Constituciones versus constituyentes. he ahí la madre del Cordero

Por Franklin Santibáñez Díaz
Analista político, Licenciado en Artes y Teología

 

“Una Constitución no es un cuerpo de doctrinas o teoría reflejo de la ilustración de un legislador sino la expresión auténtica de la historia de un pueblo, de sus costumbres, de su modo predominante de ser y sentir” 

Juan Bautista Alberd

 

Dice Juan Carlos Gómez que “para que el poder constituyente sea absolutamente un “poder Constituyente” requiere de la total desaparición del poder constituido”. 

De hecho y en estricto rigor, el poder constituyente aparece cuando el poder ya constituido no está en condiciones de cumplir su cometido esencial que es dar respuestas o satisfacer las demandas más básicas y objetivadas de aquellos que justamente le dieron su calidad de tal. En consecuencia, el poder constituyente se hace presente para reemplazarle o para intentar corregir y cambiar de dirección sus vectores fundacionales, aquellos que en el hoy, son iconos de la crisis. En palabras de Hegel “El capullo desaparece al abrirse la flor, y podría decirse que aquél es refutado por ésta”.

Esto es la esencia de un proceso constitucional. Es aquí donde la primera ley de la dialéctica se manifiesta en forma evidente. La eterna y permanente lucha de contrarios que más allá de las voluntades humanas pugna por sintetizar cuando el momento ha llegado. Lo viejo debe morir para dar lugar a la vida nueva. Sin embargo, este fenómeno, que dada su naturaleza de desconocido provoca temor en considerables sectores de la población, debiera retrotraernos a la simpleza del comienzo, al momento en que el capullo desaparece para dar lugar a la flor. Porque ese y no otro es el ciclo maravilloso de la vida.

No estoy hablando aquí de la eterna lucha entre ricos y pobres o entre capitalismo y socialismo. Más aun, en el caso de Chile en particular, estoy refiriéndome a procesos que devienen de luchas, muchas veces fratricidas, entre distintas caras de la misma oligarquía, de los mismos apellidos enfrentados por hacer valer y prevalecer sus matizados puntos de vista. Porque en estricto rigor, eso que algunos llamamos el “pueblo”, nunca ha tenido nada que ver en la elaboración de las constituciones que han regulado jurídicamente el caminar de chile en sus 210 años de vida ¿republicana?.

Pipiolos, pelucones, militares arribistas, españoles jugando a ser aristócratas; castas en definitiva con las cuales muchos chilenos comunes y corrientes han buscado identificarse en un intento desesperado por sentirse –en alguna medida- parte de alguna de ellas y por tanto actores en esta larga y angosta faja de desigualdades.

Pero hagamos algo de historia. Podría decirse que, desde la independencia a la fecha, básicamente hemos tenido siete cartas Constitucionales más o menos relevantes (existen algunas otras que para el efecto no analizaremos). Cada una de ellas es un reflejo de su tiempo y fue un instrumento jurídico eficaz para dar un manto de legalidad a las decisiones estratégicas de desarrollo que fueran funcionales a los intereses de las distintas caras  de una misma oligarquía.

  1. En 1818 Bernardo O’Higgins, quien desde el año anterior fungía como Director Supremo de la nación, da vida a lo que bien podríamos llamar la primera constitución de Chile, cuyo objetivo no era otro que institucionalizar el poder omnímodo que ejercía y que estaba empeñado en mantener para llevar adelante sus reformas, las que sin ser necesariamente “progresistas” o con visión de país, atentaban contra los intereses de la autodenominada “aristocracia criolla”.

El texto fue elaborado por una “Asamblea Constituyente” compuesta por siete personas, las que fueron elegidas cuidadosamente por el propio don Bernardo.

Para aprobar dicho texto se dictó un decreto llamando a “comicios populares”, para votar una Constitución Política provisoria. Como lo señala un autor: “El voto por o en contra de ella se estampaba bajo firma públicamente en uno de los dos libros de suscripciones que se abrieron al efecto. Se entenderá entonces que, en esas condiciones, no hubo quien se atreviera a votar en contra”. Como era de suponer el resultado fue ampliamente favorable a la nueva Constitución Política. El Poder Legislativo, establecido en aquella Constitución, estaba conformado por un Senado de cinco personas designadas por el propio director Supremo.

