La crisis política es reveladora del espantoso atraso cultural de una gran parte de la elite brasileña, sobre todo sus representantes en el Poder Legislativo.
El golpe de estado, disfrazado de “impeachment”, contra el mandato de la presidenta Dilma Rousseff, tiene su itinerario marcado por el odio al proyecto que más cambió las condiciones de vida de la población, valorizó nuestra soberanía y elevó el Brasil en el concierto de las naciones. Esa gente también ha destilado altas dosis de misoginia y discriminaciones. Misoginia es el machismo exacerbado, asentado en la creencia medieval de la incapacidad de las mujeres en realizar aquello que algunos creen que solo los hombres pueden: ejercer poder, por ejemplo. Los misóginos tienen la convicción – y la divulgan sin parsimonia – que las mujeres solo deberían ser bellas, recatadas y de su casa, jamás de la calle, de la vida pública, de la lucha política por derechos esenciales.
Hay algunos que quieren que la política, hecha por los hombres, sea territorio exclusivo de ellos. Prueba de eso fue la agresiva advertencia hecha por el diputado Alberto Fraga a la diputada Jandira Feghali, en una sesión ocurrida el año 2015 cuando denunciaba la agresión física del diputado Roberto Freire: » Mujer que participa de política como hombre y habla como hombre, también debe ser golpéada como hombre», dice Fraga. O sea, si ella tuvo la osadía de igualarse a ellos, en la visión del diputado, es legítimo que un hombre recurra al antiguo uso de la fuerza bruta para mostrarle quien puede más.
La presidenta Dilma siempre rayó fuera del trazado del femenino mitificado que dociliza y fragiliza a las mujeres. No es de “su casa”. Es de los números. Dilma es economista, con larga trayectoria en cargos públicos estratégicos, que muchos hombres quisieran tener en sus currículos. Valiente, enfrentó a la dictadura militar de 1964. No se inclinó a los dictámenes de sus torturadores, ni ante el verdugo coronel Ustra, hoy saludado con sádica nostalgia por uno de sus socios, el diputado Bolsonaro. Pero la historia tiene ironías. Por dos veces más de 50 millones de brasileños transformaron a Dilma presidenta y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.
Dilma es poco allegada a llantos y lamentaciones. Es una mujer enérgica. Los que la critican por esa característica no conocen la historia de Maria Quitéria, Anita Garibaldi, Dina do Araguaia o de quilombolas del tipo Maria Tereza do Quariterê e Zeferina, heroínas en la guerra. La prensa que critica a Dilma por su dureza, elogiaba a la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher – la dama de hierro – que en 1982 aplastó a los argentinos en la guerra de las Malvinas, admitiendo inclusive usar armas atómicas contra el país. La bravura de la británica era vista como virtud por miradas acometidas de un cierto complejo de perro quiltro.
En el teatro del absurdo que se transformó la Cámara de Diputados, en la irreal sesión realizada el día 17 de abril, 367 diputados votaron por el fin del mandato de la presidenta, con discursos que nada tenían que ver con las pedaleadas fiscales. Causó extrañeza ver al presidente de la Casa, reo por decisión unánime do STF (Corte Suprema de Justicia de Brasil), acusado de corrupción y lavado de dinero, pedir pena máxima para la presidenta, la pérdida de su mandato. Todo eso se realizó con el beneplácito del Poder Judicial, que solamente después del trabajo sucio realizado por Cunha, resolvió alejarlo, limpiando, por lo tanto, la escena del crimen.
La solidaridad de las mujeres a la presidenta Dilma no es automática, porque sea también una mujer. Influencias ideológicas conservadoras o emancipacionistas, disputan el imaginario femenino. Algunas mujeres surgen como fuerza auxiliar de los mentores del impeachment, movidas por intereses auto referenciados o incluso por subordinación a sus tutores. La abogada Janaína Paschoal, que suscribió el pedido de impeachment, nos asusta con sus prédicas cargadas de metáforas misóginas contra la presidenta. La diputada Raquel Muniz discurseó expresando una indignación escénica contra la corrupción; dijo sí al impeachment y dedicó su voto al marido que, al día siguiente, fue preso por delito de corrupción.
Ya las diputadas Jandira Feghali, Luiza Erundina, Alice Portugal, Benedita da Silva, Luciana Santos, y otras, combatieron los discursos y prácticas machistas; defendieron el Estado democrático de derecho con maestría. Voces se levantaron, dentro y fuera del país. Grandes diarios del mundo no se lo creyeron, denunciaron el golpe en curso. La Cepal, la OEA y otros organismos internacionales también se pronunciaron en la misma línea. La ONU Mujeres condenó la banalización de la violencia de género y los ataques sexistas practicados contra Dilma.
¿Golpe? ¡No vale la pena ver de nuevo! La crónica de ese momento está siendo escrita por los registros invisibles de la historia. En el futuro todo se sabrá. El opaco vice presidente Michel Temer es el rostro de la traición, que no puede ser recompensada con la banda presidencial. La primera mujer electa presidenta de Brasil reclama justicia. La omisión significa una autorización al ascenso de los viejos e insaciables lobos hambrientos; el país dirigido por la estupidez y truculencia de los sin votos. Hay que se preservar el mandato de Dilma hasta 2018. Y, si el golpe pasa, que sea exigida la realización de plebiscito sobre la anticipación de las elecciones presidenciales. Al final, ¡son más fuertes los poderes del pueblo!
Por Olivia Santana
Secretaria de Políticas para las Mujeres del Estado de Bahía
(Traducción Tebni Pino Saavedra)
Brasilia, 12 de mayo 2016
Crónica Digital
