Pablo Neruda dejó cabalgando hasta hoy a Joaquín Murieta

En 1967 se estrenó en el Teatro Antonio Varas de la Universidad de Chile la cantata “Fulgor y Muerte de Joaquín Murieta” con texto de Pablo Neruda, música de Sergio Ortega  (1938 – 2003). Fue dirigida por Pedro Orthus (1917-1974) e interpretada por el elenco del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile. Es la única obra de teatro que escribió Neruda, quien para celebrar, hizo una fiesta en su casa de Isla Negra, a la que asistieron los actores y técnicos, intelectuales y artistas de la época.

Cinco años después Ignacio Ossa escribió un ensayo donde afirma que “Cuando la humillación es la nueva estrategia para aplastar a estos pueblos, se alzan las figuras que arrastran torrentes de esperanzas, confianza y orientación de las energías populares. Hay todavía pesimistas que suponen difunto a Murieta. Hombres de escaso calibre, habría que responderles: Joaquín se está multiplicando. Neruda se ha desquitado y no lo dejó tranquilo. ¿No recuerdan? !Lo dejó cabalgando!”, señala Ossa en este texto.

Empresa poética del rescate: fulgor y muerte de Joaquín Murieta.

Por Ignacio Ossa (*)

1 PABLO NERUDA Y EL TEATRO: O MURIETA VISITA A NERUDA EN ISLA NEGRA, A MANERA DE INTRODUCCIÓN ESPECTRAL.

No solamente los pétalos del tálamo lirico. Además, el retroceso hacia las caminatas épicas de las espinas populares, la inmersión cotidiana en el pan y la semilla. Es el poeta de antaño devuelto al presente, inserto en los rincones del canto y viajero en los carruajes bélicos de la narración. Conjunción trascendente. Sin embargo, desde los olvidos y escisiones, alguien ordena la expansión de su escritorio; declara, por vez insólita y aún vigente, la indigencia de sus cuartillas blancas. En fin, ese alguien determina esta fórmula ampliada: cantar y contar dramatizando. (1)

En el fenómeno teatral, como arte de síntesis, se refunden estos niveles expresionales.

Y están la arquitectura en los tinglados, la pintura en los paisajes y cercos del infinito, la danza que aglomera al pueblo y lo convierte en velero o es coro en sus lamentos y protestas, los claroscuros y azules para las sombras y hallazgos del rebelde, y también, especialmente, la música para que el ritmo de los versos incendien las cuartetas amorosas o los pies de cuecas, bailados cuando la muerte refriega el pandero.

El teatro, en esta obra nerudiana, detenta su categoría máxima: síntesis de las artes.

No son el capricho ni las arbitrariedades del genio los causantes de esta novedosa partitura. Las antecedencias son rastreables y rechazan el epíteto de incursión.

En sus poemarios de personajes subyace el origen primero; ellos explotan las mejores energías del poeta. Mencionemos, solamente, su Canto General: Caupolicán, Ercilla, Lautaro, O’Higgins, Bolívar, es decir, las raíces de nuestra nacionalidad y del continente, sorprendidos en la situación exacta del enfrentamiento de las razas, en los preparativos de sus rebeliones, en la acción independentista, en las reivindicaciones sociales (Recabarren).

Es el viejo mito de los espectros que intentan la posesión espiritual de los poetas.

Desde Elsinor y Verona remonta la historia el origen segundo: su amor a la obra shakesperiana, manifestada en su traducción de Romeo y Julieta para el Ituch (Instituto de Teatro de la Universidad de Chile). Descubre otro valor inmenso del drama: «es el gran alegato por la paz entre los hombres. Es la condenación del odio inútil, es la denuncia de la bárbara guerra y elevación solemne de la paz». (2) Esto ocurría el año 1964: Neruda asistiría a los ensayos y al estreno. Debió contemplar el singular hormigueo de actores, escenógrafos, sonidistas y, como, de pronto, el actor Marcelo Romo coge de la mano a Diana Sanz, quienes escuchan de Eugenio Guzmán breves recomendaciones (manipulan una luz tenue y provocan murmullos de amanecer) y se produce la transustanciación’ allí están Romeo y Julieta en su eterno coloquio amoroso y, percibe, entre bastidores, la respiración del mismo Shakespeare.

Y recordaría al viejo Quevedo, a Lope, a Federico, su hermano y a tantos amigos poetas y dramaturgos. Ellos debieron tramitar una solicitud a Pablo Neruda, al gran poeta de hoy, que podría, ciertamente, adoptar unas criaturas y disponerlas convenientemente para que establecieran una comunicación en presente humano, pensando que ya tenía algo adelantado en muchos poemas y en sus barcarolas, verdaderas células conflictivas.

Un origen tercero, algo disperso pero auténtico: el poeta intrusea la historia: un gesto, una voz, quizás un silencio. Es el momento en que Neruda acepta la misión redentora; el espacio se expande, aquellos seres adquieren dimensiones, horas, años de rumores vitales, de alientos muy conocidos, de frustraciones muy prematuras. Y confronta las huellas en el dolor contemporáneo. Es Neruda de América, Pablo de los trabajadores, buzo de las hambrunas, el que bendice el aire y los alimentos, inquisidor de explotadores (Canto General, Odas, Estravagario, Navegaciones y Regresos, etc.).

Quiero decir, también, que Joaquín Murieta se revolvía furioso entre unos papeles asfixiantes, bajo una lápida confusa; el rescatado acéfalo de las barcarolas aún reclama su presencia; en su historia no se acallan los forcejeos, gritos y balazos, las noches de amantes y embozados; hay otras voces que rodean a la del bandido. Joaquín Murieta hostiga al poeta; se enoja, se cansa y ejecuta una hazaña póstuma cuando Neruda se descuida unos segundos, le habla al oído de Matilde (3): y listo el barco: esto es teatro y el puerto de Valparaíso se le instala en el living de Isla Negra. Allí está, de reojo, con su nostalgia y su bulla, como desentendiéndose de su tráfago alegre. Y la insolencia no tiene límites entre sus piezas y estatuas, comienzan a pasearse los rotos y los futres, vocean los mercaderes, corretean los canillitas, aparecen los publicistas de los tours a California, y hasta don Vicente Pérez Rosales se da su vueltecita husmeando alguna posibilidad de patiperrear.