  1. Cuatro años alcanzó a estar en vigencia este cuerpo legislativo hasta que el propio O’Higgins, en una medida política desesperada, y bastante burda desde un punto de vista político, toma la decisión de reformularla dando forma a una nueva carta fundamental. Para ello, le encarga a un hombre de su confianza, don José Antonio Rodríguez Aldea, la tarea de redactar la nueva constitución de la naciente república. Nace así la Constitución de 1822, la que deja ver en forma más que clara las fracturas existentes entre la élite político, militar, administrativa y económica de la época. Este intento de O´Higgins de ampliar sus bases de apoyo e incluso el “favor popular” para neutralizar las ofensivas de la oligarquía desplazada de los centros de poder, lo hace llega al extremo de declarar que “todos los chilenos son iguales ante la ley, sin distinción de rango o privilegio”.

Pero la esperanza le duró poco al padre de la patria, estos intentos no fueron suficientes para evitar que apenas un año más tarde el Director Supremo fuera desplazado de sus funciones en un verdadero golpe blanco camuflado bajo la figura de una “renuncia”. De su Constitución ni hablar, quedó sumida en el más ignominioso de los destierros y sólo como documento para consulta de futuros historiadores. ¿La razón? muy simple: ninguno de los dos textos elaborados respondía a los intereses de la oligarquía dominante.

