Un burdo mito sobre la elección presidencial de Salvador Allende

Se han conmemorado los 50 años de la histórica victoria de Salvador Allende Gossens en las elecciones presidenciales celebradas el 4 de septiembre de 1970. La derecha ha intentado desde siempre empequeñecer el triunfo del candidato de la Unidad Popular, argumentando que en verdad fue el producto de una resolución del Parlamento, que por lo tanto no fue el resultado de una decisión del pueblo. Por cierto, ello no se ajusta a la realidad histórica.

La aseveración de la derecha fue levantada desde el primer momento en que la Izquierda llegó al Gobierno, en coherencia con su decisión estratégica de promover un golpe de Estado desde que se conocieron los resultados de la elección presidencial, como lo ha mostrado la investigación del Senado de Estados Unidos, realizada en 1975, sobre acciones encubiertas de la CIA (Covert Action in Chile 1963–1973) y la abundante documentación que ha sido desclasificada en el país del norte.

Esa afirmación fue una constante en la construcción discursiva de la derecha durante los mil días del Gobierno de la Unidad Popular y fue recogida en el “Libro Blanco del Cambio de Gobierno en Chile”, que fue publicado por la emergente dictadura en noviembre de 1973 con el propósito de justificar el golpe de Estado. El texto indica que “el Mandatario depuesto y su combinación de gobierno (…) no fueron jamás democráticos” en el sentido “de representar a la mayoría nacional”, en primer lugar, señalaba, porque “Salvador Allende y su régimen no gozaron de una mayoría absoluta”.

Esta imputación fue curiosa en tiempos de la Unidad Popular porque, en los hechos, la derecha aceptó la legitimidad de origen del mandato de Allende, y tuvo que recomenzar en el período posterior de la asunción presidencial un camino para la creación de condiciones para un golpe de Estado, cuyo punto de partida más visible fue el paro de los camioneros en octubre de 1972.

Ello se explica porque Salvador Allende asumió como Primer Mandatario en conformidad al modo en que la Constitución Política de 1925, entonces en vigencia, establecía para que la soberanía del pueblo resolviera en forma democrática la Presidencia de la República.

En efecto, el Capítulo V de la Carta Fundamental, en sus Artículos 63 y 64 establecía que “el Presidente será elegido en votación directa por los ciudadanos con derecho a sufragio de toda la República, sesenta días antes de aquel en que deba cesar en el cargo el que esté en funciones”. Y detallaba: “Las dos ramas del Congreso, reunidas en sesión pública, cincuenta días después de la votación, con asistencia de la mayoría del total de sus miembros y bajo la dirección del Presidente del Senado, tomarán conocimiento del escrutinio general practicado por el Tribunal Calificador, y procederán a proclamar Presidente de la República al ciudadano que hubiera obtenido más de la mitad de los sufragios válidamente emitidos. Si del escrutinio no resultare esa mayoría, el Congreso Pleno elegirá entre los ciudadanos que hubieren obtenido las dos más altas mayorías relativas”…

En otras palabras: frente a la evidente probabilidad de que ninguna candidatura obtuviera mayoría absoluta y a la necesidad de que fuera electo un Presidente con condiciones de un amplio respaldo, la Constitución de 1925 –marco institucional democrático aceptado por la totalidad del país en 1970– disponía que el Congreso Pleno (y no sólo el Senado), resolviera entre las dos primeras mayorías relativas. La premisa era que el Parlamento representaba la diversidad política de Chile, por su origen democrático, en un sistema electoral proporcional y de plenas garantías de participación ciudadana.

Es decir, no se contemplaba la segunda vuelta presidencial, como ocurre en la actualidad. Y es digno de consignarse que, previo a los comicios de 1970, la derecha desestimó en forma expresa una reforma constitucional para establecer el mecanismo de segunda vuelta.

Hasta 1970 nadie había cuestionado jamás el carácter democrático de este procedimiento para resolver la inexistencia de una mayoría absoluta en la elección presidencial y nadie ponía en duda que era la forma legítima para expresar la soberanía del pueblo en la resolución del Primer Mandatario. Para verificarlo, es suficiente con revisar las elecciones presidenciales de los 25 años anteriores a la elección de Allende, en las cuales sólo hubo un resultado con una mayoría absoluta y en todos los otros casos el Congreso Pleno resolvió entre las dos primeras mayorías relativas optando, siempre, por quien había logrado más votos.