A Neruda se le llenó la casa de alojados que no auguraban, precisamente, veladas tranquilas. Habría que atenderlos rápidamente y despacharlos a todo el mundo vía Ituch, Santiago de Chile.

2 ESTRUCTURAS DE LA RECUPERACIÓN

En la cantata homónima que integra La Barcarola, está basada Fulgor y Muerte de Joaquín Murieta. A ésta se han fusionado las formas de lenguaje dramático: se actualiza la acción; se crean las situaciones contemporáneas en contrapunto a la narración lírica del coro que alterna con la voz del poeta; de igual manera, se conserva el diálogo in ausentis de Joaquín y Teresa. Por sobre todo, el poeta insufla autonomía vital a sus personajes: se adueñan de los intermezzos y delgadamente van construyendo los andamiajes espirituales de la obra.

En esta recreación, son notables algunos cambios temporales en los verbos:

   «Los duros chilenos dormían cuidando el tesoro cansados

    del oro y la lucha» (La Barcarola, p. 802).

   «Los duros chilenos reposan cuidando el tesoro, cansados

   del oro y la lucha» (F. y M, p. 900).

No obstante, el poeta y su prolongación en los coros mantiene su omnisciencia pretérita y se adueñan, por consiguiente, de la dramaticidad presente.

   «Y los asesinos en su cabalgata mataron la bella, la esposa»

   (p. 902)

   «Salió de la sombra Joaquín Murieta sin ver que»…. (id.)

En principio, se destruye la progresión dramática en su forma tradicional, se desicologiza la continuidad de los personajes; es más poderoso el verbo poético, la conjuración de las voces, que el desenvolvimiento de las creaturas.

El procedimiento es otro: los conflictos arrancan, principalmente, de los estratos conceptuales y afectivos, a partir de la narración de acontecimientos y evocación de gestos. Lo épico se desarrolla en las falanges pobres de latinoamericanos, defendidos en el ámbito lirico de recitados y canciones, de coros y solistas. Los personajes ilustran, en gran medida, el ceremonial redivivo de los coros trágicos; las situaciones que plantean resultan a veces anecdóticas, breves e intensos cortes escénicos superpuestos al ritmo y entonación de la cantata. Curiosamente, la categoría no decae en los diálogos que sostienen: imponen el sabor popular, con ramalazos de humor livianizan los versos de arte mayor, desolemnizan la atmosfera de lamentos corales. Desde el corazón de la escena, dos conductores transportan lo cotidiano-presente de la acción. En otras oportunidades, el resto de los personajes recurren a la pantomima, o los movimientos grotescos, al frenesí de los bailes o a las grescas multitudinarias.

Debe ser esta la parte, como dice Neruda, «escrita en broma». (4)

Estos contrastes tonales y progresiones interruptas, notoriamente, van subrayando el destino de Joaquín y su hueste de invasores subdesarrollados. Al mismo tiempo, cumple una función esencial: dinamiza el espectáculo y, lo más destacable, entretiene al lectador (5), dignifica uno de los más preciosos postulados que Bertolt Brecht ha redescubierto para el teatro.

Desde otro ángulo, a través de los coros y de las cláusulas kinéticas del juego dramático, se restablece el aspecto lúdico del arte del teatro. Y en esta reminiscencia de los orígenes, Pablo Neruda ofrece un homenaje recuperacional a la memoria de Joaquín Murieta, que trasmite el coro y su voz colectiva y popular: campesinos, mineros, mujeres e incluso una niña.

No es solamente la adaptación del recurso que ofrece la preceptiva; no es el simple tópico’ es el pueblo danzante movilizado en la superación, aflatado en la angustia y tremendamente solidario en la venganza. Brecht, imagino, asiente desde su butaca en la última fila, porque esta obra nace del pueblo trabajador y se dedican «estas imágenes de la vida social al que construye los diques, al que injerta los frutales, al que fabrica los vehículos, al que reforma la sociedad». (6)

Esta diversión abraza en conjunto a todo el personal que labora en el teatro y que incluye, por supuesto, al público.

Todos, en suma, participan en esta empresa poética del rescate.

3 REIVINDICACIÓN DE LAS VOCES

«Hablad por mis palabras y mi sangre» (7)

El primer mito, ya elaborado como actitud épico-lírica en sus grandes poemas (Macchu Picchu), es el rescate de las semillas dolorosas del continente, cuyas piedras atraen al descubridor de huellas, por senderos que esperan ese hundimiento hacia las alturas remotas; es el reencuentro con huesos y vasijas que detienen el tiempo y dirigen los vientos. En estas latitudes, el poeta es el gran conjurador de los elementos, el domesticador de olvidos, el nuevo brujo que baila en torno a las ruinas para toparse con lo imperecedero, es el que penetra subrepticiamente por los muros escalares y a través de un olvido de sí mismo, se deja raptar por los espíritus que habitan desde hace siglos la amnesia racial, que siguen padeciendo en cada pan desmentido, en cada harapo que retiene las primeras auroras, todavía ausentes en el ritual de los sucesores.

Así, este poeta es vate del pasado, es el que augura la vigencia de los ancestros, el reconstructor de ciudades, el fundador de los viejos mitos:

   «Sube a nacer conmigo, hermano.

   traed a la copa de esta nueva vida

   vuestros viejos dolores enterrados». (8)

Las fuerzas subterráneas que impulsan los zigzagueos de personajes y situaciones, de refundiciones en lo cotidiano, provienen de una sola entraña telúrica: la justicia, afluenciada por otras motivaciones: el amor que se debate entre las orillas de la consumación y la angustia, la lucha persistente del ser en la disgregacion existencial. Un cauce propicio es la rebeldia: …»y me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean estos artistas o criminales». (9)

No se trata, desde luego, de magnificar a los miserables; el propio Neruda les dirige sus mejores dardos poéticos (España en el Corazón, por ejemplo). Así como la tradición vulgar identifica la misión creacional de los artistas con Dios, en este crisol latinoamericano el poeta desempeña el rol de un Cristo.