  1. Dos meses después de la abdicación del O’Higgins, asume en forma interina el cargo de director Supremo el Capitán Ramón Freire Serrano quien, a solo ocho meses de asumido, publica una nueva constitución. Esta fue redactada por Don Juan Egaña y es conocida hasta hoy como “la constitución Moralista” ya que -por presiones del poderoso clero- dedicó dos páginas, de las 21 que tenía, a normar las conductas de los ciudadanos en todas las épocas de su edad y en todos los estados de la vida social. Huelga decir que en el proceso de elaboración de este mamarracho constitucional no hubo consultas ciudadanas ni nada que remotamente se le pareciera. Afortunadamente, su aplicación se suspendió pocos meses después porque era francamente impracticable siendo derogada definitivamente en enero de 1825.
  2. Poco tiempo después, el 8 de agosto de 1828, estando el gobierno conducido por el General Francisco Antonio Pinto, vicepresidente de Freire, se promulga una nueva Constitución. En estricto rigor, la primera que lleva por título “Constitución de la República de Chile”. El origen de esta constituye un notable avance con respecto a los procesos anteriores, incluso en su etapa previa se dispuso una “consulta a las Provincias, para que, por medio de sus Asambleas, estas se pronunciaran acerca de la forma de gobierno bajo la cual debía constituirse la República”. No obstante, y más allá de las comisiones y grupos de trabajo que se constituyeron para elaborar la carta fundamental -formalmente esta instancia constituyente estuvo compuesta por ocho miembros- la redacción definitiva estuvo a cargo del escritor, educador, periodista, poeta, jurista y político español Don José Joaquín de Mora. Este texto es, a mi juicio, el mejor proyecto de constitución que hasta el momento haya tenido Chile, toda vez que en el se puede apreciar la experiencia intelectual y política del redactor. El texto contiene aspectos que para la época y el contexto sociopolítico son dignos de relevar, tales como la abolición de los mayorazgos, que en Chile no existen esclavos, la disminución de poderes al presidente de la república y el aumento de poderes al Congreso y otros. Un buen resumen de sus articulados se puede apreciar en la historia política de la Biblioteca del Congreso Nacional: “Es la primera vez que aparece regulado el poder judicial en un Capítulo de una Carta Fundamental en nuestra historia constitucional, con anterioridad sólo se hacen referencias, pero no se establece su organización. La Constitución de 1828, fue una de las más desarrolladas a la fecha de su promulgación, ya que extendió el derecho a sufragio eliminando incluso la exigencia de saber leer y escribir para ejercerlo, abolió definitivamente los mayorazgos y debilitó la figura del presidente de la República dando espacio a la participación del Congreso. Algunas de sus disposiciones esenciales se encuentran en la base de la Constitución Política de 1833. Como dato de contexto, me parece interesante señalar que, en 1828, la esperanza de vida era de treinta años y nueve de cada diez chilenos no sabía leer ni escribir.
  3. Y Como era de esperarse, un proyecto tan inteligente y avanzado, no podía durar demasiado. La oligarquía chilena, no conforme con este nuevo texto regulatorio de las relaciones en el Estado, encontró rápidamente la forma de aplastar el naciente capullo. “A mediados de 1829 se realizó una elección presidencial conforme a los preceptos de la Constitución de 1828, resultando reelecto como presidente de la República, Don Francisco Antonio Pinto. Haciendo uso de su derecho constitucional, la mayoría liberal del Congreso designó como vicepresidente a Joaquín Vicuña, quien había obtenido la cuarta mayoría. Esta situación, sin embargo, fue la excusa para desencadenar una rebelión de la oposición que culminó con la renuncia de Pinto y la entrega del poder al presidente del Congreso, Francisco Ramón Vicuña. En el intertanto, se había producido la rebelión del ejército del sur comandado por José Joaquín Prieto, quien avanzó hacia Santiago donde, al mismo tiempo, los conservadores comandados por Diego Portales organizaban un levantamiento. Era el comienzo de la guerra civil de 1829 y 1830”.   Si bien es cierto la Constitución de 1828 indicaba que esta no podía ser modificada sino hasta 1836, esto no fue motivo para que los conservadores empezaran de inmediato a trabajar en la redacción de un nuevo texto. Así llegamos a la, hasta ahora, más longeva de las cartas fundamentales: la Constitución política de 1833. Sus redactores fueron el abogado y político liberal “carrerista” José Gandarillas y el conservador Mariano Egaña, hijo de Juan Egaña. La historiografía conservadora, se refiere a este proceso como la evidencia clara del intento del presidente José Joaquín Prieto de “balancear armónicamente” los contenidos de la futura carta fundamental. En lo que dice relación con su génesis, “La asamblea calificada por los conservadores como Gran Convención, se formó con 16 diputados del Congreso y 20 ciudadanos de conocida probidad e ilustración”. No obstante, y porque “la cocina” no es un invento del ex Senador Zaldívar, pocos días después de que la comisión elaboró su texto, “un tal señor Mariano Egaña” presentó un proyecto de reforma que había elaborado junto a su amigo el también conservador Agustín Vial. Por razones que la historia no registra pero que un observador supone, se acordó que el texto de ambos se debatiría conjuntamente con el de la Comisión. En palabras simples: la Comisión propone, los Egaña disponen. El resultado de todo este proceso fue una Constitución que sienta las bases de una “República” anacrónica, conservadora, autocrática y oligárquica que se mantuvo vigente por largos 91 años. Una constitución “sensatísima y profunda en cuanto a la composición del Poder Ejecutivo, pero incompleta y atrasada en cuanto a los medios económicos de progreso y a las grandes necesidades materiales de la América española”. O sea, una Constitución funcional a las élites, pero no a las necesidades de desarrollo del país. En palabras del destacado Constitucionalista argentino Juan Bautista Alberdi- es una Constitución “monárquica en el fondo y republicana en la forma”, crítica, que se hace evidente cuando el constitucionalista asigna sarcásticamente a Egaña Padre e hijo un rol «demiúrgico» en la gestación de la Constitución conservadora de 1833.

Con esta afirmación, Albertdi hace mención a un asunto no menor y que dice relación con la naturaleza y capacidad intelectual de la clase dirigente chilena. Efectivamente, entendemos lo de los contextos y la conquista y la colonia y todas esas cosas comúnmente usadas para argumentar a favor de la desinteligencia y la avaricia de las castas; sin embargo, estamos hablando de una época en que la revolución francesa había tenido lugar hace más de 40 años. La fenomenología del espíritu por su parte había salido de imprenta hace 25 y el romanticismo como reacción revolucionaria a los patrones establecidos campeaba en el viejo mundo. Es decir, antecedentes teóricos, intelectuales, había y por esa razón no resulta difícil entender y compartir la afirmación de Alberdi: “la Constitución del 33 es “Monárquica en el fondo y republicana solo en la forma” por lo cual “Ninguna de las Constituciones de Sud-América merece ser tomada por modelo de imitación… ya que tal derecho constitucional se opone a los intereses de su progreso material e industrial”. Entre otras materias el texto constitucional establecía que “son ciudadanos activos con derecho de sufrajio los chilenos que habiendo cumplido veinticinco años, si son solteros, y veintiuno, si son casados, y sabiendo leer y escribir tengan alguno de los siguientes requisitos: 1. Una propiedad inmueble, ó un capital invertido en alguna especie de jiro, ó industria. El valor de la propiedad inmueble, ó del capital, se fijará para cada provincia de diez en diez años por una lei especial. 2. El ejercicio de una industria ó arte, ó el goce de un empleo, renta ó usufructo, cuyos emolumentos ó productos guarden proporción con la propiedad inmueble, ó capital de que se habla en el número anterior”  

