Por luis Cifuentes Seves: El Cuervo Castro “Recuerdos embellecidos por una cierta nevisca”

Inventando el Aleph

Hay personas a quienes se puede aplicar la expresión gringa “larger than life” (más grandes que la vida). Óscar Castro Ramírez, “el Cuervo”, fue una de ellas.

Su leyenda, mezcla de talento, carisma, logros, anécdotas, tragedias, malentendidos, pelambres e inventos, lo sobrevivirá por mucho tiempo.

El haber sido distinguido como miembro del Pen Club francés, Caballero de las Artes y las Letras y Caballero de la Legión de Honor, lo colocan derechamente entre los miembros más ilustres de su generación, vale decir, de la cohorte chilena que llegó a la mayoría de edad alrededor de 1970.

Lo conocí de lejos en el Instituto Nacional en la primera mitad de los 60 y entró en mi vida (sin que yo entrara en la suya) a partir de 1966, cuando yo ya estaba en la universidad y él en el último año de la secundaria.

Al Cuervo se le ocurrió formar un grupo de teatro e invitó, entre otros, a mi hermano Alfredo, que se convirtió así en cofundador del Aleph. Enganché desde un principio con su estilo: la creación colectiva, basada en irreverencia, improvisación y grandes dosis de ingenio. Asistí a todas sus obras, especialmente en el teatro de calle Lastarria, reí a carcajadas y disfruté los vinos con naranja con que agasajaban a sus seguidores en cada función (la sopa fue una creación del Aleph de Francia).

Recuerdo, en particular, una escena de “Grufftufss”, en que mi hermano, en el rol del Malvado Gordofredo, cae atravesado por la espada de su adversario, el héroe vikingo Kuchenstrudel. Sus últimas palabras son:

“¿Qué motivo tuvo? ¿Qué motuvo tivo? ¡Qué manso tubo que tengo metivo!”

De izquierda a derecha y de arriba abajo:
Alfredo Cifuentes, Marieta Castro, Pedro Atías, Eduardo Sabrowsky, Oscar Castro, Sergio Bravo, Ricardo Vallejo.

Hubo anécdotas de las que no fui testigo, pero que, por repetidas, puedo visualizar sin ningún problema:

  • el trabajoso transporte de una cama con dosel por las estrechas y adoquinadas callejuelas de la Ciudad Vieja de Ginebra;
  • el embarazoso episodio en que se apagaron las luces del lujoso comedor del Hotel Habana Libre en la capital cubana y una troupe de garzones se dirigió a la mesa del Aleph llevando una gigantesca tortilla al ron gloriosamente flambé;
  • la ocasión en que el Aleph se encontraba en la Bierstube del Parque Forestal y uno de sus miembros planteó un tema filosófico que capturó el interés del grupo. Inmersos en profundas reflexiones, sufrieron el derrumbe de su debate cuando el garzón los interrumpió dramáticamente diciendo: “¡Señores!… ¡se acabó la palta!”

En cambio, sí fui testigo y participante de uno de los recurrentes “festivales de la canción” del Aleph, en que sus integrantes y otros invitados se dividían en grupos para componer canciones con un tema prescrito en el plazo de una hora para luego, disfrazados, presentarlas en competencia ante la concurrencia.

El encuentro coincidió con el cumpleaños de Alfredo, cuya vida y hazañas se transformaron en el tema del festival. La canción, merecidamente ganadora, fue la presentada por el grupo que encabezó Óscar y que llevó por título “Cantata de la historia de la humanidad desde la creación hasta el nacimiento de Luis Alfredo”.

Dos curiosidades: primera, mi hermano se llama Alfredo a secas, pero Óscar insistía en llamarlo “Luis Alfredo”; segunda: dado que la cantata finalizaba con el nacimiento del protagonista, no incluía nada de su vida, convirtiéndose así en la biografía musical más original que me ha tocado en suerte conocer.

El golpe del 73 torció las vidas de todos los incumbentes de esta historia.

En mi caso, en 1974, recién liberado del campo de concentración de Chacabuco y antes que el Aleph fuera golpeado por la tragedia, alcancé a ir a la Sala del Ángel a presenciar la obra “En el principio existía la vida”, en la que, por un lado, Aleph utilizaba el humor negro para examinar la experiencia de la Unidad Popular mientras, por otro, denunciaba alegóricamente la tortura y el asesinato en la persona de Jesucristo.

Después vino lo que conocemos: la prisión de Óscar y su hermana Marieta, la desaparición de Julieta, su madre, y de Johnny McLeod, su cuñado, el periplo por campos de concentración, sin que Óscar dejara nunca de hacer teatro.