Y su acto más digno es la redención

Porque innumerables han sido los rostros desfigurados de patriotas y rebeldes- han tergiversado sus gestos; donde hubo heroísmo se han empeñado en hallar el delito, y cuando ofrendaron sus vidas por ideales de justicia, dijeron satisfechos (los otros) que era el castigo de la Providencia a manos del Estado. Están las represiones a los pacifistas comuneros de Ciro Alegría. El hostigamiento, explotación y genocidios de indígenas que los medios de comunicación transformaban en «duras exigencias por mantener la democracia y libertades públicas y la propiedad privada» No hablemos de Brasil; recordemos solamente al runa Andres Chiliquinga y sus desharrapados insurgentes de Huasipungo. El caso de Cesar Augusto Sandino, el revolucionario nicaraguense, recuperado por Cardenal de la frase de Somoza: «He is a bandido».

Y en cambio, el oficialismo ha convertido en héroes a los criminales, en sus variantes de tiranos, jueces y políticos.

De todos modos, el pueblo ya reconoce los nombres de patriotas y revolucionarios.

El rescate de sus voces ha sido la gran tarea poética de Latinoamérica:

   «Y Moncada le llamaba bandido en los banquetes

   y Sandino en las montañas no tenía sal

   y la casa de su suegro la tenía hipotecada

   para libertar a Nicaragua, mientras en la Casa Presidencial

   Moncada tenia hipotecada a Nicaragua». (9)

En Fulgor y Muerte, los cronistas de estos enfrentamientos son espías solemnes que descubren desde sus atalayas la dirección de las balas, que adivinan la orientación de los saqueos, y que hasta en las sombras, únicamente guiados por el olfato, detectan las huellas de las masacres. Estas voces y estos coros refrescan las heridas; sus versos no son banderas de tregua; retienen la ruta de los victimarios, moldean los perfiles de los rostros destrozados, morenos, guardan la profanación de los lechos.

Despiertan la piedad e impulsan las nuevas labores reivindicativas.

Lo que no pudieron conseguir o se les escapó recién abierta la sonrisa, les ha sido otorgado por este equipo de redentores: los han acuñado en sus perfiles más nobles: entre el barro y la ternura; las inscripciones son al fuego, en la propia sangre vertida; en el más duro metal, ese de las privaciones y persecución, entre la esperanza o de frente a la miseria, se les ha refundido a todos. Y en sus leyes más finas con las mejores aleaciones: sacrificio, muerte, horror o venganza:

   «Porque defendió mostrando la cara, los puños, la frente,

   la pobre alegría de la pobre gente saqueada»… (p. 913)

El coro femenino o en su forma de solistas es otra expresión de la comunidad, de aquella y de ésta; es decir, su actitud recitada o cantante fundamentan entre ambas una relación permanente; son delegadas del espectador, tutoras de la memoria de aquellos personajes y albaceas de la sangre y el juego que legaran Murieta y los suyos:

SOLISTA 3. La sangre caída decreta que un ser solitario recoja en su ruta el honor del planeta». (p. 908)

Son Candelarias colectivas que exigen la recuperación del honor popular:

«UNA. Que no tienen corazón?

TODAS. Hay que robar la cabezal» (p. 921)

En esta cadena de voces, el poeta se ubica en la frecuencia intuitiva: capta las señales, interpreta los signos, sintoniza sutilmente los mensajes diseminados: retrasmite aquellas otras voces, emisoras originales de la verdad, sin interferencias ni deformaciones. E inicia un proceso más profundo: la reencarnación. Ante nosotros, ha de efectuarse la resurrección de un rebelde. Y a la manera quijotesca de humanizar, Pablo Neruda lo inscribe en la historia como «el bandido honorable don Joaquín Murieta».

El poeta es no solo el que redime, sino, además, el que bautiza: «su cabeza cortada reclamó esta cantata y yo la he escrito no sólo como un oratorio insurreccional, sino como una partida de nacimiento». (Antecedencia, pp. 859-60).

Las devoluciones espirituales siguen practicándose: nace también el poeta dramaturgo, concertador de personalidades autónomas.

4 COLECTIVIDAD PEREGRINA Y RESURRECCIÓN DE MURIETA

Zarpan con mucha historia. En un morral nostálgico llevan los cargamentos; es un modesto equipaje de montañas y ríos con «la luna de Chile»; transportan tierra, yerbas y flores en la sangre: es La Partida la renuncia a la Patria concreta de jazmines y miserias. Sin embargo, es un batallón extremadamente alegre y ansioso.

La ausencia de Murieta es actuante. Informan de su infancia y anuncian su muerte. Aunque no aparece corporalmente humano en escena, en torno a su nombre convergen la voluntad de los personajes y organizan sus movimientos: la construcción del bergantín, por ejemplo, se justifica solamente cuando mencionan su nombre (y una niña dice «Va!», hermana de aquella de nueve años que informa al Cid y sus guerreros).

Es, más bien, una impresencia ejecutiva: produce los acontecimientos lejanamente, provoca el suspenso y, en forma decidida, condiciona los estratos configurativos de la materia dramática y su desarrollo.

Es Joaquín Murieta un rasgo emotivo, un sentimiento pródigo. Todos van preparando su resurrección; cada cual aporta un granito de cuerpo, un trozo de espíritu; lo mueven allí, lo traen para acá.

Es un Joaquín silencioso y nocturno.

Es un Murieta puro gesto.