Entonces, Cuando la actual derecha o el centro político chileno nos hablan de “la república”, así con la “u” bien pronunciada y alargada, es a esto a lo que se refieren, cuando nos hablan de nuestras tradiciones, es a esto a lo que se refieren. Así se gestó e impuso por largos 91 años la icónica constitución de 1833. La persona a cargo de afianzarla y cimentarla, Diego Portales, el Almirante Merino de la época y uno de los más corruptos personajes de quien se tenga conocimiento en la historia de Chile. La misma persona que poco tiempo después en una carta del 6 de Diciembre de 1834 confesaría: “De mí sé decirle, que con ley o sin ella, esa señora que llaman Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas”.

  1. Y así, guerras varias de por medio, llegamos a la convulsionada segunda década del siglo XX. La población chilena se ha multiplicado por cuatro alcanzando ahora los tres millones doscientos mil habitantes. Los grandes indicadores –estadísticamente- han empeorado. La esperanza de vida apenas alcanza los 37 años y mientras la élite criolla se ha enriquecido en forma obscena, la clase popular continúa sumida en el analfabetismo y el abandono. 55 kilos es el peso promedio de los chilenos y chilenas y el 40% de la población se encuentra afectado por la sífilis. No obstante, en medio de este intrincado proceso social inherente a todo crecimiento demográfico, la oligarquía ha sido permeada por una burguesía emergente, viéndose imposibilitada de detener la brusca entrada en vigencia de la segunda ley de la dialéctica.: el cambio de lo cuantitativo en cualitativo.

La genética ha posibilitado que de entre esos nuevos millones de habitantes, un grupo pequeño, pero importante, de personas haya logrado esquivar las balas del determinismo y salir de la caverna. Cobijados en las paredes de Instituto pedagógico y de otras facultades a las que han podido acceder, pasan de ser observadores a fervientes críticos de un sistema político completamente agotado, que no da cuenta de las necesidades de la población. La “Cuestión social” sigue sin respuesta.  La literatura, la experiencia y la observación les permiten no solo denunciar las brechas, sino que poner el acento en los orígenes de ellas generando una crisis de legitimidad al orden oligárquico.

En paralelo y como resultado de lo descrito, de las hambrunas, de la sobreexplotación, las numerosas masas obreras fraguaban organizaciones que a poco andar serían actores relevantes en el devenir político. Nace la FECH en 1906 y la mítica frase de Carlos Marx “ hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, en circunstancias que de lo que se trata es de transformarlo”, impregna paredes, cafeterías y bibliotecas. El siglo XX, a pesar de la oligarquía y de la pretenciosamente llamada aristocracia criolla, había llegado para quedarse. 

En este contexto, y ante los anhelos de cambio de este nuevo actor social, en un clima de rebelión y con el recuerdo aún vivo de las masacres del 1906 y 1907, en 1920 es elegido Presidente el candidato de la Alianza Liberal Arturo Alessandri Palma. A poco andar sin embargo, los proyectos emblemáticos del mal llamado león de Tarapacá y que decían relación con proyectos de ley que debían regular materias como:  jornada laboral de ocho horas, término del trabajo infantil,  contratos colectivos, ley de accidentes del trabajo y seguro obrero, legalización de los sindicatos y otras que beneficiarían directamente a las fuerzas armadas, se vieron entrampados en un congreso Versallesco, eminentemente conservador y que sin vergüenza ninguna permitía que personajes como Eduardo Matte Pérez intervinieran en el congreso con frases como esta: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio“ .

