LA VERDAD DE CRISTINA

Por años se encontraron y desencontraron siempre aunados por la actividad política. Con su rostro agraciado de mujer chilena, Cristina se distinguía por su risa que siempre la llevaba prendida a flor de labios.

De estatura pequeña, temperamento reservado, parca en palabras, se encendía cuando su risa aparecía dejando al descubierto dos hileras de albos dientes.

¿Qué sería de Cristina, se preguntó mi padre estando en manos del Comando Conjunto, de la «Chica Cristina» como la llamaba familiarmente? Había sido una alegría cuando después del golpe, en una de esas habituales citas clandestinas, se encontraron ambos y rieron por todo el trabajo que cada cual había hecho para memorizar los rasgos de la otra persona con la que se reuniría pronto.

Con el mismo silencio y resolución de siempre Cristina desempeñaba su labor política bajo la
tiranía de Pinochet. Iba de un lugar a otro trabajando, organizando, animando la acción, incentivando la creatividad de los jóvenes. Poseía una gran percepción de los problemas de la gente, sabía descubrir sus virtudes y desnudar sus defectos.

Ante cada asunto respondía preguntando de tal forma que la propia persona descubriera la conclusión que ella deseaba subrayar. Era conocida en los diversos barrios e industrias del sector oriente de Santiago, lugar donde vivía desde largo tiempo, y aunque usaba nombres distintos, cada vez que se hablaba de ella salía a relucir el de Cristina.

Además de su vitalidad ella poseía un gran temple, una peculiar capacidad de sobreponerse a los tropiezos y vencer los temores que a todos por períodos asaltaban a los jóvenes bajo dictadura. Producto de
los tiempos, todos tuvieron una desgraciada oportunidad de comprobarlo.

Su padre, Alfonso Carreño, fue asesinado después de ser sometido a brutales torturas en la Academia de Guerra Aérea, la siniestra AGA.

La familia recibió un ataúd sellado con lo que se quería impedir que vieran y denunciaran la masacre a que había sido sometido su ser querido.

Cristina al enterarse se estremeció y tomó las precauciones necesarias que permitieran protegerla, a la vez que cumplir su papel de hija. Con su madre y hermana denunciaron este crimen atroz cometido con un comunista cabal, al que dieron sepultura no a escondidas, como deseaba la dictadura, sino a plena luz, reafirmando el cariño y admiración por quien murió peleando a la vez que el desprecio hacia los asesinos.

Tocada por el crimen de su padre, Cristina se abocó a las tareas de impulso de la solidaridad con los presos políticos y demás perseguidos por la dictadura. Trabajó con tesón, arduamente. Quería impedir que su
mismo drama lo vivieran otros jóvenes y familias de Chile.

Sabía de los lugares de detención, de los sistemas de visitas, de las necesidades de
las familias, de las campañas de solidaridad que se efectuaban. En alguna ocasión, estando en clandestinidad, mi padre le habló a Cristina sobre esta actividad febril recomendándole tomar tiempo para su descanso y recreación.

Escuchaba, accedía, tomaba un respiro para de nuevo volver con más bríos a su acción cotidiana. Igualmente la acosaba con preguntas acerca de su novio, por cuándo se casaría, diciéndole que debía dejar
más tiempo para esta dimensión de su vida personal. Nunca arguyó en contrario pero siguió trabajando con la misma entrega y dedicación.

Mi padre jamás pensó en esos momentos de recuerdo en Cuatro Álamos, que años más tarde, encontrándose en el exilio, recibiría una noticia como un trueno: Cristina estaba desaparecida. Su madre había denunciado que, al parecer, en Argentina o Uruguay la secuestraron después de haber viajado a Buenos Aires.

Siendo niño, con mi madre vimos como papá leyó una y otra vez la información. No había dudas, se trataba de la misma persona, la recordada y admirada Cristina, la de la risa alegre, silenciosa, hacedora de presentes y construcciones futuras.