Por boca de Tresdedos o de los otros personajes, ya sean voces aisladas o como pueblo, Joaquín Murieta recibe un sentido testimonial más arraigado. Mientras que el coro, en su expresión patética y solemne, interpreta su conducta y reflexiona acerca de su destino; pertenece a un tiempo indefinido; sus jirones son arrancados de un espacio-tiempo simbólicos, sin fronteras demarcadas.

En conjunto, van creando al personaje Murieta. Crece, ante el espectador, desde su tierra nativa; en escenas intermitentes, alguien colabora con la fuerza («domador de caballos»). Tresdedos indica sus cualidades: es «derecho» y «no tolera el abuso». Confiesa: «he visto crecer al muchacho» Se declara «como su tío y baqueano». De esta manera y a través de toda la obra, recuerda y sostiene la figura multifacética de Joaquín; posee una alforja especial donde guarda la actitud eficiente del bandido. Y cuando habla Tresdedos, es el espíritu de Joaquín el que lo hace por el resuello de un personaje que ya todos ubican: lo antropomorfiza en cierto modo, lo presenta más cotidiano y sustancial.

El coro y la voz del poeta lo trabajan mas etéreo; lo diseccionan legendariamente entre la evocación y las profecías; lo remecen desde los surcos de la infancia hasta las vetas sangrientas en California.

El espectador lo ha sorprendido en varios hitos vocacionales. El suceder de estos determina una cadena progresiva y una gradación sicológica general’ el amor (La travesía y la boda, II) y la venganza (Fulgor de Joaquín, V.) Advirtamos el recurso distanciador-emotivo o recuperador-simbólico.

Recordemos algunos momentos cercanos al personaje: en el embarque, Neruda lo derrama al través de un haz de luz blanca que transporta una niña, recuperado y enrojecido en el cuadro sexto. Normalmente debíamos verlo con su ropa y sus ojos, pero el tratamiento consistió en luminificarlo y sugerir, mediante un trabajo mancomunado, la resurrección. Curiosamente, se va alejando de una cierta óptica teatral; en el segundo cuadro, las voces de los amantes salen por un ojo de buey que el público puede visualizar, así como la fiesta que celebraba aquella boda; la voz del poeta interrumpe los bailes y hace retirarse a los «juerguistas» e induce una atmósfera de constelaciones más íntimas para ese diálogo amoroso. Murieta reencontrado, reasume más responsablemente el despliegue de sus cualidades; decide la deserción a una existencia parcializada:

   «Soy un hombre sin pan ni poderío:

   sólo tengo mi cuchillo y mi esqueleto»,

   «antes no fui sino un montón de orgullo»,

   antes de ti no quise tener nada».

Reconoce la tierra en la mujer, redescubre ser un discípulo directo de la naturaleza’

   «Cuanto lo conozco lo aprendí del agua,

   del viento, de las cosas más sencillas».

La voz de Teresa domestica esos temporales de Murieta; lo respalda en su renuncia a las quimeras doradas que le promete su amado:

   «Solo quiero el baluarte de tu altura

   y sólo quiero el oro de tu arado». (pp. 882-3)

Se intensifica su desaparición en el cuadro tercero, el que es enteramente presenciado e intervenido por el pueblo.

La situación de los invasores se manifiesta en El Fandango, una taberna que parece un banco internacional, pues allí están los accionistas en primer grado: los trabajadores que producen las riquezas, con sus escasos triunfos y montones de fracasos, atendidos gentilmente por sus propios explotadores.

Hay quejas en estribillos, voceadas y repetidas en ecos, de una mesa a otra garganta, bebiendo, alentándose, riéndose un poco del trueque laboral; el verbo salta acodado como alcuza: extraen vinagre, un poco de sal, un tantico de chile o ají: «hay más barro que oro», «hay más sudor que oro», «Yo le saque dos onzas al oro», «El oro pide sudor». Hasta que se derrama la ironía benévola, es decir la ironía festiva (que destruye el humor frustrado como lugar común de insuficiencia en la poesía nerudiana): la mayoría confiesa desempeñar labores tras el mostrador de panaderías, lavanderías, etc. Culmina con esta invitación antológica

«CHILENO. Bueno. A celebrar el orito, aunque sea poquito». (p. 887)

Este minero, al que le va mal y que sonríe, ya tiene su receta de buen humor para enfrentarse a las desdichas y que, sin egoísmos, la reparte.

Luego de algunos cantos nostálgicos (una morena de Chile, una negra de USA) y otro prostituyente (rubia de cuerpo dorado), matizados con la información de un jinete acerca de algunos muertos, se presenta el «gran número de California», a cargo del Caballero Tramposo, persuasivo, muy prestigitador, que desaparece en un solo abracadabra llevándose relojes y muchas valiosas prendas. Como interés, los encapuchados, gente simpática, muy saludable, le ofrecen al «distinguido público subdesarrollado» una paliza; en seguida, beben y cuentan sus utilidades.

Suponemos que Murieta dirigirá la resistencia cuando Tresdedos anuncia: «Le echamos para adelante». (p. 896)

La confirmación llega con los sucesos del cuadro cuarto: la muerte y violación de Teresa. Allí surge la solidaridad en el dolor, cuando congregan el odio y presienten la posibilidad impostergable de un desquite: «Hay que avisarle a Joaquín» (p. 904). Y como decíamos en hoja anterior, a través de la impresencia Murieta juega su venganza y el pueblo genera su complicidad:

«TRESDEDOS…. Yo creo en la venganza, pues por ahi puede comenzar la victoria». «Con Murieta nos vamos! Hasta la muerte!» (pp. 908-9)

Resulta evidente, entonces, que Joaquín Murieta acumula aspiraciones y testimonios de todo el pueblo; acapara los fonemas que explosionan de sonidos sordos y fuertes, sonoros y murmurantes; su cabalgata es impulsada por el ritmo, y las rimas interiores martillean a manera de arranques y frenadas:

«SOLISTA 1. Donde está este jinete atrevido, vengando a su pueblo, a su raza, a su gente?»

SOLISTA 3. Donde están su caballo y su rayo, sus ojos ardientes?