Refundando el Aleph

Durante mi exilio en Inglaterra, supe de la recreación del Aleph en Francia, pero no los vi por muchos años. Alfredo no salió de Chile, de modo que no participó de la reencarnación del grupo. Alguna vez, de paso por París, visité a Marieta, pero Aleph no tenía funciones en esos días, así es que me los perdí.

A comienzos de los 90 retorné a Chile y cada vez que el Aleph de Francia venía, yo asistía a sus actuaciones. Pasó el tiempo y tuve el gran privilegio de estar presente en una función inolvidable que tuvo lugar en 1997 en el teatro subterráneo de la Estación Mapocho, lleno de bote en bote. La ocasión fue “Los 100 años de Héctor Noguera” (60 de edad y 40 de teatro).

En homenaje a uno de sus primeros maestros, actuó el Aleph de Francia con todos los miembros fundadores residentes en Chile y una cantidad de invitados, entre quienes destacó Marcela Osorio, que había actuado en el filme “Ardiente paciencia”, donde Óscar representó al cartero de Neruda. Fueron más de dos horas de actuación continua, altamente improvisada, y no exagero si digo que fue el atracón teatral más gozoso de mi vida.

Otra obra memorable fue una película, dirigida por el cineasta Patricio Paniagua, en la que se cuenta un viaje a Chile de Óscar buscando financiamiento para montar un proyecto teatral. Invitó a participar a una ecléctica colección de sus amigos, entre quienes estuvieron Michelle Bachelet, Gladys Marín, Carlos Caszely y Fernando Villegas.

Una anécdota representativa de este periodo fue la siguiente: años después de su participación en “Ardiente paciencia”, a Óscar se le ocurrió escribir una obra acerca de Neruda. Acostumbrado a pensar en grande, decidió que la música debería ser creada por Mikis Theodorakis. Como no lo conocía personalmente, le escribió una carta, que resultó tan convincente que el gran músico le respondió: “Vente para Atenas y lo conversamos acá”.

En la capital griega, a pocos minutos de conversación, Theodorakis aceptó el desafío. El Cuervo vivió una semana en casa del compositor mientras este completaba la tarea y, en las tardes, se sentaban a conversar en una terraza desde donde se divisaba la Acrópolis desde arriba.

Las despedidas

Algunos amigos cercanos tenían la sensación (cierta o falsa) de que Óscar había comenzado a despedirse desde hacía algún tiempo y esto les preocupaba. Con la pandemia desatada en París, se negó a vacunarse aduciendo que “esperaba la vacuna rusa”. Cuando se sintió mal, pidió hora para la inoculación, pero ya era demasiado tarde. El maldito bicho no se rindió ante el gran seductor.

Arriba al centro: Oscar Castro; a la izquierda: Sergio Bravo (corbata de humita) y Alfredo Cifuentes (corbata roja)

En mi caso, la despedida ocurrió cuando, en medio del llamado estallido social, el Aleph presentó su obra “El 11 de septiembre de Salvador Allende” en la Sala Julieta, en La Cisterna, local cuya historia ha sido narrada en gran detalle últimamente.

Al finalizar esa visita a Chile, Óscar hizo una última presentación en la Plaza Roosevelt de Cerro Navia, donde llegó en un camión con todos sus implementos teatrales y acompañado de sus viejos guardaespaldas creativos, Sergio Bravo y Alfredo Cifuentes. Al final de la presentación, con mucha gente sobre el escenario y cantando, Óscar contempló por última vez a su público chileno.

El libro que mejor refleja la vida y obra del Cuervo se titula “Aleph – 50 años de mito y realidad” (Ocholibros, Santiago, 2020). Su título enfatiza el hecho de que esta, como cualquier historia digna de contarse, contiene un componente mitológico, un inevitable toque de imaginación, un rociado de mentirillas blancas, como la nieve invernal de Ivry-sur-Seine.

Óscar me hizo el honor de dedicarme un ejemplar del libro mencionado, con las ligeramente crípticas palabras “A mi hermano Lucho, el mayor de los cuatro, con respeto y discreción”. Los otros dos son Alfredo y Rodrigo Cifuentes. Acto seguido, pasó a referirse exclusivamente a mi madre, con quien, en ausencia de Julieta, tuvo una muy sincera relación de amor madre-hijo.

Finalizo con mi cita favorita de Óscar, una que acaso requerirá de más de una tesis doctoral para su total comprensión:

“La estética es el parachoques de la vida”.

Por *(Dr.) Luis Cifuentes Seves

Profesor Titular
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas
Universidad de Chile

Santiago de Chile, 7 de junio 2021
Crónica Digital

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