¿En qué lugar se encontraría, qué habían hecho con ella los matones de Pinochet que se dedicaban al contrabando de la muerte, intercambiando presos e informaciones con otros regímenes represivos de América del
Sur? Junto a la entrada de las transnacionales financieras a la vida económica de nuestros países, actuaba la transnacional del terror que hoy conocemos como Operación Cóndor. Todo en el mismo paquete modernizador: circulación libre de mercancías entre las dictaduras militares, ya fuesen bienes y servicios, como detenidos desaparecidos.

En efecto, a instancias de la dictadura chilena, los servicios de inteligencia del Cono Sur codificaron la cooperación informal que ya
existía en la represión a la «subversión». Para ello se realizó un encuentro, en el cuartel general de la DINA, en Santiago, en octubre de 1975.

Los ilustres asistentes fueron los jefes de la inteligencia militar de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. Un mes más tarde, Contreras recibió a Guanes Serrano y al jefe de la policía paraguaya, Francisco Brites. En esa reunión, se implementó el Operativo Cóndor, configurando un banco de datos, un centro de información y sesiones de
planificación de los grupos multilaterales de agentes encargados de vigilar, arrestar, encarcelar, torturar y «repatriar» a opositores de los diferentes regímenes.

Cristina tenía 33 años cuando en julio de 1978 se hospedó en un hotel del barrio Once en Buenos Aires. Venía de un trabajo de coordinación entre los militantes del Partido Comunista chileno del interior con
quienes estaban exiliados en Europa y ésta era su última escala antes de volver a Santiago.

Cristina al darse cuenta que era objeto de seguimiento se acercó al consultado chileno para solicitar ayuda. Ahí le señalaron que se fuera tranquila y amablemente la subieron a un taxi.

Éste se dirigió a El Olimpo, la Villa Grimaldi argentina, donde fue torturada por el temido Guillermo Suárez Mason. Quienes compartieron con ella testimonian que la agredieron hasta la muerte porque nunca delató a nadie. Luego, simplemente la desaparecieron.

Pero la verdad, porfiada, siempre aflora: Esta semana Cristina fue encontrada en Argentina e identificados sus restos. Sus hermanos, entre los cuales está la incansable Dorita de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, se enteraron de la noticia el lunes 8 de mayo por la mañana y se encuentran viajando a Buenos Aires para encontrarse con Cristina a quién tanto buscaron.

«No se puede transformar en pan de cada día el parte de la muerte» -dejó escrito mi padre tiempo antes que lo asesinaran. «Me niego a aceptar que mis camaradas y hermanos se encuentren sepultados en quizás que socavón, aletargándose en sus dolores, extraviados en los silencios, asfixiados
en sus ansias de vida.

Si muchas son las disgresiones que se hacen sobre lo que es el fascismo, válgame presentar como prueba sólo ésta: la de los seres humanos que los traga la noche, los succiona la muerte, los aniquila el dolor. Y entre ellos está Cristina, desaparecida entre los desaparecidos, perdida entre la geografía mentirosa de quienes carecen de Patria, sentimientos y amor.

Cristina Carreño es años antes que también lo asesi una joven que como todas las del mundo soñaba y tejía en su imaginación planes para el mañana. Su vida se extiende más allá de lo que piensan los adoradores de la muerte, es una flor que buscará oxígeno, alimentará nuevos sueños y entre ellos el más elemental, el del derecho a la vida, a la existencia».

Que así sea, querido papá y hermosa Cristina. Quisieron borrarlos de la faz de la tierra, para que olvidáramos vuestra capacidad de organización como pueblo pobre que se decide a luchar para alcanzar una sociedad más igualitaria y libre. Pero el exterminio fracasa una y otra vez, porque
el dolor y el deseo de emancipación no son individuales sino sociales.

La verdad de Cristina no es de un grupo de familiares, sino de todo un continente que sólo unido en la amistad y la solidaridad será capaz de terminar con la cultura de la muerte que pretendió dejar instalada como
modelo de sociedad la Operación Cóndor.

Por: Manuel Guerrero Antequera Sociólogo. El autor es colaborador de Crónica Digital

Santiago de Chile, 10 de Mayo 2006
Crónica Digital, 0, 159, 3

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