En el Chile de los 90 la sociedad intentó avanzar hacia una transición democrática que re-organizara el consenso político del país. Para ello se entregó a unos cuantos hombres de Estado la legitimidad de la política basada en una orientación técnica neoliberal, que para esos años fue garante de una ingeniería institucional y política. Fue así que sedimentó una voluntad modernizadora basa en la transformación economía y política del país, insertando de forma definitiva a Chile en la globalización (para nosotros el Chile Neoliberal empieza con Pinochet pero se sedimenta con la concertación).
Fue así que el Chile de la expertiz de la gestión de la cosa pública, en tanto esa fuera entendida como mercado, fue creando una legitimidad que a la elite y a la sociedad le permitió vivir una apertura que funcionó, como diría Gramsci, como una democratización pasiva desde lo alto. Sin embargo, dicha democratización se sustentaba en el mejor de los casos en el voto con ocasión de elecciones generales, y las promesas de un futuro mejor, que durante los años 90’s se sustentaba en la inserción al comercio mediante el crédito privado. Pero como el mercado responde a lógicas del mercado y no de lo público, bastaba el devenir de una variación (como lo llaman los expertos) para develar la fragilidad de dicho pacto social.
Es este pacto social, que dentro de otras cosas, ha difuminado la separación entre lo público y lo privado provocando fisuras críticas en la estructuración del modelo político y económico. Por esa y otras razones creemos Chile debe avanzar hacia el fin de esta transición política empezada en la década del 2000 y que aún continúa secuestrada por aquellos hombres de Estado que han deslegitimado la cosa pública y desvirtuado la república para unos pocos. Aprovechar el espacio político que se ha producido por esta suerte de crisis orgánica del sistema político, donde impera un sentimiento de indignación hacia lo político y desafección hacia lo colectivo, fuerzas como el Frente amplio si hacen la tarea territorial, comunicacional y orgánica puede llevarlo a erigirse en un tercer actor relevante en el tablero político. Pero no debe ser este su fin, sino su propósito histórico-coyuntural, es decir, que junto con el objetivo de recuperación/saneamiento de la cosa pública, la apuesta debe ser por acabar con el régimen de la transición, expresada en la constitución pinochetista, dominio y mantención de una oligarquía financiera y extractivista amparada por el modelo productivo, la estructura centralizada del Estado y una doble militancia político-empresarial. Es a este modelo de transición contra el cual hay que anteponerle una propuesta ética-estética distinta, construyendo un nuevo pacto social amplio para el periodo histórico de mediano plazo para lograr los objetivos que se pretenda alcanzar. No obstante, esa amplitud no puede llevarnos a la política del transformismo.
De llegar a tener éxito el FA y hegemonizar el espacio de lo político-cultural debemos provocar el desplazamiento de los partidos o partidarios tradicionales enquistado en el duopolio político que han conducido a esta crisis orgánica a través de la doble militancia político-empresarial y la nula o escasa identificación con la mayoría de los chilenos. Y en esa medida, en que podamos hegemonizar aquello, el FA habrá cumplido su misión histórico-coyuntural y los movimientos, organizaciones y partidos que la compongan podríamos estar en condiciones de ser los nuevos referentes políticos, sociales y culturales de, al menos, el inicio de este siglo fortaleciendo su continuidad hacía las décadas venideras. De darse estas condiciones y situaciones, de haber cumplido en alguna medida el saneamiento de la cosa pública y desplazar a los partidarios de la doble militancia político-empresarial, dentro del FA podrán aflorar con mayor fuerza algunas posiciones encontradas que antaño (en rigor en este mismo momento) se dejasen para más adelante su discusión.
Ahora bien, para llevar adelante la tarea de poner fin al régimen de la transición debemos pensar la reformulación de la democracia, es decir, definir los límites que actualmente tiene y establecer los límites que queremos que tenga en el futuro.
La democracia, en su realización histórica, nunca ha sido para todos. Ésta, en tanto gobierno del pueblo, define quiénes son parte de ese pueblo y quienes no, vale decir, cuál es la comunidad política y quién es el sujeto político. Ni las mujeres, ni los niños, ni los extranjeros sin una situación regular, ni los presos, ni los pueblos originarios han sido considerados sujetos de derechos y deberes políticos, según el contexto histórico.
Actualmente nuestra democracia, articulada a través de la constitución y las leyes, tiene su propia definición de lo que es la comunidad política y los sujetos políticos. Los dirigentes sindicales no pueden presentarse a elecciones populares sin tener que renunciar a su cargo dirigencial, los parlamentarios no pueden estar insertos o apoyando movilizaciones, huelgas de trabajadores o trabajar junto a pobladores en tomas de terreno (cuestión que antes sí se podía) sin ser objetos de posibles sanciones, mientras que los dirigentes de la patronal (CCHC, SOFOFA) no tienen que dejar sus cargos para poder ser representantes populares. Tampoco hay iniciativas populares de ley, referéndum, plebiscitos, etc, mientras que las grandes empresas extractivistas de la oligarquía pautean por correo electrónico la actividad parlamentaria de algunos “representantes populares”. Legalmente es menos condenable ser acusado de cohecho, fraude, evasión al fisco que vender películas en las calles.
Esto muestra que la llamada democracia no es para todos ni todas, que los deberes y los derechos no son iguales ni menos proporcionales los castigos según las normas transgredidas, y que ella se encuentra con amplios márgenes en la cúspide de la jerarquía social, mientras que se encuentra estrecha en la base de esta jerarquía. Es por ello que creemos que para reformular la democracia debemos invertir esta lógica, ampliando la democracia por abajo y estrechándola por arriba, como por ejemplo, excluyendo la posibilidad de la doble militancia político-empresarial en los cargos de representación popular e importantes servicios públicos.
Aquellos que bregan por las llamadas rupturas democráticas, radicalización de la democracia o por la revolución democrática debemos acercar posiciones hacia esta reformulación del carácter y límites de la democracia. Vivimos un momento de tensión democrática, y es por ello que debemos reflexionar sobre esta reformulación.
Por los sociólogos Silvio Reyes y Cristián Cepeda
Santiago de Chile, 9 de marzo 2017
Crónica Digital