América Latina y el Caribe, ¿zona de paz o militarizada?

La presencia militar en las dinámicas políticas, económicas y sociales es una condición sine qua non en América Latina y el Caribe desde los tiempos de la independencia en el siglo XIX.
Alain-Valdes
Por:
Alain Valdés Sierra

Jefe de la Redacción Centroamérica, Caribe y Sudamérica

El XX confirmó lo anterior y sus abanderados indiscutibles fueron durante la segunda mitad de la centuria las dictaduras castrenses de Augusto Pinochet (Chile), Alfredo Stroessner (Paraguay), Hugo Banzer (Bolivia) y Jorge Rafael Videla (Argentina), entre otros.

Sin embargo, el fin de estas formas de gobierno, asociado a cambios de orden mundial como la caída del campo socialista europeo, y con ello, el fin de la “amenaza del comunismo”, apartó a los militares del foco de atención.

Pero sería ingenuo pensar que este “desplazamiento”  significó que su poder se viera menguado, pues los uniformados como representantes de una manera de ejercer el poder, el militarismo, se adecuaron a los nuevos tiempos.

Más una utopía que un hecho concreto

En enero de 2014 jefes de Estado y de Gobierno reunidos en La Habana, Cuba, a propósito de la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, proclamaron la región como Zona de Paz.

Entonces apostaron por el “compromiso permanente con la solución pacífica de controversias, a fin de desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la fuerza de nuestra región”.

Sin embargo, no pocos coinciden en que el militarismo mantiene su constante presencia en el subcontinente.

Para el experto en temas militares y de seguridad Santiago Espinosa, especialista del Centro de Investigaciones de Política Internacional (CIPI), adscrito a la Cancillería de Cuba, lo de América Latina y el Caribe como Zona de Paz, “es más una utopía que un hecho concreto”.

El militarismo en nuestra región, opina, es un fenómeno complejo sobre el que varios autores discrepan debido a la cantidad de variables a tener en cuenta para abordar el tema con la mayor precisión posible.

 

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La acepción más empleada la enuncia el politólogo alemán Dieter Senghaas, quien lo considera como “la unión de lo político con lo militar, más concretamente, con el predominio de este último sobre el primero”.

Cuando hablamos sobre el tema en el siglo XXI, asegura Espinosa a Prensa Latina, no solo hacemos referencia a aspectos puramente militares, sino a una visión más amplia que tiene como fin afianzar mecanismos de dominación a diferentes escalas.

Debemos destacar que el militarismo hoy trata también sobre el uso de la tecnología, el nivel de acceso de los poderes hegemónicos (en especial Estados Unidos) a recursos de todo tipo que abundan en América Latina y el Caribe, y la búsqueda del control sobre gobiernos contestatarios, asegura.

Pobreza versus presupuestos de defensa

La región de Latinoamérica y el Caribe es una de las más abundantes del planeta en cuanto a riquezas naturales, pero registra una de las peores distribuciones.

Sin embargo, en materia de defensa los gastos se mantienen con poca variación a pesar de la crisis económica mundial y los efectos de la pandemia de Covid-19, de acuerdo con el resumen anual 2021 del Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (Sipri, por sus siglas en inglés).

Esa organización no gubernamental, con sede en Suecia, reveló en un estudio global que el gasto militar de América Latina y el Caribe llegó en 2020 a los 43 mil 500 millones de dólares, con Brasil, Colombia, México, Chile y Argentina a la cabeza.

¿Qué justifica ese gasto en tiempos de crisis económica?

Para Espinosa, se trata de una agenda establecida por Estados Unidos dirigida al control de recursos, mantener el estatus quo y otros elementos que pautan sus relaciones con el resto del continente como la guerra contra las drogas, además de la provisión de equipamiento militar y asesoría.

Aclara el experto que el combate al narcotráfico es el principal pretexto de Washington para tener presencia militar en la región, así como justificar gastos y la cooperación con las fuerzas armadas y de seguridad de diferentes países.

La guerra contra las drogas se remonta a la administración de Donald Reagan (1981-1989), quien condujo a un aumento exponencial de la violencia, y al crecimiento de la producción y tráfico hacia el país del norte, principal consumidor mundial, opina.

Esto, precisa, está conectado a otras iniciativas de marcado carácter militar (Paz por Colombia e Iniciativa Mérida) con las que Washington consolida su presencia y participación en la toma de decisiones.

