Entre 5,7 millones de votos emitidos, Bachelet ganó con 3,46 millones de votantes (62,15%), exactamente por 395.419 votos más que los 3,07 millones de preferencia obtenidos en primera vuelta. Matthei mejoró su marca en 463.816 votos respecto a la primera vuelta.
Los votos blancos y nulos -que también tienen significado político- superaron los 116.000, 2% más que los 113.755 de la primera vuelta.
Algo más de un millón de electores no concurrió a la segunda vuelta. Sufragaron 5.579.695 votantes que constituyen el 81,42% de los electores de la primera vuelta. Esa quinta parte del electorado real podría explicarse sumando la votación de los candidatos sistémico-disidentes de la primera vuelta, cuyos electores no se sienten representados por las opciones que ofrecen tanto el sistema como la clase política.
La gran pregunta es ¿qué pasa con el casi 60% que no acudió a las urnas? Si el universo electoral es de 13.573.088 electores, significa que la participación fue de 41,1%. En otras palabras, los 3.468.389 votos de Bachelet representan el 25,5% del electorado en el actual sistema de “inscripción automática, voto voluntario”.
En el viejo sistema, en que la gente inscrita en los registros debía votar por obligación o recibir el castigo de una multa, estas cifras eran iguales, sólo que muy pocos se interesaban por los ciudadanos no inscritos. Por ejemplo, en la segunda vuelta 2006 Bachelet ganó con 3,723 millones de votos, algo más de 300 mil preferencias que ahora.
Esta ha sido la elección con menor participación ciudadana del último cuarto de siglo. Sufragaron 1.856.218 ciudadanos menos que los 7.435.913 votantes del Plebiscito de 1988; 1,5 millones menos que en la segunda vuelta Piñera-Frei 2010; 1,4 millones menos que en la segunda vuelta Bachelet-Piñera 2006. La votación de Bachelet apenas supera los 3,367 millones con que Frei Ruiz Tagle perdió en 2006.
En la presidencial que ganó Patricio Aylwin en 1989 votaron 6.979.859 personas; en la de 1993, en que se impuso Eduardo Frei, concurrieron a votar 6.968.950 electores; en los comicios presidenciales de 2000, que ganó Ricardo Lagos, participaron 7.178.727 votantes; en las elecciones que ganó Bachelet en 2006 votaron 6.959.413 electores. En resumen, nunca en Chile ha votado más gente en Chile que en el Plebiscito de 1988 y se supone que la población electoral del país ha seguido creciendo.
Todos estos datos indican que los presidentes elegidos han tenido siempre la misma “legitimidad”, incluso con menos votos que hoy. El meollo del problema debe radicar en otro ámbito, quizás en el cansancio de la gente ante una clase política surgida de los cogollos y cúpulas partidarias, pero que define los destinos del país.
La crisis de liderazgo afecta por igual a las dos derechas que se alternan en el poder, las llamadas “centro derecha” y “centro izquierda” en un país donde las cosas hace muchos años que ya no se identifican por su nombre. La crisis de la derecha también es grande, a medida que se acerca a su base social real del tercio de la población electoral. Lo que no se vislumbra es el tercer tercio, el de la izquierda real.
Por lo menos, “los mismos de siempre de la Concertación” estuvieron fuera de la escena (TV) durante el mes crucial entre la 1ª y 2ª vuelta, pero anoche reaparecieron con fuerza ante las cámaras, incluso los que no fueron reelegidos en sus curules. Aunque ya Bachelet transigió al no jugarse por las elecciones primarias para designar candidatos a diputados y senadores, ha sido su fuerza político-electoral lo que ha mantenido viva a una clase política que, según las encuestas, lleva años en la Unidad de Terapia Intensiva del Parlamento. Y esa fuerza política podría ser su herramienta, si la usa, para romper el malestar privado que sienten los chilenos ante la política porque no los representa. Y ese malestar no es nada nuevo.
Por Ernesto Carmona, periodista y escritor chileno
Santiago de Chile, 17 de diciembre 2013
Crónica Digital
Parece que se trataría de una falacia nombrar «representante» de algo o alguien a la masa de los ciudadanos que no votan.
Apresurarse a clasificar, a los que se abstienen, de especie de censores de los malos politicos, o repudiadores de los politicos corrompidos, o simplemente de indiferentes al acontecer nacional, es caer en la ingenuidad de creer que los que se abstienen conforman un ente social homogéneo y estructurado sobre juicios politicos.
Según lo que uno escucha,los abstencionistas dan razones como «pa’qué voy a votar cuando igual tengo que salir a trabajar al dia siguiente» (como que si los que votan no tuvieran necesidad de trabajar), o «todos los políticos son iguales: van a puro robar no más» (nunca indican a alguien). Otro de sus pueriles argumentos es «no me interesa la pólítica», (como si vivieran en un paraíso).
Todo esto indica que los abstencionistas son tan diversos como sus excusas.
Quizas las causas partan de la política del apoliticismo que impuso la dictadura militar del fascismo. El propio dictador hacía gala de denostar la política: «los partidos políticos, señores, dividen a la gente». «Este país, señores, está mal por culpa de los políticos», etc. Una de sus primeras medidas fue clausurar el parlamento por ser un antro de corrupción según los golpista.
Es posible que la masa de abstencionistas sea un producto de esa política ante lo cual no quedaría otra alternativa que aplicar otra política de «desintoxicación» sicológica masiva rescatando el buen nombre del término Polítca.
Un desafío titánico para el Nuevo gobierno. Pero no imposible.