía validarse al menos parte del dicho “todo lo trascendente lo inventan los italianos, lo piensan los alemanes, lo popularizan los ingleses y lo hacen los franceses”.  Ante este extremo eurocentrismo, yo tiendo a pensar que lo trascendente lo han inventado los chinos, lo han hecho los mongoles, lo han sufrido los rusos y lo han arruinado los turcos; pensamiento centrado en Asia, en consonancia con la geopolítica del presente, que considera que quien controla el centro de ese continente controla el mundo.  En la actualidad hay dos candidatos a mammasantíssima globales: los EE. UU. y China, pero antes que uno de ellos se imponga podríamos llegar a la profecía de Kubrick (1964) en la que todo termina con Vera Lynn cantando “We’ll meet again / don´t know where / don´t know when…” mientras el planeta se vaporiza en una orgía de hongos termonucleares. Aquí y allá, el entrevistador (Claudio Pizarro) deja caer nombres, pero Pablo no agarra papa; sólo reacciona […]

Por Luis Cifuentes Seves El título de este artículo se refiere a una calle de Santiago y no al personaje que le dio nombre, así es que cuando decidí escribir estos recuerdos, quise de inmediato establecer quién fue Cox. Para mi gran sorpresa me enteré de que no fue cura ni milico ni político, que acaparan la gran mayoría de los nombres de calles en Chile, sino un médico de origen británico, de importante presencia en el desarrollo de la medicina universitaria chilena en el siglo XIX. Las Tejas y la Literatura En calle Nataniel Cox, a pocas cuadras de La Moneda, existió por muchos años (he escuchado que desde 1942) el restaurante Las Tejas y entiendo que una reencarnación sobrevive en calle San Diego. La especialidad era chicha y chancho. Su característica más pintoresca consistía en que en la parte trasera del amplio comedor había un espacio que contenía un imponente tonel de chicha. De allí se sacaban los jarros que iban a satisfacer la sed de los comensales, pero también había un consumo alternativo: era posible tomar chicha “por chupada”. Para ello, el cliente cogía una manguera de goma de diámetro reducido (tal vez un centímetro) que estaba conectada al tonel y, con una profunda succión, trataba de beber tanto como le fuera posible. Por cierto, había un funcionario que cumplía el rol de lo que en inglés se llamaría un adjudicator, que determinaba cuándo se estaba iniciando una segunda succión y cortaba el flujo de chicha por medio de un dispositivo metálico. Había reclamos, pero la sentencia del adjudicator era inapelable. Entre chupada y chupada, el extremo de la manguera se mantenía sumergido en un jarro de chicha en el suelo, de modo que el alcohol daba cuenta de los variados bichos provenientes de una multitud de bocas masculinas y femeninas; algunas damas le hacían asco al procedimiento. La carta no era muy extensa: pernil y arrollado (al plato o en sándwich), costillar, papas cocidas y una simple ensalada chilena son todo lo que recuerdo, aunque había una mayor variedad de bebestibles. Hoy se lo llamaría un restobar. En cierta ocasión, después del lanzamiento de un libro de Poli Délano en la Sociedad de Escritores (Simpson 7), un grupo de literatos de variadas edades y algunos aprendices imberbes e intrusos, entre los que me encontraba yo, decidió rematar la velada en Las Tejas. Llegando, hicimos la cola de la chupada, porque había que pasar por la experiencia al menos una vez en la vida y luego tomamos asiento. Acostumbrado a ser el centro de la atención, a la hora de ordenar, Poli pidió “un sándwich de arroz”. Como lo leen. Por supuesto, no estaba en la carta y, me temo, nunca estuvo en ninguna carta, al menos en Chile. El garzón le dijo que no lo tenían y Poli, fingiendo indignación, exigió hablar con el dueño. Se acercó un caballero muy serio que, se notaba, imponía respeto en su personal. Escuchó al autor con atención y luego […]

Inventando el Aleph Hay personas a quienes se puede aplicar la expresión gringa “larger than life” (más grandes que la vida). Óscar Castro Ramírez, “el Cuervo”, fue una de ellas. Su leyenda, mezcla de talento, carisma, logros, anécdotas, tragedias, malentendidos, pelambres e inventos, lo sobrevivirá por mucho tiempo. El haber sido distinguido como miembro del Pen Club francés, Caballero de las Artes y las Letras y Caballero de la Legión de Honor, lo colocan derechamente entre los miembros más ilustres de su generación, vale decir, de la cohorte chilena que llegó a la mayoría de edad alrededor de 1970. Lo conocí de lejos en el Instituto Nacional en la primera mitad de los 60 y entró en mi vida (sin que yo entrara en la suya) a partir de 1966, cuando yo ya estaba en la universidad y él en el último año de la secundaria. Al Cuervo se le ocurrió formar un grupo de teatro e invitó, entre otros, a mi hermano Alfredo, que se convirtió así en cofundador del Aleph. Enganché desde un principio con su estilo: la creación colectiva, basada en irreverencia, improvisación y grandes dosis de ingenio. Asistí a todas sus obras, especialmente en el teatro de calle Lastarria, reí a carcajadas y disfruté los vinos con naranja con que agasajaban a sus seguidores en cada función (la sopa fue una creación del Aleph de Francia). Recuerdo, en particular, una escena de “Grufftufss”, en que mi hermano, en el rol del Malvado Gordofredo, cae atravesado por la espada de su adversario, el héroe vikingo Kuchenstrudel. Sus últimas palabras son: “¿Qué motivo tuvo? ¿Qué motuvo tivo? ¡Qué manso tubo que tengo metivo!” Hubo anécdotas de las que no fui testigo, pero que, por repetidas, puedo visualizar sin ningún problema: el trabajoso transporte de una cama con dosel por las estrechas y adoquinadas callejuelas de la Ciudad Vieja de Ginebra; el embarazoso episodio en que se apagaron las luces del lujoso comedor del Hotel Habana Libre en la capital cubana y una troupe de garzones se dirigió a la mesa del Aleph llevando una gigantesca tortilla al ron gloriosamente flambé; la ocasión en que el Aleph se encontraba en la Bierstube del Parque Forestal y uno de sus miembros planteó un tema filosófico que capturó el interés del grupo. Inmersos en profundas reflexiones, sufrieron el derrumbe de su debate cuando el garzón los interrumpió dramáticamente diciendo: “¡Señores!… ¡se acabó la palta!” En cambio, sí fui testigo y participante de uno de los recurrentes “festivales de la canción” del Aleph, en que sus integrantes y otros invitados se dividían en grupos para componer canciones con un tema prescrito en el plazo de una hora para luego, disfrazados, presentarlas en competencia ante la concurrencia. El encuentro coincidió con el cumpleaños de Alfredo, cuya vida y hazañas se transformaron en el tema del festival. La canción, merecidamente ganadora, fue la presentada por el grupo que encabezó Óscar y que llevó por título “Cantata de la historia de la humanidad desde la […]

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Un café en una plaza con historia....

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