La venganza va en esa montura». (p. 907)

Ya el Caballero Tramposo y sus boys hablan vociferado su muerte. Atrae, directamente ahora, la gestión de los galgos. Y en el tiempo-instante en que Murieta es un torrente justiciero con su cabalgata, el coro femenino pronuncia su tronchamiento. Detiene, aplaca su carrera:

LAS TRES.

   «Adios, compañero bandido. Se acerca la hora. Tu fin está claro

    y oscuro.

   Pero aquí te canto porque desgranaste el racimo de ira».

   Y una sombra secreta no habrá sido tu hazaña, Joaquín Murieta».

Clarifican las motivaciones de su venganza y pronostican el rescate de su quehacer bandolero. Y la voz del poeta advierte la trascendencia de su conducta:

   «justicia se llama la ira de mi compatriota Joaquín Murieta»

   (pp. 913-4)

Ha sido el fulgor, o sea la presencia más plena de su vigor combativo, la vigencia de su personalidad en despliegue vengador: de una garganta a otra avanzaba, entre un verso y una voz destruía y repartía bienes, calmaba desdichas, en su carrera vertiginosa arrastraba el paisaje, el sol, «el honor del planeta».

Emotiva es la presentación de Rosendo Juárez, cuyo programa de paz y reconquistas el poeta cita en forma textual. La captura y ejecución del Caballero Tramposo es un juicio popular, rápido y ecuánime. Pero el odio desaparece; lo valioso es que el pueblo retoma la senda de la caridad revolucionaria: «Y ahora hacia Arroyo Cantova! A repartir el oro a los pobres. Allá nos esperan!» (p. 912)

   «Pero, ay, aquella tarde lo mataron» (p. 915).

Encabezados por Tresdedos y Reyes, sus gentes inician el desfile a la tumba de Teresa. La sala es envuelta por el cortejo que traslada la cabeza recuperada. Es un trecho más arriba hacia el rescate de su epopeya; van recitando la generosidad de su sangre:

   «Piedad a su sombra! Entreguemos la rosa que llevaba

   a su amada dormida». (p. 923).

Entonces habla, por algunas estrofas, la cabeza de Joaquín. Es el momento de su mostración más tangible, digamos una metonimia inmortal, cuando cavan ayudados por la luna y las notas del Músico Vagabundo y el «viento de la llanura» penetra hasta los intersticios de la emoción. No solicita lastima, rechaza honores; el odio ha desaparecido de su voz, habla desde las regiones de la redención. Caen sus palabras desde alturas vitales; solo un reproche por la clausura de su construcción amorosa:

   «no clamo por el crimen consumado,

   solo reclamo por mi amor perdido». (p. 923)

Se produce, en el cuadro sexto, el intercambio generoso de voluntades. Las heridas de Murieta pertenecen a la colectividad perenne, que eleva sus lamentos funerarios al pie de su túmulo; allí termina la romería; culmina la reconquista de su muerte, es decir su resurrección vocacional:

   «Así de la impura venganza, nació la segura esperanza». (p. 924)

El clímax se atrinchera en la recopilación gestual, justificación suprema de quehaceres y cantos, acuden todos los personajes, envueltos en sus auténticas vestimentas conductuales que, en última labor, simboliza Joaquín Murieta.

El antipragmatismo resulta una lección inolvidable. No hay quejidos por las heridas, sino preocupación por los verdaderos móviles de la insurrección. No estaba en juego el triunfo, sino la soberbia de los oprimidos. Cuando reclama un canto de Neruda, se publica la clave de esta historia-poesía:

   «sino porque el honor fue mi derecho

   cuando perdí lo único que tuve». (p. 924)

Es una vocación antiprudencia. Cuando sobrevinieron el despojo y los crímenes, eran el pueblo y la raza atropellados. Era el hombre, entonces, el que debía sostener su orgullo, y los individuos eran los recipiendarios de la venganza. Uno contra mil se consideraba un mero dato estratégico. Ese fue el primer levantamiento; el segundo, la recuperación de su cabeza. Se entrecruzaron en su exhibición, la insolencia mercantilista del barraquero (el mismo Caballero Tramposo) y la cobarde prudencia de los latinoamercanos. No obstante, pudo más el agradecimiento y la honra. Y como un Cid muy especial, organizó ya difunto las últimas victorias de sus huestes; se recuperó a sí mismo en los brazos de sus legiones morenas, que practicaron su testamento:

   «Los violentos mataron mi quimera

   y por herencia dejo mis heridas». (p. 924),

refrendado por los coros y la voz del poeta, quienes lo devuelven a su Patria, en otra redención de carácter geográfico, para enriquecer los piques del avance popular:

«VOZ DEL POETA

   Murieta violento y rebelde, regresa en mi canto al metal y a las

      minas de Chile». (p. 925)

5 REDENCIÓN DEL VERBO DRAMÁTICO

Hay un tratamiento en trifurcación de la materia literaria: se canta, se cuenta y dramatiza sobre este paisaje humano; es apreciable cada estamento, ya sea a través de un predominio o paralelismo: por ejemplo, delicada es a veces la música o enérgico el canto, frenético el movimiento, plástico el hieratismo coral; en una frase, las formas de lenguaje dramático disponen de un variado arsenal de expresiones: la palabra en el coro o diálogo, el ademan o el gesto entre semipenumbras o viñedos.

El texto poético, sin embargo, es el señor de todas las fuerzas creativas de la cantata dramática. El autor, aunque deje libertad para el juego escénico y de los actores, dirige subterráneamente la presentación y representación de la obra. El ritmo de los versos, la adjetivación, los efectos contrapuntuales de cantos y recitados o de coros y solistas, crean una atmósfera primigenia que, de muchas maneras, absorben los demás estratos. Observemos, en estos versos de un coro femenino, el movimiento interior de los personajes, una especie de regresión nostálgica durante la travesía:

   «Ay, negros presagios nos dicen que no volveremos,

   que no veremos las lomas de Angol ondular con el trigo». (p. 979)

Analicemos, de paso, unos pocos versos de indiscutible latencia dramática, vetas inagotables de teatralización, que el poeta-minero entrega al personal de esta compañía; el mismo las trabaja y pule a través de situaciones ilustrativas; luego las traspasa a las otras secciones para su ulterior refinamiento y adecuado uso:

CORO FEMENINO

   Los duros chilenos reposan cuidando el tesoro, cansados

   del oro y la lucha.

