La cueca de Murphy

Desperté a las 4:40 de la madrugada. No fue la primera vez que ocurrió. El reloj me recordó a Juan Luis Guerra y los 440. Su álbum “Bachata rosa” me había hecho un gran impacto musical y emotivo. Tiempo después, el dominicano jugueteó con posiciones izquierdistas y finalmente se declaró cristiano renacido, grabó canciones religiosas y hasta trató de polemizar con Silvio Rodríguez. Con eso ganó el favor de las cúpulas de la industria disquera mundial. Sea como fuere, su canción “Sobremesa” sigue pulsando una de mis cuerdas sensibles.

Bueno, ya que estaba despierto, se me ocurrió escribir un cuento y lo primero que se me vino fue el título: “La cueca de Murphy”. Sólo me faltaba el cuento. Algo es algo.

La noche anterior había granizado en Santiago y en mi patio trasero un montón de precipitación cristalina sobrevivió por más de doce horas. Un enigma, pero, para mí, este fenómeno estaba fuertemente vinculado a mi paso por México D. F. Recuerdo que una tarde, al oscurecer, se desató el diluvio sólido. Las partículas eran del tamaño de una pelota de pimpón. Mis acompañantes corrieron a guarecerse en un zaguán y yo me tiré debajo de una camioneta. Salí asustado pero ileso.

Mis divagaciones me llevaron al recuerdo más notorio del D. F., que ahora se llama simplemente Ciudad de México. El lugar de honor le corresponde a una joven funcionaria a quien conocí en un trabajo universitario precario. Un día se me acercó sonriendo y me dijo: “Ingeniero, yo vivo con una amiga. Rentamos un apartamento no muy lejos de aquí; si usted quiere estar conmigo, pues nos vamos al apartamento y ya”. 

Panchita era una de esas mexicanas buenas mozas de rasgos indígenas, con un cuerpo que parecía haber sido hecho a mano por el demiurgo. “Estar conmigo…” ¡qué encantadora! Por cierto, acepté la invitación; fue una experiencia gloriosa. Al final le hice la pregunta tonta: ¿qué te atrajo de mí, Panchita? “Tu vulnerabilidad. Siempre pareces estar necesitado de apoyo y lo pides sin palabras sino con esa mirada tuya, entre triste y pícara. Eres lo opuesto a los machitos mexicanos jactanciosos que me tienen harta”. ¡Vaya!, por fin me tuteó y dejó caer el título. No sé qué significa en la cultura náhuatl, pero debe ser bueno.

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De pronto irrumpe mi amigo Roberto, erudito literario. Falleció hace varios años y anda penando. No lo veo como era a la fecha de su deceso, sino alrededor de sus 3 décadas, cuando estábamos en Mánchester. No ha cambiado. Siempre riéndose de las debilidades humanas y perdonándolas.

“¿Así es que escribiendo un cuento, profesor? ¡Qué bien! Deconstruyamos el título. ¿Por qué la cueca y por qué Murphy?”.

Improviso una explicación: supongo que la cueca es un puntero a mi condición de chileno, aunque también haya cueca boliviana, cueca cuyana, zamacueca, etcétera. Lo de Murphy puede no ser una referencia irlandesa sino a la famosa ley: todo lo que puede salir mal, sale mal.

“Nada de mal con la Panchita, según veo. ¿Por dónde sigue esto?”

Después de ella no pasó nada interesante, así es que quiero dejar México, dar un buen salto. “¿Qué tan largo?”. Unos 9 mil kilómetros.

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Puerto Toro, Isla Navarino, al sur del Canal Beagle. Caleta de pescadores de centolla y centollón. La centolla la venden y el centollón, que es menos fino, se lo comen. Desde allí vi, por única vez, las islas Picton, Nueva y Lennox, por cuya posesión casi hubo una guerra. Se ven desiertas y carentes de valor, pero me emocionaron.

Cada vez que me he aventurado al sur del Golfo de Penas he sentido que el cielo va bajando. Pasado el Estrecho de Magallanes, creo que puedo tocarlo con la mano. Yo iba en un lujoso barco de turismo. Plenamente consciente de que un barco es uno de los lugares más románticos que existen, me apercibí a hacer alguna conquista. Puse mis ojos en una estudiante alemana de posgrado que andaba turisteando sola, pero descubrí que un pasajero chileno la había visto primero y tenía trabajo adelantado. Parafraseando a Harold Wilson, diré que una hora es un largo tiempo en un barco.