Además, mantiene así la posición de líder en su objetivo de mantenerse como potencia dominante de la región, propósito posible gracias a la labor articuladora del Comando Sur y la anuencia de gobiernos latinoamericanos y caribeños, añade el investigador del CIPI.

Militares, ¿amigos o enemigos?

Una vez desaparecida la “amenaza del comunismo”, llegaron años de neoliberalismo conservador en los que las fuerzas armadas adecuaron sus objetivos y funciones y consolidaron el rol de guardianes de la seguridad interna.

El enemigo, explica Espinosa, comenzó a ser identificado en los movimientos sociales, contestatarios, partidos comunistas y progresistas internos, y los jóvenes con sus demandas.

Los uniformados cambiaron entonces su misión a la represión interna, a lo que hoy estudiosos llaman “securitización de la seguridad pública”, precisamente para aplastar cualquier intento de alterar el estatus quo.

El experto en temas militares y de seguridad recuerda en ese sentido las grandes manifestaciones de 2019 en Chile, y de 2020 y 2021 en Colombia, reprimidas con dureza por uniformados y cuerpos policiales militarizados.

“Parte de las nuevas estrategias de control que apoyan los gastos de defensa implica la construcción de enemigos internos”, afirma.

Los diferentes frentes de lucha establecidos para las fuerzas de seguridad y la manera de asumirlos están basados en prioridades establecidas por Estados Unidos en muchos casos, de los que se beneficia no solo de la eliminación de líderes o movimientos contrarios a sus intereses y a los de las oligarquías nacionales.

También lo hace a partir de la entrega-venta de armas, el entrenamiento y el adoctrinamiento mediante intercambios académicos y cursos en el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, la tristemente célebre Escuela de las Américas, con sede ahora en Fort Benning, antes en Panamá.

En resumen, destaca, no se trata solo de enfrentar criminales o grupos delincuenciales, sino también a los pobres y descontentos, lo que permite la construcción de Estados policiales con gastos millonarios para armar a ejércitos, cuerpos represivos militarizados e incluso paramilitares.

El estudioso suma también los sistemas de espionaje utilizados con fines políticos para desacreditar a opositores, líderes progresistas o representantes de gobiernos.

Otro elemento importante, recuerda Espinosa, es que entre los elementos que están indisolublemente ligados al tema del militarismo está el de los contratistas privados y la exportación de seguridad.

Ejércitos privados o mercenarios con licencia.

Son una realidad, asegura el estudioso del CIPI, al seguir el patrón establecido por la Casa blanca cuando el Pentágono dio el visto bueno al empleo de compañías privadas de seguridad en los conflictos en Iraq y Afganistán.

Desde entonces esas empresas, también conocidas como contratistas, se multiplicaron, tienen presencia en todos los continentes con cientos de millones de dólares de ganancias al año, lo que las convierte en un negocio muy lucrativo.

Por esa parte, en nuestra región destacan Perú, México y Colombia, este último con un largo registro de militares, exmilitares y autoridades relacionadas con estas compañías, ya sean nacionales o extranjeras, apunta Espinosa.

Colombia, expone, es un exportador de seguridad, incluso certificado por Washington para ese fin, cuya presencia de asesores fue demostrada en Medio Oriente, África y varios países de América Latina y el Caribe.

El caso más sonado es el de sus actividades en Haití, donde 21 exsoldados colombianos participaron en el asesinato del presidente de ese país, Jovenel Moïse, en julio de 2021.

Costa Rica y Panamá sin ejércitos, ¿utopía pacifista?

Esos países centroamericanos constituyen casos atípicos respecto al tema de la militarización, en tanto ambos carecen de fuerzas armadas, aclara Espinosa.

Sin embargo, tienen fuerzas de seguridad internas entre las mejores equipadas de la región y en el caso de Costa Rica, destina a ese sector el presupuesto más alto de Mesoamérica.

Datos oficiales señalan que en 2016 los ticos destinaron 950 millones de dólares al tema de la seguridad nacional, cifra que superó en 150 millones el presupuesto combinado de los países vecinos, en tanto el de Panamá fue mayor con mil 279 millones.

Las estadísticas indican que en 2022 ambos países destinarán multimillonarias sumas al presupuesto de Seguridad: 42 millones de dólares  y  843 millones, respectivamente.

La Habana, 23 de febrero 2022
Crónica Digital/PL

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