Ante semejante arrogancia conservadora, Alessandri recurre a su reconocida locuacidad y habilidad política para exacerbar los ánimos y llamar la atención de organizaciones populares, artistas, intelectuales y estudiantes quienes comienzan a exigir el establecimiento de una Asamblea Nacional constituyente de asalariados e intelectuales, la que más adelante fue conocida como “Constituyente chica”. Esta iniciativa, sin embargo, fue duramente criticada por el intelectual comunista Hernán Ramírez Necochea quien no solo la consideraba intrascendente, sino que llegó a calificarla como un ejemplo típico de infantilismo revolucionario toda vez que «se llevó a cabo una acción puramente formal, que inhabilitó al Partido y a la clase obrera para tener una participación más activa y decisiva en la nueva Ley Fundamental del país”,.

A mi juicio, sin embargo,, Gonzalo Vial Correa, historiador de corte más bien conservador, fue quien logró ver el fondo del asunto: “Tan abigarrado conjunto tenía un mérito, en cierto modo el signo de los tiempos: era gente popular o de clase media, de audaces ideas político-sociales e indudable capacidad intelectual”.

El resultado es conocido: “fueron, esencialmente, las elites de poder, ya sea, oligárquica como de los nuevos grupos políticos que se conformaron antes y durante la crisis del estado oligárquico, las que configuraron, diseñaron, acordaron y aceptaron las nuevas normas constitucionales que estructuraron una nueva forma de Estado, instalaron un nuevo régimen político y renovaron el forma de gobierno, sin producir, transformaciones fundamentales en las fuentes del poder social de las clases dominantes”. En palabras de Tomás Moulian, este ejercicio se trató del primer evento «transformista» de las clases dirigentes nacionales durante el siglo XX cuyo proceso develó las verdaderas intenciones y consagró el deseo más esencial de Alessandrí: un sistema fuertemente presidencialista en la cual el Congreso fue relegado básicamente a la labor legislativa.

  1. Cincuenta y cinco años después, el mundo, en alguna medida, había cambiado más que en los últimos cinco mil. La segunda guerra ya era un “hecho histórico”; lejano para las generaciones económica e intelectualmente activas. El hombre había llegado a la luna y los televisores estaban presentes prácticamente en cada casa. La población chilena ya supera los 11 millones y la expectativa de vida, como resultado de la reforma de salud de 1948, ha subido de 40 años a 70, mientras que la tasa de mortalidad infantil ha bajado de 234 niños muertos por cada mil nacidos vivos, a solo 24. Definitivamente, otro país.

Una vez más, una dictadura se ha hecho del poder para frenar lo que hasta el presente fue el más significativo intento de cambiar el estado de cosas e inclinar la balanza a favor de “la clase popular” esa que nunca había sido considerada en la toma de decisiones.

Repitiendo la metodología usada por O´Higgins, Freire, Pinto, Prieto y Alessandri, la dictadura aprovecha la oportunidad para dar vida a una nueva carta fundamental que sea capaz de detener las eventuales futuras arremetidas políticas de sectores “progresistas”, consolidando al mismo tiempo un modelo económico que permitiera que la nación pudiera seguir siendo fuente de inagotable riqueza para las nuevas oligarquías y los grandes grupos económicos internacionales. Una constitución que, al decir de su ideólogo Jaime Guzmán, asegurara que «si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativa que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”. Con esas reglas del juego, nace la Constitución de 1980, cuyo pilar fundacional es el establecimiento de la subsidiariedad del estado en la forma y fondo que ya lo había planteado Guzmán: “importante consagrar el principio de la de la subsidiariedad, entendiendo que la función del Estado es, en primera instancia, la de integrar y coordinar las diversas actividades del país y sólo, en subsidio, asumir en forma directa una tarea específica, cuando, por su importancia, no pueda ser entregada a la órbita de los cuerpos intermedios”. En resumen, un modelo económico que ni en sus mejores sueños la oligarquía criolla habría imaginado.  

Al igual que Alessandri, Pinochet sanciona la Constitución de 1980 con un plebiscito carente de toda legitimidad y seriedad aunque esta vez la puesta en escena fue más “sincera”: no se hizo el ejercicio de hacer como que se consultaba a los partidos políticos porque estaban prohibidos, no se discutió acerca de padrones porque no existían, y no se pidió la opinión de ningún Muñoz o González o Marivil o Quilamán.

