Según las estadísticas de la Defensoría Pública Nacional, los delitos no se han incrementado en el país. Cómo entender entonces esta situación. O las cifras oficiales no muestran la verdadera magnitud de la actividad delictual o la opinión pública magnifica la criminalidad que se produce en Santiago.
¿Es factible que la Defensoría no consigne en su cálculo el alza de la delincuencia que la población pareciera estar acusando? Hipótesis difícil de aceptar, en especial por la mayor capacidad de respuesta del actual sistema procesal penal.
Lo que la reforma está mostrando es que la población tiene mayor predisposición a denunciar porque nota mayor celeridad y facilidad en los procedimientos.
Tal vez, una parte de los delitos en que ella percibe en aumento consiste en pequeños actos delictuales que no llegan a ser denunciados, lo que puede explicar estas diferencias. Pero, aunque así sea, el panorama no debería ser objeto de la histeria comunicacional evidente en la televisión y la mayor parte de la prensa escrita. La otra posibilidad es que la percepción pública es objeto de una campaña que usa algunos delitos aislados, pero muy espectaculares, para fortalecer el miedo a la delincuencia, haciendo de este tema el eje de la discusión pública. En este caso, las declaraciones de la Presidenta Michelle Bachelet llamando a la oposición a no politizar el tema, adquieren pleno sentido.
Desde 1990, la Alianza de derecha ha tratado de hacer la delincuencia un elemento diferenciador en su plataforma programática. En cierta medida han conseguido algún éxito con ese discurso, porque el candidato Joaquín Lavín siempre apareció en los estudios de opinión como el político más capacitado para enfrentarla. La consigna reiterada del sector ha sido que los gobiernos de la Concertación han sido blandos y excesivamente tolerantes. En cambio, su oferta es la mano dura, inflexible y rigurosa. Estamos ante una actitud, más que ante una agenda concreta de medidas. El discurso se avala en el currículum histórico de la derecha más que en un plan consistente de políticas públicas, porque es evidente que propuestas como la cárcel isla, la reimplantación de la pena de muerte o la castración de los violadores no se pueden considerar ejemplos de políticas modernas y efectivas para combatir la criminalidad.
La fortaleza de la derecha se basa en hacer de su mayor debilidad, una virtud. Lo que parecen decir a gritos sus dirigentes es que ellos sí saben administrar la función policial del Estado. Y que durante 17 años lo demostraron con creces, no en el control del delito común, sino en la represión política de sus opositores. Porque no es posible argumentar que entre 1973 y 1990 Chile fuera un país muy tranquilo, libre de asaltos, robos, o asesinatos. Bastaría revisar las páginas de la prensa sensacionalista de ese tiempo para percibir que nunca les faltó material para incrementar su crónica roja.
La postura decidida y fuerte que la derecha muestra ante los delitos comunes no se condice con su actitud ante los delitos económicos que practican criminales de cuello y corbata. La delincuencia económica no es objeto de la menor reflexión por parte de estos partidos, que más bien alegan, como lo ha hecho recientemente Bruno Philippi, presidente de la Sofofa, ante la posibilidad de una legislación más estricta y con mayores controles y competencias fiscalizadoras del Estado. Philippi , en la cuenta anual de su organización empresarial declaró tener mucho temor por la creación del Ministerio del Medio Ambiente. Es una aprehensión muy bien fundada ya que si ese Ministerio se convierte en un adecuado instrumento fiscalizador de la normativa medioambiental del país, los grupos empresariales estarían en la obligación de cumplir con las leyes nacionales.
Seguramente, semejante exigencia esa sería una imposición inaudita. Además, este temor se ve agravado por la amenaza soterrada de que esta nueva institucionalidad ambiental pueda elevar los estándares vigentes. En ese caso ya estamos ante una amenaza. Imaginémonos a las grandes empresas tratando de responder a normativas que verdaderamente resguarden la salud de la población y la sostenibilidad ambiental del país. Sería una gran amenaza a la delincuencia empresarial.
Cuando surgen estos temas, se desinfla la lucha contra la delincuencia de la derecha y se insinúan propuestas de mano blanda. No hay palabras sobre la evasión de impuestos y se argumenta que deberían relajarse las normas ambientales y laborales, lo que en la práctica incentiva la criminalidad empresarial, que la población contempla resignadamente día a día. Tampoco hay apuro en sancionar los abusos y delitos por prácticas discriminatorias. ¿Cómo entender las dificultades que parlamentarios de la Alianza han impuesto a la tramitación del proyecto de ley que establece medidas contra la discriminación? ¿Es que ante la delincuencia de las bandas neonazis, ante el femicidio, ante los que atacan a los migrantes, a los indígenas y a las personas de diferente orientación sexual hay que actuar con otros criterios que ante la delincuencia callejera?
La misma mano blanda se aplica ante los delitos cometidos por agentes del Estado. Las violaciones de los derechos humanos, la más grave acción delincuencial, siempre han sido objeto de propuestas contemporizadoras de la derecha, que relativiza la gravedad de las infracciones cometidas por delincuentes con uniforme.
No es extraño que medidas que efectivamente ayudarían a prevenir este tipo de delincuencia, como la implementación del tribunal penal internacional, no tengan su apoyo entusiasta. La mano dura parece tener entonces un doble estándar. Muy dura para los delitos contra la propiedad privada, pero muy blanda en garantizar los derechos de la población frente al abuso de los poderosos.
Por: Álvaro Ramis. Centro Ecuménico Diego de Medellín. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 15 de julio 2006
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