   Reposan, y en sueños regresan, y son otra vez labradores

   marinos, mineros.

   Reposan los descubridores y llegan envueltos en sombra

   los encapuchados

   Se acercan de noche los lobos buscando el dinero

   y en los campamentos muere la picota porque en desamparo

   se escucha un disparo y muere un chileno cayendo del sueño.

   Los perros aúllan. La muerte ha cambiado el destierro». (p. 900)

Son verdaderas acotaciones generales que abarcan aspectos básicos del teatro. Está, en primer término, el texto-escenario; y, globalmente luego, los personajes en conflicto: descubridores y encapuchados; identidad actuación-coreografía: los primeros reposan y los últimos llegan; estos detentan una actitud escénica que se desprende naturalmente de la iluminación: «envueltos en sombras». Es detectable hasta un procedimiento incorporador de la lejanía (a través de metonimias o sinecdoques): «se escucha un disparo y muere un chileno cayendo del sueño».

El verso último es un redondeamiento para el sonido-ambientación. Antes el coro había dicho: “Pero lo esperó la agonía» Se producen, considerando este contexto, rebotes significativos. Ahora, ya desatado el enfrentamiento, se personifica la culminación del proceso biológico-social: «La muerte ha cambiado el destierro». Las palabras, entonces, no son mero adorno; rechazan la instrumentalidad en un simple libreto: «el destierro» cubre toda la historia de la empresa; comete las implicancias vitales; señala, en toda su articulación, la condición beligerante de los que producen el oro y los alimentos. Y el verbo «ha cambiado» refleja la evolución anímica de los explotados. La zona que limita el territorio político es la guerra: allá los blancos, aquí los indios y mestizos; en este mismo rincón los descubridores, los «duros chilenos» y, en el otro horizonte, los «encapuchados», los «lobos buscando el dinero».

Se ha montado una progresión semántico-afectiva del verbo a través de impulsos contradictorios de personajes y situaciones que, todavía, no abandonan los claustros de las cuartillas blancas y barrotes negros.

6 RECURSOS DEL RESCATE

Hay células dramatizadoras fundamentadas en la palabra. Es notable la des temporalización mediante una extrañación espectador-escena; desde los niveles connotativos, relacionan más dialécticamente la situación remota de Murieta (y su figura ausente) y el testimonio vivo del público:

   «Es larga la historia que aterra más tarde y que nace aquí, abajo».

   (p. 868).

La cantata se descuelga desde las alturas míticas; su representación, en la tierra, mostrará también algunos pormenores tangibles.

El poeta y los coros asumen un rol de intermediarios. Al mismo tiempo, sus recitados contienen los gérmenes dramáticos: proceden por medio de la técnica (la denomino yo) de la extrañación aglutinante del verbo, de los parlamentos más concentrados de movimiento y sugerencias. Estos versos proclaman las ondas concéntricas que surgen del tiempo original, revertido al tiempo-espectador de presente’ galopa nuestro bandido», y que remonta hacia la atemporalidad del corifeo-leyenda. «Donde está el jinete atrevido?» Y regresa al tiempo cotidiano y clandestino de la venganza: «Y alguna chilena prepara un asado escondido del forajido», profundizado en los diálogos metonímicos que algunas mujeres dirigieron a parientes o amigos: «Y tú, dale el rifle –dice otra– de mi asesinado marido».

Aprovisionan a Murieta de armas y alimentos.

La bondad popular se pronuncia en voces de consuelo:

   «y ahora, mis lágrimas Murieta ha secado». (p. 908)

Las formas de lenguaje teatral, integralmente, adquieren significados en la dinamicidad progresiva: es el coro reiterativo o el ademán inconfundible, los romances de las canciones femeninas en contrapunto a la juramentación de los galgos y culminados en versos de 18 o más silabas los asaltos y desvalijamientos. Más concretamente, en muchos casos, no se podrá hablar de conflictos sino de contrastes tonales: patético el coro femenino, dionisiaco el de los hombres; de verso y prosa; entre versículos (breves y largos); cantos agresivos y recitados nostálgicos.

En forma de conglomerado, anuncian retazos de historia, señalan profecías, deslizan informaciones, que luego son ilustradas a base de secuencias: se cumplen los presagios, reiteran leitmotivs y avanzan, de todas maneras avanzan.

El primer clímax de la obra así lo demuestra: tal vez la pintura kinética más emotiva del teatro latinoamericano: como un vendaval marchan los aspirantes al oro; magnetizan a todo el mundo que los escucha; conforman sus ademanes unos bajorrelieves vitales de la colectividad exaltada, aguerrida de ilusiones: «Durante la escena anterior el coro arma un bergantín e iza las velas». Es la síntesis que armoniza el genio del poeta y compromete la responsabilidad creativa de todo el personal que trabaja en el arte del teatro. Los oficiantes construyen con su propio cuerpo y movimiento el «bergantín»; una delicada joven con su pecho semidesnudo clausura la prolongación de las jarcias y arboladuras humanas, e inicia, como un mascaron de proa, esta aventura minera, campesina y marinera al mismo tiempo:

   «A California, señores,

   me voy, me voy»… (p. 878)

Las dimensiones espaciales de la fábula son telerregistradas por los mismos parroquianos: comentan sus quehaceres en las minas o sustitutos (lavanderías). Coros e individuos se integran y complementan el panorama; las coreografías son esculpidas en murales vivientes y, a la vez, destacan figuras en primer plano. Otra forma utilizada es la identificación espacio-tiempo que traslada un personaje-mensajero a la zona de la óptica teatral. De estos, el mejor ocupado es un jinete: su presencia en la escena irradia los paisajes galopados; es un portavoz efímero que deja huellas en el ánimo de sus auditores-compañeros. Lo preceden, como recursos aditivos, el ruido del galope y la frenada en seco, su irrupción (en este caso a la taberna El Fandango) y su vestimenta negra que sobrecoge:

   «JINETE. Mataron a diecisiete

   REYES. Y a mí que me importa?