Treinta y nueve años mas tarde, la desigualdad en Chile alcanzó niveles cuestionables hasta por la elite económica internacional. Con 18 millones de habitantes y un 1% de la población que concentra alrededor del 50% de la riqueza del país, con una precariedad en el empleo y un nivel de endeudamiento nunca antes visto, con niveles educacionales paupérrimos, con una salud pública absolutamente precarizada y un experimento de sistema de pensiones fracasado para los cotizantes y bullante para los empresarios, bastó el anuncio del aumento en treinta pesos del alza del pasaje para que los estudiantes secundarios reaccionaran y dijeran: No más, esto se acabó porque no son 30 pesos sino treinta años. Esto, en abierta critica a los distintos gobiernos de la Concertación de partidos por la democracia. Y llegamos así al estallido social más grande del que se tenga conocimiento en los últimos cincuenta años. La reivindicación es una sola: nueva constitución.

Pipiolos, pelucones y las distintas caras de la oligarquía contemporánea, se vieron remecidos por una ciudadanía empoderada que exigió un cambio de raíz. “Queremos cambiar este país y para eso tenemos que cambiar la Constitución”.

Mientras el poder constituido solo tenia capacidad para sujetar las estanterías, los neo Egañas no tuvieron más alternativa que abrir las puertas para dar paso al inicio de un proceso constituyente que, de no efectuarse, amenazaba con tirar abajo no solo la estantería sino la vitrina completa. Porque como dice Juan Carlos Gomez, “el poder constituyente es una fuerza social que irrumpe, quebranta y desquicia todo equilibrio político preexistente y toda posible continuidad política. El poder constituyente es, en ese sentido, una fuerza social en vías de transformarse en poder político. Es decir, su fuerza está dirigida a fundar un nuevo orden político o a reorganizar el existente”.

Y utilizando nuevamente la metáfora de Tomás Moulian, se deja ver en escena el segundo evento “transformista” de las clases dirigentes nacionales durante el siglo XX. Reunidos en los iluminados palacios del poder constituido, cegados por las potentes luces de los flashes, liberales y conservadores unidos (que jamás serán vencidos) dan a conocer el calendario y las condiciones por las cuales ha de regirse el proceso para la elaboración de una nueva carta fundamental.

Datos relevantes de este proceso: por primera vez en la historia de la república, se llega a él producto de la presión de las masas y no de pugnas internas entre los distintos sectores del poder establecido. Tampoco se llega a él producto de los afanes personalistas de un determinado mandatario deseoso de dotarse de infraestructura legal para ejercer a su antojo el poder que le ha sido temporalmente asignado. Las fuerzas armadas, a pesar de no haber sido consultadas, no han expresado grados de preocupación relevante; nada se ve en el horizonte que amenace sus privilegios. Y el parlamento, como resultado de los nuevos tiempos, de la tecnología, las redes virtuales y ante el temor inminente de una salida versallesca, no tiene más alternativa que seguir el ejemplo de sus pares en 1925. Y como corolario, el documento será elaborado por una verdadera asamblea constituyente, por un grupo de 155 personas elegidas por una verdadera elección popular muchas de los cuales no se diferencian de nosotros o de nuestros vecinos, ellos y ellas representan al Chile real. Y si bien es cierto la cota mil sigue sobrerepresentada, utilizarán todas las vías posibles para -repitiendo la misma receta que en cada uno de los procesos anteriores- impedir o mitigar la perdida de sus privilegios ancestrales.

