Dom Nov 6 , 2022
Algunos años atrás en América Latina se daba un fenómeno que parecía prometer grandes cambios político-sociales: en prácticamente todos los países, desde México hasta la Patagonia, había un calor contestatario que abarcaba distintas dimensiones, con movimientos revolucionarios armados de fuerte base social que buscaban la revolución socialista. Se vivía un clima de «progreso social», de confrontación o, si se quiere -según un discurso conservador de derecha- «un momento de rebeldía generalizada». Marcelo Colussi, colaborador de Prensa Latina La Revolución Cubana de 1959 y el heroísmo inspirador del Che Guevara con su mística guerrillera constituían un faro para las grandes masas populares, o más aún, para grupos que se erigían en vanguardias militantes, intentando conducir el descontento de esas protestas. En ese clima, diversos movimientos populares, sindicales, campesinos, juveniles, barriales, incluso católicos de la Teología de la Liberación, buscaban nuevos derroteros post capitalistas. Había una fuerte postura anti-sistema. Luego de Cuba vino la revolución nicaragüense, mientras que Centroamérica ardía con guerras revolucionarias, y en distintos países de la región se respiraba un clima de cambio. Un fenómeno similar se vivía en otras latitudes del planeta, con la liberación del yugo colonial en el África, los socialismos árabes que iban expandiéndose, un inspirador Mayo Francés en 1968 y la Revolución Cultural en China, que significaba el rechazo de las pesadas rémoras de la antigüedad. Parecía que el socialismo estaba cerca. Se pedían varios Vietnam para incendiar el mundo, desembarazándose de las cadenas imperialistas. Entonces llegó la represión monstruosa de la derecha. Las clases dominantes de cada país, a través de sus ejércitos y con el apoyo de Washington, dominador indiscutible en la región latinoamericana, para las décadas de los 70/80 del siglo pasado emprendieron fuertes campañas contrarrevolucionarias para acallar ese espíritu transformador que flotaba en toda la zona. La represión fue tremenda, sin dejar un solo espacio de los territorios sin convulsionar. La Doctrina de Seguridad Nacional, centrada en el combate a muerte del «enemigo interno», fue el elemento dominante en esa estrategia contrainsurgente, con militares latinoamericanos preparados por Washington en su tristemente célebre Escuela de las Américas. Después de la última revolución socialista en territorio de Latinoamérica, la Sandinista de Nicaragua en 1979, la derecha continental ajustó las tuercas. Las montañas inconmensurables de cadáveres y los ríos de sangre que se registraron, atemorizaron largamente. Las torturas y las cárceles clandestinas no eran caprichos de militares psicópatas, ávidos de sangre: eran parte de una muy estudiada política de contención del comunismo. Pedagogía del terror, se la llamó. En otras palabras: una estrategia para que nada cambiara en la arquitectura social: los ricos con sus propiedades y sus lujos, los ejércitos defendiéndolos, la Iglesia católica bendiciendo la situación, y las grandes mayorías populares trabajado para mantener los esplendores de los primeros. Que nada cambie: si para eso fue necesario algún «exceso» en la represión, dios lo sabría perdonar. Esos procesos represivos, más o menos similares en todo el continente guiados por los manuales de operación estadounidenses, marcaron la historia: la organización popular que […]