En la elección presidencial de 1946, Gabriel González Videla logró el 40,23 por ciento de los votos: apenas 3,6 puntos más que Salvador Allende en 1970. La derecha se presentó dividida en dos candidatos, Eduardo Cruz–Coke y Fernando Alessandri, que en su conjunto sumaron el 57,23%. Finalmente, todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso, con la excepción del Partido Conservador e incluyendo al Partido Liberal, confirmaron la primera mayoría de González Videla.

¿Alguien dijo, alguna vez, que González Videla “no fue elegido por el pueblo”? Ni siquiera lo hizo el Partido Comunista cuando fue proscrito por ese Presidente, luego que había sido clave en su triunfo como parte de la coalición llamada “Alianza Democrática de Chile”.

En la elección presidencial de 1952, Carlos Ibáñez del Campo tampoco logró la mayoría absoluta, obteniendo el 46,79 por ciento de los votos, y en el marco de una derecha que disminuyó notoriamente su respaldo: su candidato Arturo Matte llegó al 27,81 por ciento. En esta ocasión, Salvador Allende se presentó por primera vez como candidato presidencial. También el Congreso Pleno debió pronunciarse entre las dos primeras mayorías relativas y resolvió optar por quien había logrado más votos: es decir, por Ibáñez.

¿Alguien dijo, alguna vez, que Carlos Ibáñez “no fue elegido por el pueblo”?

En la elección presidencial de 1958, Jorge Alessandri, candidato de la derecha, logró un 31,46 por ciento: 5,07 puntos menos que los que logró Salvador Allende en 1970. Además, en 1958 Alessandri se impuso por apenas 2,7 puntos de diferencia respecto del candidato del Frente de Acción Popular y ello en el contexto de una oscura maniobra para infringir una derrota a la izquierda: la candidatura presidencial de Antonio Zamorano, el recordado “cura de Catapilco”, que con un discurso populista de izquierda obtuvo un 3,34% y arrebató a Allende los votos que requería para la victoria. Una vez pasada la elección, Zamorano dejo atrás sus supuestas inclinaciones izquierdistas y se convirtió en colaborador de la derecha: de hecho, luego del golpe de Estado fue un abierto propagandista de la dictadura.

En la elección de 1958, la votación conjunta de la Izquierda, el Partido Demócrata Cristiano y el Partido Radical alcanzaron el 65,1 por ciento. Una vez más el Congreso Pleno tuvo que pronunciarse entre las dos primeras mayorías relativas y optó por quien había logrado más votos: es decir, por Alessandri.

¿Alguien dijo, alguna vez, que Jorge Alessandri “no fue elegido por el pueblo”?

La situación fue diferente en la elección presidencial de Chile de 1964, en la que Eduardo Frei Montalva se impuso con el 56,09% de los votos.

En la elección presidencial de 1970, Salvador Allende logró la primera mayoría con el 36,63 por ciento. El Congreso Pleno debió pronunciarse y lo hizo por el abanderado de la Unidad Popular. En ello influyó la tradición reseñada en que el Congreso Pleno ratificaba la primera mayoría relativa y se posibilitó además por el hecho que la Unidad Popular y la Democracia Cristiana acordaron un “estatuto de garantías democráticas”, que abrió la puerta para que los congresistas del partido de la flecha roja optaran por Allende.

Hubo un factor adicional para ese desenlace: los programas de Salvador Allende y Radomiro Tomic, el abanderado de la Democracia Cristiana, eran sustancialmente concordantes. La propuesta de Tomic era una “Revolución chilena, democrática y popular”, con el horizonte de una sociedad comunitaria, orientada a “la sustitución de las minorías en los centros del poder político, social, económico y cultural”.

En verdad, tenía razón Salvador Allende cuando, en la noche del 4 de septiembre, habló en las Alamedas de “la alegría sana de la limpia victoria alcanzada”.

Por Víctor Osorio. El autor es director ejecutivo de la Fundación Progresa.

Santiago, 6 de septiembre 2020.

Crónica Digital.

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