Don Nica y dos damas

Por Luis Cifuentes Seves

Para ser sincero, no he leído toda la obra de Nicanor Parra, pero siempre me impresionó. Lo más cerca que estuve de él, física y poéticamente, fue durante un recital que ofreció a mediados de los años 90 en el gran teatro subterráneo de la Estación Mapocho. Fue una magna ocasión, donde mezcló su obra con una suerte de antología personal de la poesía chilena.

En particular recuerdo su versión de “Tarde en el hospital” de Pezoa Véliz y de “Canción”, de Guzmán Cruchaga (“Alma, no me digas nada…”). El local estaba más que repleto, la gente parecía colgar de los muros, muchos quedaron afuera y las emociones corrían fuerte. Un enorme privilegio el haber estado allí y, hasta donde recuerdo, fue una función gratuita.

No sé cuántos se dieron cuenta de que don Nica excluyó de su selección a Neruda y a Huidobro. Demasiado célebres, tal vez. A pesar de frecuentes comentarios a viva voz del público, nadie los pidió. La tarde parecía prestarse para ventilar lo visceral más que lo ilustre. La quirúrgica exclusión era, acaso, parte integral de la gran travesura colectiva.

Semanas después tuve un sueño. Don Nica repetía su recital, pero esta vez yo iba acompañado de Rossana, una joven dama parriana que había conocido en esos tiempos. Llegábamos a la Estación tomados de la mano, bajábamos la larga escalera, ubicábamos asientos y, durante el espectáculo, intercambiábamos miradas de complicidad poética, hilarante o emotiva. En el mundo material, mi sueño parriano no se realizó y Rossana nunca fue conmigo a la Estación.

                                             ——O——-

Algunos meses después se presentó una ocasión interesante: a propuesta mía, me junté con Rossana a intercambiar fragmentos de la obra del vate.

Fue una tarde de invierno en que el cielo estaba cubierto de nubarrones oscuros. Llegamos a una vieja casa de paredes altas y antiguas maderas murales con una buena chimenea, que algún alma piadosa había encendido para nosotros.

Ambos teníamos experiencia en lecturas de poesía. Yo atesoraba el recuerdo del legendario recital a dos voces Neruda-Evtuchenko que tuvo lugar en el fenecido Estadio Nataniel el año en que cumplí mis 20. Rossana envidiaba mi suerte, ya que entonces era una niña.

Habíamos llevado varios libros de Parra y nos fuimos de a uno. Ella me leía un anti poema, yo le respondía con otro. Me mostraba algunos Artefactos, yo replicaba con un par de párrafos del Cristo de Elqui. Y así.

Navegamos de comentario a emoción, a meditación silenciosa, a risa y vuelta al comentario por un largo rato. Hasta alguna lágrima fue impúdicamente derramada.

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Le conté esta historia a mi amiga Mema, casi una hermana, que padece de una tendencia a la hiper romantización y de una manía por emparejar a medio mundo. Al parecer, esta condición fue generada por una larga serie de fugaces amoríos juveniles, de variados grados de remembranza, que marcaron su vida y de los que no se arrepiente en absoluto.

Me dijo: “A ver, Negro… ¿Cómo es la cosa? Tanta emoción, tanta risita, tanto fueguito de la chimenea… ¿Quieres decirme que no pasó nada más?”

“Bueno, algo más pasó”, contesté. “Nos tomamos una botella enterita de un Merlot-Syrah chileno, es decir, sin vides injertadas. ¡Buenísimo! ¿Sabes que, hace un siglo, a un francés lo habrían fusilado por mezclar una cepa del Pomerol con otra de la Costa del Ródano? Hoy todo está permitido, gracias a Baco”.

“¡Qué Baco ni qué Baco!”, exclamó Mema. “¿O sea que, aparte de las risitas, la nostalgia, las emociones y la chimenea, también hubo un vinito y no pasó nada? Oye Negro: ¡estaba toda la escena puesta para un polvo salvaje! ¿Sí o no?”

Fingiendo solemnidad, respondí: “Mira, bombón: creo que lo mejor es que tú misma inventes el final, con la ventaja de que podrás hacerlo a tu gusto. Así lo hacen los escritores. Los malos, inventan finales felices; los buenos, finales ambiguos, enigmáticos o trágicos. Ahí tienes la receta. ¡Jajajá! Después me cuentas qué decidiste.”

La Mema se indignó con mi propuesta, pero nuestra amistad era (es) a prueba de balas.

————–O————-

Me encuentro con Rossana, sin haberlo planeado, en el Café Literario.

“¡Hola, guagua! ¿Novedades?”

“Hola, Fernando. Aquí, “como muñequita de loza”, de acuerdo a tu expresión. Aunque no sé si la loza es el material más apropiado.”