Hacia el crepúsculo me fijé en una dama de estampa majestuosa. Seguro que me quedé mirándola con la boca abierta. Por casualidad se sentó cerca de mí en el hall de pasajeros con amplios ventanales que dan vista a proa. La saludé con una sonrisa. ¿De dónde eres?, pregunté. “De Santiago”. Creí que eras holandesa o belga. Sonrió con sorpresa. “Mis padres son holandeses, pero yo nací en Chile”. Tienes una figura admirable. “¡Gracias!”. ¿Andas con tu familia? “Con mis hijos” dijo señalando a dos adolescentes empeñados en arrimarse a las damiselas.

Conversamos largo y ella se fue abriendo a mis halagos y bromas.  Me confidenció que su vida era tal, que la insatisfacción la invadía. Nuestro acuerdo fluyó por un plano muy inclinado. Para ambos fue un romance náutico, discreto y apasionado, sin promesas, sin amarras. Al desembarcar nos dimos un largo abrazo ante la mirada divertida de los hijos, que más de algo adivinaron, sin que les importara un bledo.

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De nuevo me aborda Roberto. “Su cuento va bien, profesor pero todavía no veo a Murphy”. Ya aparecerá. Debo cambiar de latitud. “¿Otro salto?” Sí, de 4800 kilómetros esta vez.

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Chuquicamata. Con un grupo de colegas de la universidad y de la empresa habíamos estado trabajando en la Refinería 2, la más grande del mundo. Terminada la estadía, decidimos arrendar una camioneta y partir a turistear. Objetivo: San Pedro de Atacama, Valle de la Luna y Géiseres del Tatio.

Viaje memorable, entre tallas e incidentes hilarantes y, dado que las anécdotas corrieron de boca en boca, tiempo después descubrí que varios personajes del ambiente minero andaban contando que ellos también habían participado. Mitología chilena… ¿o universal?

Llegó el momento en que debimos partir de San Pedro al Tatio. Hay que hacer el viaje de noche para llegar arriba a la hora de mayor actividad de los géiseres, al amanecer. El lugar queda a 4300 metros de altura, pero antes hay que pasar por un tramo a 5 mil metros. Si no se conoce el trayecto, en la total oscuridad uno puede desbarrancarse. Requiescant in pace. Ha sucedido.

Solución: subir como parte de un tour pagado en un potente minibús con chofer experto o pagar por seguirlo con vehículo propio. Elegimos la segunda opción. Llegamos a la hora óptima y, en compañía de muchos turistas, presenciamos el espectáculo de los chorros de agua hirviendo y las fumarolas.

Después de un jocoso intercambio de opiniones, decidimos bajar a Calama por la impresionante Cuesta Chita, con sus murallones multicolores. Parte de la vía estaba cubierta por plancha metálica ondulada, lo que me hizo evocar la película “El salario del miedo”. Por suerte, el desastre que nos golpeó fue ínfimo comparado con una explosión de nitroglicerina: quedamos en pana. 

Aunque dos tripulantes alegaban habilidades mecánicas, no teníamos herramientas. Paramos la camioneta a un costado del camino y nos resignamos a esperar que alguien nos auxiliara. Al cabo de media hora apareció un Jeep de los más caros. Se detuvo y bajó sólo el conductor.

Nos habló en inglés y le explicamos la situación. Sacó una maleta de herramientas y reparó la avería en quince minutos. No aceptó ayuda ni pago. Le agradecimos con entusiasmo y pregunté su nombre. “Brendan Murphy, from Blarney, Ireland” ¡Blarney!, recordé… donde me puse cabeza abajo para besar la piedra que concede el don de la elocuencia. 

Reapareció Roberto. “¡Felicitaciones, profesor! Por fin se apersonó el irlandés y usted pudo cerrar el cuento”. Así no más fue.

Fin.

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*    El Dr. Luis Cifuentes Seves fue académico por vocación y escribe por compulsión. Tiene 8 libros publicados como autor (5) o coautor (3) y hay dos más en camino.
Santiago de Chile, 23 de septiembre 2022
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