Chile, como tantas veces en su historia vive la prueba material y humana de la reconstrucción ante las catástrofes que cada cierto tiempo parecen conmover lo que Benjamín Subercaseaux, describió como su “loca geografía”.
El balance, la percepción nacional del desastre, es suficientemente dramático, pero para los efectos de la responsabilidad y consecuencias políticas, la magnitud del evento no basta para explicar los muertos, los desaparecidos, la destrucción de la infraestructura, las casas y locales comerciales anegados, los vehículos y enseres arrastrados por la fuerza del agua, y las esperanzas y proyectos sepultados literalmente por el lodo.
Pero tras la emergencia viene una compleja etapa en la sociedad, en las localidades afectadas, en las autoridades e instituciones del Estado, en el Gobierno, en el Congreso, de los poderes regionales y locales, en la propia sociedad civil.
Hay una tremenda responsabilidad compartida en la desgracia y sus consecuencias, que no puede quedarse en los dimes y diretes de los funcionarios de Meteorología y de la Onemi, de algunos alcaldes y legisladores deseosos de aprovechar la situación para fines proselitistas.
Esta responsabilidad tiene que ver en primer lugar con la vulnerabilidad que presenta el país, en primer lugar respecto de sus ciudadanos, de su infraestructura y de su capital social, humano y material.
Como se ha hecho evidente y pocos han asumido, las emergencias y los desastres tienen un innegable rostro de miseria, de pobreza, de los sectores más desposeídos, lo que conocemos como el pueblo trabajador, los pobladores, los campesinos, los jóvenes sin futuro, lo que hoy llamamos la “tercera edad”, los carenciados.
Esta es la primera vulnerabilidad: la social: la cesantía, salarios indignos, la falta de viviendas dignas y seguras y la destrucción de las fuentes de trabajo y de las unidades económica, una atención sanitaria eficaz y al alcance de todos.
Este no es mucho pedir, dadas las ganancias de las empresas mineras del sector y el robo tributario de empresas como Penta y Soquimich.
Aquí se presentan tareas inmediatas, definidas, urgentes, efectivas.
Pero tampoco se ha hablado de otro aspecto de máxima importancia y prioridad nacional: la vulnerabilidad de la Seguridad Nacional.
La emergencia ha puesto en evidencia aspectos que afectan la seguridad y la defensa del país, al destruir caminos y puentes, al arrastrar los aludes centros administrativos, instalaciones, al colapsar comunicaciones y redes eléctricas.
Con seguridad las Fuerzas Armadas, la policía uniformada de Carabineros, que resguarda las fronteras en primera línea, e Investigaciones, han cumplido, junto a su eficiente y abnegada labor diaria en el enfrentamiento de algunas consecuencias inmediatas de la emergencia, con sus tareas esenciales.
Pero el país tiene derecho a tener certezas.
Pero también está el problema central de todo, la evidencia objetiva de la falta de una doctrina nacional, regional, y local, la carencia de una red de estaciones y fuerzas de reacción inmediata, y de técnica adecuada (helicópteros, aviones de transporte, carros todoterreno aerotransportables, fuerza de paracaidistas para instalar equipos y una primera ayuda en lugares de difícil acceso terrestre, etc).
Ya no podemos seguir hablando de una Onemi meramente Coordinadora de instancias que muestran más bien vocación sectorial -por decirlo de manera suave- y se resisten a un mando que debe actuar en momentos de crisis, con la debida autonomía y los recursos necesarios.
No buscamos una militarización de la emergencia, sino de una autoridad política superior, ministerial – un Ministerio de Emergencia y Situaciones de Desastre- que en un país como el nuestro debe tener una jerarquía a nivel del Ministerio del Interior y de Defensa.
La presente discusión actual en comisiones del Senado después de 4 años de ser presentado el proyecto que establece un Sistema Nacional de Emergencia y Protección Civil, y que ha tenido 18 urgencias, las que después han sido retiradas, constata en primer lugar la irresponsabilidad imperante al respecto.
Y parece, además impresentable que haya sido necesario un desastre como este, que afectó a tres regiones del norte del país, con un saldo provisorio de 23 muertos, 57 desaparecidos y 22 mil 381 damnificados, para estimular la sensibilidad de los Senadores.
Pero además su articulado resulta claramente insuficiente y como lo confirma su texto no apunta a soluciones de fondo apareciendo como lo más relevante la creación de un Comité de Ministros de Emergencia y la creación de la figura de Jefe de Emergencia.
Por Marcel Garces. Periodista y Director de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 2 de marzo 2015
Crónica Digital