A pesar de ello, la tercera ley de la dialéctica llegó para quedarse. Un nuevo documento constitucional está a meses de ver la luz y no me cabe ninguna duda que tendrá muchos errores e incertezas que con el tiempo se tendrán que corregir. Seguramente algunas de las cosas mas esenciales y necesarias para coadyuvar en el proceso de desarrollo de nuestro país no estarán contempladas, pero algunas más que esenciales si lo estarán. El rol subsidiario del estado ya ni siquiera está mencionado y eso es un gran avance, la salud al fin será un derecho como también la educación y la vivienda y esperemos que los que tanto gritaron fin a las AFP sean consecuentes con sus poleras amarillas y entiendan que un sistema de pensiones justo para las grandes mayorías no puede estar basado en la premisa absurda que los dineros son míos y yo decido quien me los administra. En fin, hemos esperado doscientos diez años y como dijo el presidente Allende: tengo fe en Chile y su destino. Votaré apruebo porque sin dudar, porque lo contrario es votar a favor de mantener la constitución del 80´, esa misma que nos ha emprobrecido, esa que nos llevó al estallido y esa que permite sin pudor alguno que el 1% de la población chilena sea dueña del 50% de la riqueza de Chile.

Otras fuentes consultadas:

• https://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2179-89662017000403069#fn32

• https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-50492016000400001    

• Sergio Grez Toso.

• “Hernán Ramírez Necochea, Origen y formación del Partido Comunista de Chile. Ensayo de historia política y social de Chile, en Hernán Ramírez Necochea, Obras escogidas, vol. II, Santiago, Lom Ediciones, 2007. La primera edición de esta obra es de Moscú, Editorial Progreso, 1984.

• Diario la Tercera

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Santiago de Chile, 12 de julio 2022
Crónica Digital

 

 

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El impacto de los mensajeros

Mar Jul 12 , 2022
Ya hace medio siglo, el filósofo e investigador canadiense Marshall McLuhan destacaba el papel de los medios de comunicación como mucho más que meros transmisores del acontecer político, al generar con su presencia y acción un impacto comunicacional, que no necesariamente va en la línea de los intereses del estamento político. Es algo sobre lo que conviene reflexionar con motivo del Día del Periodista en nuestro país. Famosa es la constatación de McLuhan de que “El medio es el mensaje”. La tensión constante entre prensa y política en contextos democráticos, desde el caso Watergate hasta la permanente confrontación de Donald Trump con los principales medios de prensa estadounidenses, es un ejemplo de ello. Obviamente, para dictaduras y regímenes autocráticos de todo tipo, la sola existencia de una prensa independiente es imposible de tolerar. Los ejemplos están a la vista. Pero también para intereses económicos y vinculados a estructuras delictuales, como el narcotráfico o la depredación ambiental, los periodistas son enemigos que deben ser eliminados. Muchas veces, literalmente. Ejemplos también sobran a escala internacional. Llama la atención, en este contexto, el papel que han asumido en Chile los mensajeros; es decir, los comunicadores, al establecer liderazgos de facto en la comunicación política. Lejos quedaron los tiempos en que la autoridad convocaba a La Moneda a los directores de los medios de comunicación para acallar la difusión de determinadas noticias, como sucedió en 1991 durante el gobierno de Aylwin con motivo del secuestro de Cristián Edwards, o tres años más tarde durante el gobierno de Frei Ruiz Tagle, a raíz de los llamados “pinocheques”. Y los frecuentes telefonazos desde los centros del poder, alertando en contra de la publicación de noticias o reportajes incómodos, ya no surten los efectos de antes y generan reacciones contraproducentes, que ponen en entredicho y someten más bien a escarnio a sus autores. Ello sucede, por una parte, debido a la creciente horizontalidad y deslocalización de los medios de comunicación, como consecuencia de la revolución digital. La importancia cada vez mayor de las redes sociales como espacios de comunicación política, resta espacio e impacto a los medios tradicionales. En tiempos de la globalización, pretender ocultar informaciones se hace además imposible. Pero sucede sobre todo por la creciente incapacidad de conducción y motivación que tiene la política. Los principales referentes de esta actividad han pasado a ser aquellos periodistas que toman partido abiertamente en el acontecer político, sumando con ello la confianza de sus públicos en momentos de extrema dificultad como los que se han vivido, no solo en Chile, a raíz de la pandemia y la crisis económica generada por la invasión de Rusia a Ucrania. Espacios matinales y nocturnos, y podcasts que escapan al formato clásico de los programas políticos, han ganado enorme audiencia y catapultado a la fama a sus conductores, pasando a ocupar, literalmente, el vacío dejado por el estamento político. Y para revertir la metáfora, son los mensajeros los que han salido a matar a los autores de malas políticas. Los políticos deben […]

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