El Proyecto de Reforma Educacional recientemente enviado al Congreso fija en 105 UF el pago máximo por estudiante que hará el Estado a aquellos establecimientos que no se conviertan en corporaciones sin fines de lucro. Asimismo, descontará a tales entidades los recursos que les había proporcionado para hacer efectiva la Jornada Escolar Completa (JEC). En efecto, en los casos en que la planta física resultara insuficiente para cumplir con la ampliación horaria, la ley estableció el pago fiscal de un “aporte suplementario por costo de capital adicional” (Ley 19.352 de 1997).
Diecisiete años después, la invocación de dicha norma no sólo debe servir para hacer una resta que de otro modo implicaría una pérdida para el sector público y un obsequio millonario a los privados, sino también para restablecer, de una vez por todas, la discusión relativa a los cambios de fondo introducidos en aquel entonces. Por aquella época, un consenso transversal entre las autoridades y los sectores aparentemente más involucrados en educación indicaba que era menester incrementar la carga horaria de niños y jóvenes para suplir las falencias del modelo formativo. Hace ya una década, sin embargo, la OCDE, el bloque al que pertenece Chile, advertía, tratando de mantener algún decoro, que “las bienintencionadas reformas del Ministerio están débilmente ligadas a la práctica escolar real, porque no hay asesoría supervisora/instruccional para asegurar que las reformas sean implementadas como se anticipa”, y agregaba que las mismas también están “débilmente ligadas a la formación de profesores” (Informe de la OCDE, 2004, pág. 290). Al año siguiente, la evidencia no sólo arrojaba incoherencia entre el plan y la ejecución: la evaluación indicaba que el 77% de los maestros se declaraba agotado, mientras el 82% de los estudiantes decía lo propio (Evaluación Jornada Escolar Completa, Informe Final, UC, 2005, pág. 124). El golpe de gracia lo daba en 2006 un estudio de la Universidad de Chile (A. García, Evaluación de la Jornada Escolar Completa), que concluía que en materia de resultados académicos el impacto era, a nivel general, marginal y, entre los estudiantes de ingresos bajos, negativo.
El resto lo siguen diciendo los tests internacionales a los que se somete el país. Jamás se pensó en las condiciones: precarias en lo que respecta a situación laboral y remunerativa de los profesores, e incoherentes en lo tocante a los matriculados, incluso en cuanto a alimentación. Pero el supuesto mismo del modelo introducido carece de sustento. Jornada Escolar Completa es, por sí sola, una expresión que sugiere que cualquier otra sería “incompleta”. La arrogancia del esquema planteado coexiste con su más rotundo fracaso. A 17 años de ese invento, hay que suprimirlo, dejar de hablar de cantidad de horas y empezar a hablar de la calidad de las mismas.
Por Academia Libre
Santiago de Chile, 6 de junio 2014
Crónica Digital