Por Omar Cid*
Me gusta el cine. Una de las cosas que echo de menos con la pandemia, es la ritualidad de la sala que se oscurece y en donde uno conscientemente ingresa a un mundo mediado por imagen, sonido, vestimenta e iluminación, todo puesto y todos los están al servicio de un relato. Otra cosa muy distinta, es ser partícipe sin pretenderlo, de una producción de alto costo, donde nosotros mismos somos parte de la trama.
Esa sensación, se ha ido haciendo más patente, desde el estallido del 18 de octubre, donde los medios de comunicación uniformados, han pretendido por distintos caminos, volver a instalar la confianza en un modo de vida que se estrelló contra la dura realidad de los excluidos y dañados de todo tipo. Pese a ese esfuerzo, no han podido lograr el milagro de que la sociedad chilena, vuelva a tener fe en esa élite eurocéntrica y colonizada.
Han recurrido a la reflexión binaria, ejercitando el viejo deporte de las descalificaciones. Con mucha facilidad se habla de constituyentes, candidatos y corrientes de pensamiento que son una amenaza, mientras otros u otras, estarían más acorde con la matriz de un modelo de país que supuestamente aportaría paz y tranquilidad. En ese marco de especulación, se daña el debate público, porque se escenifica la política como si fuera un reality.
Resulta insoportable, la insistencia en manejar los estados de ánimo de las audiencias, exacerbando situaciones como robos, crímenes deleznables, errores que se pudiesen haber cometido en cualquier ámbito de lo privado -por algún personaje público, la repetición de imágenes en cámara lenta o acelerando en forma continua, retrocediendo y exponiéndola por bloques. La misma imagen, reproducida hasta el hartazgo. Ese ejercicio totalitario, en el manejo de la opinión pública en sociedades calificadas como democráticas: es un debate en curso. Si a ese fenómeno, sumamos el narcisismo comunicativo que en su interpretación de la interpretación, termina anulando el hecho y [re]construyéndolo para el interés de su propia retórica. Convengamos que en ese marco meditativo, la negación puede ser un dispositivo argumental reiterado y cotidiano del que las principales autoridades de la república no escapan.
Al neoliberalismo real, lo conocemos al revés y al derecho, lo hemos vivido en todas sus facetas: terror, shock, normalización y legitimación. De hecho, va a pasar largo tiempo para sacudirnos de sus secuelas culturales, económicas y políticas, esparcidas en todos los ámbitos de la vida cotidiana. El virus de la codicia, ha destruido las relaciones sociales, porque no respeta los principios básicos de la vida en común, solo responde al impulso individual de la avaricia. No existen estudios que iluminen sobre sus consecuencias menos evidentes, solo destellos traducidos en zonas de sacrificio, venta de drogas, estafas piramidales, colusiones de papel higiénico, pollos, farmacias, llegando a la obscenidad de mantener abierto el Mall Costanera Center, pese al suicidio de un adulto mayor, hace unos cuantos días atrás. Esa normalización del abuso y el aprovechamiento, es parte de la pobreza estructural que hay que combatir.
Los tecnócratas, sienten una profunda obsesión por las cifras, datos del dato. A partir de ellas, elaboran políticas públicas. Los resultados de esa forma de conducción están a la vista. Aclaro, no hablo de descartar tales estudios, lo que ocurre es que esa matriz oculta experiencias de la realidad. Dicho de otro modo, en el seno de las autobiografías de cada ciudadano(a), existe un material subestimado por saberes especializados, en desmedro de otras formas de dar cuenta del entorno. Esa ha sido, una de las principales carencias y retrocesos de la humanidad, bajo el ciclo neoliberal. Vidas, comunidades, culturas, países, territorios, flora y fauna sacrificados por la civilización de la muerte.
Las razones descritas con anterioridad, permiten abrir un proceso de liberación del hábitat neoliberal, desatado en forma contundente en octubre del 2019, este episodio, abre paso al viejo mito del éxodo tan recurrente en América Latina, desde las primeras rebeliones como formas históricas de liberación. Juan del Valle, Obispo de Popayan afirma en el siglo XVI al poco andar de la conquista «están peor tratados que los esclavos en Egipto»[1]. Con ello, daba cuenta que la pretensión de liberarse de las cadenas: más temprano que tarde se concretaría.
Nuestro peregrinaje, tiene otras características, es fruto de un cansancio vital, no existe un líder con todo el peso del vocablo que conduzca hacia una tierra prometida. Se trata, de un pueblo en marcha, tomando trazos de conciencia, donde esperanza y miedo son parte de la mochila. No obstante, hoy los acompaña la certeza de que esa forma de vida que se les ofreció, el contrato social obligado que tuvieron que aceptar, se ha vuelto insufrible e injusto. De ahí que se atrevan a darle la espalda al Faraón de turno y sus creencias, veremos si se abren las aguas, porque de modo paradigmático en estos años: “la avaricia rompió el saco”.
*Escritor
Subdirector Crónica Digital
[1] Dussel, Enrique. El paradigma del éxodo en la Teología de la Liberación, Revista Cocilium, N°209, enero 1987