“Muchos políticos son férreos opositores al capitalismo, porque es el único sistema que deja en evidencia lo inútiles que son, ya que buscan su beneficio personal poniendo como excusa el interés superior en los demás. Viven gracias al pago de nuestros impuestos, que además utilizan para financiar sus promesas sociales, que la mayoría de las veces no cumplen ni se esfuerzan en cumplir, ya que ese dinero no sale de sus bolsillos”.
J. Milei, economista
Son amantes del colectivismo y el keynesianismo, que tiene sus raíces en el comunismo de Marx (quien nunca se esforzó en practicarlo), aunque no lo saben ni por asomo. Algunos prefieren que los llamen progresistas del siglo XXI, aunque aún los seducen las ideas socialistas del siglo XIX. Ven la intervención del Estado como LA herramienta por excelencia para poner fin de las desigualdades sociales, ya que desconfían profundamente del mercado, al que consideran inhumano, frío e insensible, razón sobre la cual fundamentan una dudosa superioridad moral, basada en mitos y leyendas que abrazan como verdades absolutas.
Adoctrinados casi religiosamente, muchos han llegado a la obsoleta y arcaica conclusión de que el Estado benefactor fuerte y poderoso es la única fórmula de solución a los problemas y necesidades de la población. Lo más grave, desconociendo por completo la abundante evidencia empírica que señala todo lo contrario y en sus propias narices, en Europa, en Asia y, por cierto, en América. Aún así, pontifican en sus nobles campañas dirigidas al pueblo, acerca del Estado de bienestar y los modelos de Finlandia, Noruega, Nueva Zelanda e incluso Suiza, como un claro ejemplo del socialismo moderno, inclusivo y de calidad.
Cual pecado capital la riqueza es señalada como signo de inmoralidad (avaricia) y al empresario, sea grande, mediano o pequeño, como una especie de mercenario (un mandaloriano a los ojos de la franquicia Star Wars), restándole todo valor a su dedicación y empuje, como base de cualquier sistema exitoso, ignorando que la condición secular del ser humano ha sido la pobreza y que solo la creación de una empresa y, por consiguiente, de fuentes laborales y productos-servicios, derivan en el crecimiento que posibilita el desarrollo, donde el Estado evidentemente puede y para muchos “debe” jugar un rol promotor y regulador, es decir, estratégico.
Lo anterior, a menudo se confunde con el Estado mercantilista y las políticas meramente asistencialistas, que junto con los vicios y privilegios de cierta elite, se transforman en un conocido sistema pernicioso y endémico (criticado con toda razón, pero que no es el capitalismo), ya que daña profundamente las libertades individuales y constituye la piedra angular de los abusos, no solo en Chile, sino que en gran parte de nuestra región y del mundo subdesarrollado, testigos de permanentes revueltas y estallidos, ya que el mercado debe estar al servicio de las personas y no al revés, promoviendo a los “empresaurios”, calificativo que le otorgan por ahí a los comerciantes abusivos con los cuales el Estado muchas veces se colude a través de la política.
Aun así muchos en nuestras latitudes colocan todas sus fichas y esperanzas en este romántico “Leviatán”, entendido como un Estado que representa la fuente de recursos (limitada, eso lo saben todos, especialmente sus promotores) para satisfacer, en realidad, exigir! supuestos derechos sociales, crecientes y gratuitos, en ámbitos diversos como educación, salud y vivienda, pero que se nutre de los impuestos que todos pagamos a diario, partiendo por el regresivo IVA. ¿Les molestará esa ecuación? Es muy probable y aunque no lo declaren, al menos les incomoda, ya que al mismo tiempo aplauden la iniciativa privada, incluyendo la propia, cuando les provee bienes y servicios de calidad a un buen precio, mejorando de paso su calidad de vida.
Nunca han entendido (o no han estado dispuestos a hacerlo) que la iniciativa privada y la acción estatal no son sustitutas, sino complementarias, siendo la primera el punto de partida de una sociedad libre que aspira al desarrollo, donde la igualdad nunca deber estar por sobre la libertad, ya que de lo contrario restringe esta última o las anula a ambas.
