Correr por los pasillos del colegio era peligroso, ser inteligente era peligroso, crear era peligroso y lo más peligroso era pensar distinto, en fin, ser joven ya era un peligro. Todo acto de cultura era transformado por los ojos de las autoridades como algo subversivo; sí preguntabas mucho eras comunista, sino preguntabas nada eras un zopenco, sí eras desordenado, te enviaban al sicólogo. Claro está, que esto era para los que se atrevían a cuestionar el sistema, ya que una gran mayoría padecía de la más terrible de las enfermedades, el miedo, sin duda, un síndrome difícil de exterminar. Algunos profesores como el de computación, se tomaba en serio lo del autoritarismo, mandando a sus alumnos a realizar labores de aseo e incluso nos trataba despectivamente llegando al extremo de gritarnos ¡estudiantes mediocres!, sin dejar de lado su famosa palabra “zopenco”. Estudiantes zopencos atención a la lista. -comenzaba.
-Mario Aimón.
-Presente – respondía yo.
-Mario Aimón -volvía a nombrar el educador.
-Presente -decía yo nuevamente.
-Mario Aimón -gritaba esta vez un poco más alterado que en la llamada anterior y frunciendo el ceño. Sus bigotes se encrespaban risiblemente y se pasaba la mano izquierda por su cabeza dando la impresión de estar peinándose, mientras te apuntaba como queriéndote abatir con el lápiz Bic: su aspecto ratonil se acentuaba más cuando se enfurecía, mientras que sus lentes se deslizaban en sus narices, logrando un equilibrio preciso para no votarlos. Era delgado y alto, que desde su asiento veía a todos los alumnos e irónicamente advertía que nos tenía a todos identificados agregando además que era el amo y señor de la clase.
Por tercera vez yo no respondía a la lista de curso como quería el maestro; y esto, que ya era un ritual, pasaba casi todos los días, ya que nuestro preceptor no dejaba de repetir el nombre de cualquier alumno hasta que se le dijera ¡presente señor!. La palabra “señor” le da autoridad, respeto y orden a la clase -repetía constantemente-. Con el tiempo comprendí que esa prepotencia, ese poder de los maestros radicaba sencillamente en nuestro miedo.
No sé, por qué motivo siempre me sentaba adelante en el primer asiento, después del profesor; sería tal vez una costumbre desde que pasé la enseñanza básica y los seis colegios que había recorrido -gracias a mi madre que me matriculaba en cada establecimiento en el cual entraba a trabajar, algo que me parecía estúpidamente absurdo- hasta llegar al último curso de la enseñanza media y encontrarme en un quinto medio de la Escuela Abdón Cifuentes; allí en calle Dieciocho ciento dieciséis, a una cuadra de la Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins, casi al frente de un lugar denominado “la firma” y que correspondía a un centro de detención de la DICOMCAR (Direción de comunicaciones de carabineros), y en un año decisivo para la política futura de Chile: votábamos por primera vez en dieciocho años, ahora no con el propósito de elegir un Presidente de la República, más bien para decir Sí o No a la prolongación del mandato del General Pinochet, quien decía haber obtenido su fuerza y poder de Dios -contradictoriamente su régimen dictatorial de quince años, definitivamente no tenía relación con el amor al prójimo del mundo cristiano.
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Al llegar a la puerta de salida estaba esa irritante señora de acento extranjero y voz de trueno, dando ordenes de abandonar el establecimiento por un portón del patio trasero; es la directora peinada a lo Greta Garbo en sus mejores películas: la patrona del fundo, la llamaba josélo. Sin embargo, era de estatura baja, pero una verdadera autoritaria descendiente de griegos.
-A la Greta Garbo le gustaba bañarse desnuda en su piscina y uno de sus sirvientes cobraba entrada para que sus admiradores la observaran desde la cocina -comentó el poeta.
-Si, pero la “dire” no es la Greta y no me gustaría verla en pelotas, y mejor que nos apuremos porque ya quedó la cagá… te apuesto a que el IPS tiene llena de barricadas la esquina.
-Y esta vieja nos hace salir por el otro lado para que no veamos nada -continuó quejándose mi compañero.
Las veces que había disturbios en las afueras de la escuela todo el alumnado debía desalojar el recinto educacional por la puerta que daba a San Ignacio. Teníamos estrictas instrucciones de no participar en ninguna manifestación, ya que las autoridades del plantel no se hacían responsable por nada que sucediera a las afueras de esta gran casa declarada monumento nacional en 1983 y que hasta la década del cuarenta cobijó a familias acaudaladas de Santiago.
-Pégalo rápido…que nos falta el tercer piso todavía.
-Ya no me apuris po’ chica.
-Es que te demorai ma’ que la mierda.
-Bueno, pégalos vo’ entonces.
-Ya no te pongay hueón y apurémonos, antes de que nos vea algún sapo.
La imagen fotográfica de Carmen Gloria Quintana, con su rostro desfigurado por las graves quemaduras, estaba siendo distribuida en todo el colegio al cumplirse el segundo año desde que una patrulla de militares encabezada por el capitán de Ejército Pedro Fernández Dittus, la rociara en combustible junto al fotógrafo Rodrigo Rojas y les prendieran fuego durante una jornada de protesta en calle General Velázquez.
Santiago a la vez estaba plagado de propaganda política en edificios, murallas y panfletos, el Paseo Ahumada era una fiesta de vendedores ambulantes, los cuales no dudaron en aprovechar las disputas electorales para ofrecer autoadhesivos, encendedores, lápices y las infaltables chapitas con un Sí o un No, por solo cien pesos. En las micros ya no solo se ofrecían los helados Panda y los calugones Pelayo, ahora se agregaba el prospero negocio de la propaganda plebiscitaria como fenómeno social que no vivíamos desde comienzo de los años setenta.
Como parte de su última estrategia el general Pinochet donaba trescientos millones de pesos, de los fondos estatales para que se terminara el estadio futbolístico de Colo-Colo -siendo el mayor número de seguidores de este club gente de los sectores más pobres del país-(Muchos años después se supo que ese dinero nunca había llegado a Colo-Colo), además anunciaba rebajas en el azúcar y el petróleo; y como si esto fuera poco ponía fin al Exilio y al Estado de Sitio, es decir, que de la noche a la mañana se transformaba en un demócrata, incluso en sus últimas apariciones públicas se le veía sin el uniforme militar. Por otro lado, la prensa internacional tenía sus ojos puestos en lo que sería nuestro acto eleccionario: así, The New York Time, publicaba que los rayados del Sí que aparecían en las paredes de distintas calles no tenía el espíritu artístico de los mensajes de No, afirmando que estos serían pintados por los propios uniformados, ahí la falta de creatividad. ( Extracto de la novela de mi autoría «Calle Dieciocho», Ril editores, 2001)
Por Miguel Alvarado Natali
Crónica Digital, 3 de octubre 2013