“Bueno, prefiero las cerámicas a los metales y polímeros. El problema es que fallan por fractura frágil y queda la quebrazón.”

“No trates de impresionarme con las ciencias duras. Las encuentro frías.”

“¿Has oído hablar de un tokamak?… Bueno, no importa”.

“Por lo demás, me impresionaste la primera vez que conversamos.”

“¿Ah, sí? ¿Y cómo fue?”

“Cuando me dijiste que mis ojos te llenaban de paz. Quedé fascinada.”

“¿No se te ocurrió que podía ser un truco?”

“No. Soy demasiado pretenciosa. Decidí que te salió del alma.”

“Creo que acertaste… No sabía que te interesaba El Mercurio. No lo leo por profilaxis mental.”

“Estoy buscando pega. ¿Ninguna universidad chilena necesita una profesora joven de literatura?”

“Seguro que sí, eventualmente. Para eso no requieren de laboratorios ni talleres ni insumos caros, así es que les conviene; el arancel es casi pura ganancia. Si encuentras trabajo en provincias, tu primera propuesta debería ser invitar a Don Nica a dictar una clase magistral. Siempre se luce con esas.”

“¡¡Siií!! … ¿Y tú asistirías, así fuera en Arica o en Puerto Williams?”

“¡Por supuesto! Tengo una especie de obsesión de asistir contigo a recitales de Parra”.

“¡Oh! Me halagas…”

“Además ¿Qué otra excusa tendría para verte estando tú fuera de Santiago?”

“No necesitas excusa. Agarras un avión y listo”.

“Me temo que sí la necesito, pero ese es un tema banal y poco constructivo. Bueno, tengo que juntarme con un viejo amigo en el restaurante del frente, así es que me despido.”

“¿Y de qué van a hablar?”

(Canto:) “… de burros, minas y fútbol y de la cuestión sociaaal… ¿Un casto besito de despedida?”

“Un casto besito”.

———-O———

Tiempo después, me junté con Mema en un café de Ñuñoa.

“Hola, Negrito. Tanto tiempo sin vernos de cuerpo presente. Por teléfono, yo me lo hablo todo. Tú sabes todo de mí y yo, casi nada de ti. ¡Voy a aprovechar para interrogarte tipo Gestapo!”

“¡Ay que susto! Pero la verdad es que no tengo tanto que contar”.

“¿Cómo que no? La última vez que nos vimos, tu vida giraba en torno a la damisela Rosita… o Rossana… Sí, Rossana. ¿Qué pasó finalmente?”

“Mi vida nunca giró en torno a ella. Sabes muy bien que mi relación con Nadia era seria en ese tiempo y sigue siéndolo. Somos pareja, aunque siempre ha habido una duda sobre nuestro futuro. Harto me has aconsejado y te lo agradezco.”

“Okey, lo acepto, pero insisto: ¿Qué pasó con Rossanita?”

“Conversábamos mucho y de todo. Era un diálogo entre cerebritos. Consiguió una buena pega en Punta Arenas y partió. Por e-mail la comunicación no es igual. Tiempo que no sé de ella.”

“¿Llegaste a conocerla bien?”

“No. Yo cuento todo de mí, o por lo menos las partes de mi historia que creo entender, pero ella tiene ámbitos cerrados que no revela. Tendrá sus razones. Tal vez por lo mismo, aunque entiendo sus objetivos, nunca me quedan claras sus motivaciones”.

“Mira, Negro, todos tenemos rincones que no mostramos. Por otro lado, tú puedes ser tan interesante como intimidante para una mujer… Perdona, pero sabes que soy copuchenta: ¿pasó… algo… entre ustedes?”

“Queridísima: ahí va tu típica obsesión por el sexo. Haya o no haya ocurrido ¿crees tú que con un acostón hubiéramos quedado irreversiblemente amarrados? Tú mejor que nadie sabes que eso no funciona así. Como consecuencia ¿habría yo dejado a Nadia, abandonando casa, trabajo, aficiones y un lote de responsabilidades para seguir a Rossana al Estrecho de Magallanes?”

“Ah, no sé. Soy una mujer tan simple…”

Ambos reímos.

———–O———–

Un cuarto de siglo después de la velada parriana, a propósito de nada, como suceden estas cosas, todo retornó súbitamente a mi memoria. Volvió la tarde gris y húmeda. Volvió la visión de aquellas nobles maderas y el fuego crepitante. Volvió también la joven Rossana; no sé si ahora, en su adultez, seguirá siendo parriana. En cuanto a las horas que viví al fulgor de la chimenea, lo único que podría decirle verazmente a Mema es que no contuvieron nada de tristeza.

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