Con todo, se escudan en el discurso auto flagelante de la frustración crónica y opresiva, que raya en la envidia, la odiosidad, el resentimiento y la rabia propia de discursos y slogans totalitarios. ¿Contra quién o quiénes? ¿Adivinen? Contra el propio Estado, encarnado en el gobierno de turno que incumple sus promesas (imposible que lo hiciera) y, por cierto, en el mal llamado neoliberalismo y su sistema de mercado –según ellos- ente mezquino y despiadado que fusila a los ciudadanos más vulnerables y abusa de la gente honesta que trata de vivir dignamente.
¿Alguien de verdad cree que si los grandes empresarios, especialmente aquellos que evaden o utilizan artimañas para doblarle la mano al sistema y tributar menos impuestos, pagaran lo que les corresponde, solucionaríamos el problema de los recursos disponibles o la desigualdad social? Lamento decirles que la escuálida cifra obtenida de parte de estos “patrióticos millonarios” sería marginal, casi caritativa, partiendo porque el problema de la evasión es transversal (se observa diariamente en el transporte, el comercio ilegal y miles de transacciones diarias) con lo que el único camino posible sería aumentar la carga impositiva (y para todos), transitando el camino inverso que han tomado hace décadas los países más desarrollados, varios de los cuales abandonaron el Estado de Bienestar debido a sus altos costos y estancamiento económico y social, que los comenzó a empobrecer o derechamente a quebrar.
No obstante, los mismos que hacen la vista gorda al despilfarro de las arcas fiscales en programas sociales ineficientes y plagados de burócratas (para no ofender a nadie) y esperan cándidamente que el Estado les toque la puerta con buenas noticias, hoy disfrutan sin complejos de incontables logros ajenos, están al día en las TIC (como no), cuentan su dinero con recelo en su espacio personal (se ve feo hacerlo en público) y cuidan por sobre todo la propiedad privada, la que les pertenece, ya que la del resto está bajo sospecha. Y, por si fuera poco, se niegan rotundamente a que el Estado les diga qué hacer o elegir, especialmente cuando negocian a través de las plataformas virtuales la venta o adquisición de algún producto o servicio, y se solazan cuando advierten que esa misma transacción que los llena de felicidad y emoción, además está libre de impuestos. Bingo!
Piensan como zurdos, pero viven como liberales; reniegan del capitalismo opresor, pero aprovechan sus ofertas apenas tienen ocasión, porque en el discurso público conectan mejor con las supuestas demandas o aspiraciones de la gente, como un niño que busca la aceptación del resto. Porque es mejor subirse al carro de las pasiones comunitarias y correr el riesgo del descarrilamiento en masa para así socializar la catástrofe (es más épico); porque consideran más razonable disponer de los recursos de otros (nunca los propios) para tratar de igualar la cancha, ya que están conscientes que las ideas o planteamientos contrarios al griterío o a los lamentos de la calle tienen mala audiencia y podrían poner en peligro la integridad personal, cuestión que saben de sobra nuestros comunicadores, dado el poder nefasto que les han concedido a las redes sociales a diario.
Recuerdo que hace algunos años escuche alabar la “consecuencia” como si fuese un valor en sí misma. Hitler y Mussolini lo fueron, al igual que Allende o el Che Guevara y hemos visto como terminaron todos ellos. Sin duda hay otro grupo de consecuentes, a quienes se suele llamar “emprendedores” (potencialmente todos lo somos), que han concretado sus proyectos e ideas fruto de su persistente esfuerzo personal pese a reiterados fracasos, de los cuales se han vuelto a levantar con porfía y entereza, casi siempre en silencio.
A ellos es a quienes debemos agradecerles que hoy el mundo, pese a todos sus males y defectos, ofrezca oportunidades y en todas las áreas de la vida, aunque nunca serán para todos. Porque el mundo, así como la muerte –y esta es una mala noticia para odiosos y resentidos- nunca ha sido justo.
Por Cristian Fernández
Periodista y magister en sociología U. de Chile.