   JINETE.  Eran chilenos!»… (p. 889).

Las metáforas dramáticas se construyen cimentadas en sinecdoques o transfiguraciones celulares. Aquella atemporalidad y espacio míticos son bajados a la escena, en el tratamiento de Murieta, en proyecciones lumínicas, o es su voz y la de Teresa que trasmiten su propio destino.

En el citado contexto, las marchas colectivas, los lamentos funerarios, las imprecaciones a su audacia y los augurios a su audacia, la recapacitación viril ante el oprobio, constituyen motivos que generan la palabra y la acción en derredor a su rostro decapitado, símbolo de la última batalla que se ha ganado en el escenario, de la cual, a partir de ese momento, participa el público solidariamente.

Otro recurso singular es la refracción del tiempo: la cabeza pide un canto hacia el final del mismo. En otro sentido, no se dirige exclusivamente a sus contemporáneos (Tresdedos y Coro), sino, más bien, a los espectadores que encabeza la voz y figura del poeta. Una especie de flash-back al revés, diríamos un flash-foward:

   «Soy solo una cabeza desangrada,

   no se mueven mis labios con mi acento,

   los muertos no debían decir nada

   sino a través de la lluvia y el viento.

   De aquí a cien años, pido, compañeros,

   que cante para mi Pablo Neruda». (p. 924)

7 TOPICOS LITERARIOS Y MOTIVACIONES LATINOAMERICANAS: A MANERA DE CONCLUSIONES VIGENTES.

a) «Antes que ninguna gente al oro Chile llego». (p.

Es una insólita invasión a USA, con todos los chilenos en vanguardia; son conquistadores atorrantes, hilachentos y corajudos». «Gold, subdesarrolladitos», les habían dicho. Y porteños, quillotanos, copiapinos y de muchos otros pueblitos inundaron con sus ojotas bailarinas los estrados californianos. Es un tópico del que, prácticamente, los latinoamericanos se sienten dueños: el viejo tema de «los transplantados». En el teatro, habría que recordar La carreta, del puertorriqueño Rene Marques, cuyo tercer acto lo sitúa en el barrio boricuo del Bronx neoyorquino; allí se padece la continua aniquilación de la dignidad, costumbres y valores latinoamericanos, como se trasluce en Fulgor y Muerte:

«(Entran los galgos).

GALGO. Y ustedes que hacen aquí? Son ciudadanos norteamericanos? No conocen la ley?

CHILENO. La ley del embudo? Si, la conocemos. Poquito para nosotros, todito para ustedes!

GALGO. Tienen que largarse! No estamos en México. Esta es tierra de la Unión.

CHILENO. La tierra es de los que la trabajan. Y aquí somos nosotros los que sudamos lavando arena». (p. 901)

b) Y uno que pareciera intrascendente:

GALGO. Se llenan la cabeza de nombres, de palabras …

CHILENO. Y ustedes se llenan de dólares». (p. 901)

Significa la indiferencia hacia la epopeya latinoamericana. Si los españoles fueron los primeros imperialistas y colonialistas de ultramar, al menos del abrazo lidiante de aquellas razas se desgajaron las nuevas nacionalidades. Entre sudor y heridas fueron pronunciados los verbos de fundación, las articulaciones inaugurantes de las ciudades, y las que tenían acento español fueron recuperadas al acento latinoamericano en guerras de independencia. Es lo que reclaman los mexicanos sobre «Chapanal», «San Diego», «Sonora», «San Francisco», etc.

El derecho a su pronunciación es un derecho de sangre, es una autoridad que otorgan los orígenes como en Tenochtitlan, Macchu Picchu o Carelmapu.

c) «Regresa y descansa y galopa hacia el sur su caballo escarlata». (p. 925)

La historia actúa, en esta obra, mediante superposiciones ideativo-temporales que el espectador, ineludiblemente, asocia: la explotación imperialista, la necesidad de unir a los que trabajan. Será más arraigada la participación si pensamos que las escaramuzas reivindicativas se iniciaron en el corazón mismo del país del norte; allí se levantaron, como invasores, y fueron exterminados, como subhombres. Los ámbitos, por esto, no configuran únicamente los límites de Chile, sino que abarcan a toda América Latina. Y aquí en este propio suelo, hay quienes todavía titubean acerca de la recuperación de las riquezas básicas, obstruyen los primeros pasos para la reconquista de la dignidad: «subdesarrolladitos» suena todavía como un látigo burlón. La cantante rubia aun es adorada por un coro de nostálgicodolaricos. Bulliciosas, disfrazadas y siempre electivas siguen las comparsas de galgos en estas patrias (No hace mucho que zapatearon estruendosamente en el Altiplano). Los publicistas se pasean y escriben como los tentadores en Valparaíso aquella mañana (cuando un grupo de chilenos formaron bergantín con sus cuerpos y fuera destrozado en tierra extranjera); hemos buceado en la crónica y leyendas; no fue duradero el collage para esconder sus miembros y gestos con el polvo y la mentira.

Esta obra, en resumen, participa de los elementos fundamentales del teatro: es un arte comunitario, comprometido, arraigado en el ser social del hombre, en el vórtice de las convulsiones colectivas. En ella se denuncia y se rescata; están la frustración dolorosa, pero también la superación vigorosa de los obstáculos. Ante todo, humanismo y justicia. Y cuando la humillación es la nueva estrategia para aplastar a estos pueblos, se alzan las figuras que arrastran torrentes de esperanzas, confianza y orientación de las energías populares.

Hay todavía pesimistas que suponen difunto a Murieta. Hombres de escaso calibre, habría que responderles: Joaquín se está multiplicando. Neruda se ha desquitado y no lo dejó tranquilo. ¿No recuerdan?

!Lo dejó cabalgando!

NOTAS Y ALGUNAS REFERENCIAS

En el presente trabajo, se utilizaron los dos tomos de las OBRAS COMPLETAS de Pablo Neruda, 3a ed., Losada, Bs. As. 1968.

Fulgor y Muerte de Joaquin Murieta, cantata dramática de Pablo Neruda, fue estrenada el 14 de octubre de 1967 en el teatro Antonio Varas por el Instituto del Teatro de la Universidad de Chile. Su director fue Pedro Orthous, Sergio Ortega creó la música.

Del numerosísimo elenco, se destacan las siguientes actrices: Matilde Broders, Maria Cánepa, Bélgica Castro, Peggy Cordero, Virginia Fisher, Alicia Quiroga. Y los siguientes actores: Jorge Boudon, Franklin Caicedo, Tennyson Ferrada, Mario Lorca, Hector Maglio, Andres Rojas Murphy, Ruben Sotoconil, Alejandro Sieveking.

(1) El mismo Neruda confiesa, en relación a La Barcarola: «y en este libro hay episodios que no solo cantan sino cuentan, porque antaño era así, la poesía cantaba y contaba, y yo soy así, de antaño, y no tengo remedio». (En «?Por qué Joaquí Murieta?», Apendice II, t. II, p. 1133).

(2) Estas palabras corresponden al discurso «Inaugurando el ano Shakesperiano», pronunciado en la Biblioteca Nacional de Santiago (OC, t. II, p. 1115).

(3) Continúan los secretos entre bambalinas íntimas: «entonces me dijo mi mujer, Matilde Urrutia: pero si esto es teatro, ¿teatro? le respondí, y yo no lo sabía, pero ahí le tienen, ustedes, con libro y escenario vuelve Murieta». Este sentido colectivo de la estética teatral verdaderamente lo entusiasmó hasta la expresión campechana: «pero no sufran, porque además hay el amor, con versos que tienen rima, como en mis mejores tiempos y de un cuanto hay, hasta cuecas, con música de Sergio Ortega, y además Pedro Orthous, famoso director de escena, metió su cuchara, y aquí cortaba y acá me pedía un cambiazo»… (Id., nota 1), pp. 1333-4).

(4) Se trata de consideraciones para la puesta en escena: «Esta es una obra trágica, pero, también, en parte ésta escrita en broma. Quiere ser un melodrama, una ópera y una pantomima» (OC., t. II, p. 863).

(5) La persona que lee obras teatrales debe imaginarse una lectura-representación, es decir, visualizar la presencia y movimiento de seres vivos y concertar luces, sonidos, escenarios, etc. No es solo un lector o espectador, sino participa de ambas categorías: lo llamaré, entonces, lectador.

(6) En Escritos sobre teatro, de Bertolt Brecht, t. III., p. 115. Pablo Neruda dirigió una carta a la CUT (Central Unica de Trabajadores de Chile), publicada en «El Siglo» (15 de oct. de 1967, Santiago), con el siguiente título: El autor dedica su obra a los trabajadores.

(7) y (8) Alturas de Macchu Picchu, XII, OC, t. I.

(9) Antologia, de Ernesto Cardenal, p. 36, Ediciones Carlos Lohle, Bs. As., 1971.

BIBLIOGRAFIA BREVE.

(Algunos libros de teoría teatral de mayor compromiso en este trabajo).
BERTOLT, Brecht: Escritos sobre teatro, tres tomos, Ediciones Nueva Visiónn, Bs. As., 1970.
CASTAGNINO, Raul H: Teoría del teatro, 3a ed., Edit. Plus Ultra, Bs. As., 1967.
DUVIGNAUD, Jean: Sociología del teatro (Ensayo sobre las sombras colectivas), FCE, México, 1966.
GOUHIER, Henri: L’essence du Theatre, Aubier-Montaigne-Nouvelle edition, Paris, 1968.
La obra teatral, Eudeba, 3a ed., Bs. As., 1965.
VEINSTEIN, André: La puesta en escena (Su condicion estetica), Fabril Editora (Colecc. Teoría y práctica del teatro), Bs. As., 1962.

IGNACIO OSSA (1943 – 1975).

Este ensayo se publicó originalmente en la revista Taller de Letras, del Instituto de Letras de la Universidad Católica el año 1971.

Ignacio Ossa fue profesor del Taller de Teatro del Departamento de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Católica (UC). Profesor del Teatro Chileno e Hispanoamericano. Profesor Instructor en la Cátedra de Ciencias Fónicas. Miembro del Primer Taller de Escritores de la Universidad Católica. (1969-70). Su obra «Citase a Reunion» gano el primer premio en el primer Festival de Teatro Universitario de la Universidad Patricio Lumumba en la ex Unión Soviética. Autor de «El hombre y el artista en la narrativa de Antonio Skármeta».

Fue asesinado bajo torturas por la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), el 25 de octubre de 1975 en el ex Cuartel Terranova, centro secreto de detención y exterminio ubicado en Avenida José Arrieta 3.200, comuna de Peñalolén, Santiago de Chile. El año 2018 la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) lo declaró socio póstumo.

Más información sobre Ignacio Ossa en los enlaces:

https://www.cronicadigital.cl/2018/08/18/sech-declara-socio-postumo-a-literato-asesinado-bajo-torturas/

https://www.sech.cl/morir-en-la-tortura/

Reportaje y audio de Ignacio Ossa entrevistando al Premio Nacional de Literatura Carlos Droguett.

https://www.sech.cl/la-sech-recordo-a-los-escritores-asesinados-en-dictadura/

victor jara-cueca de joaquin murieta

Santiago de Chile, 24 de abril 2021
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