La autoría de esta declaración desesperada, podría perfectamente ser atribuida a cualquier político o ciudadano común actual que haya estado siguiendo con atención el estado en que se encuentra el sistema carcelario chileno, con sus cifras de sobrepoblación y condiciones de existencia de precariedad extrema, inhumana y degradante. Sin embargo, no fue pronunciada por ningún prohombre de nuestro presente, sino por el tipógrafo, educador, sindicalista y fundador de mancomunales, federaciones, periódicos y partidos políticos obreros, Luis Emilio Recabarren. Tal diagnóstico acerca del régimen carcelario fue pronunciado en una conferencia que dictó con ocasión del primer centenario de la Independencia de Chile. Han pasado 130 años desde el natalicio de don Reca y casi cien años de su conferencia. Y sin embargo, su reclamo tiene una vigencia tal que pone un manto de dudas acerca de si hemos progresado realmente en esta materia a casi doscientos años de nuestra historia republicana.
En efecto, el sistema carcelario chileno, hasta antes de 1822, estaba compuesto por cárceles y locales en Santiago, que expresaban la herencia directa de la administración borbónica. La legislación del Antiguo Régimen concebía a la cárcel como un lugar transitorio para la espera de condenas mayores, como la ejecución pública, la expropiación de bienes o el exilio. Debido a ello no se le prestaba mayor atención a la mantención física del lugar, ni tampoco se creía que estos espacios de reclusión fuesen el lugar de castigo y redención para aquél que tras haber atentado contra la sociedad, encontraría en la soledad del encierro la reflexión y el perdón para sus culpas, reintegrándose luego como individuo rehabilitado a la comunidad.
La esencia de los males, versaba la concepción mayoritaria, se localizaba en los reos de más alta peligrosidad, por lo cual a éstos no se les permitía encontrarse en los mismos recintos carcelarios que los individuos detenidos por delitos simples. En consecuencia, se habilitó el antiguo presidio español de la isla de Más Afuera en Juan Fernández, la que en el pasado había servido como recinto carcelario que albergó a muchos de los patriotas en los tiempos de la Reconquista Española, entre 1814 y 1817. Como es conocido, aún en la actualidad del siglo XXI hay quienes piensan que crear una isla cárcel es una solución seria para el problema de la delincuencia.
En aquellos años se pensaba que la lejanía de esta cárcel respecto de la sociedad y la convivencia obligada entre presos y carceleros impactarían sobre la conducta de los convictos, desincentivándolos para la comisión de futuros delitos. El mecanismo punitivo era simple: el castigo ejemplificador por medio de la soledad obligada, maltratos físicos, precariedad de víveres y ausencia de comunicación con las actividades continentales. No obstante estos objetivos, la reclusión de presos y guardias en la isla provocó una creciente hostilidad y rebeliones que a partir de 1830 cobraron forma en múltiples motines, sublevaciones y fugas en buques.
A raíz de estas dificultades, Andrés Bello, junto a otros intelectuales de la época, hizo públicamente hincapié en la necesidad de la reforma del sistema carcelario por inhumano e inefectivo. Para ello propuso la creación de colonias penales nuevas, adoptando un régimen penitenciario a partir del principio de la expiación de las culpas como forma privilegiada de corrección del convicto. De esta manera se recomendó la reclusión de los presos en celdas individuales, para el trabajo y la oración permanente hasta la enmienda del criminal.
Sin embargo, el Ministro del Interior del Presidente Joaquín Prieto, Diego Portales, era de una opinión radicalmente diferente. Para él el escarmiento ejemplificador de los delincuentes más peligrosos era la mejor forma de desincentivo. Por ello implementó una experiencia punitiva completamente nueva para Chile: el Presidio Ambulante, conocido como los carros de Portales. Este tipo de presidio consistía en jaulas de fierro montadas sobre ruedas, que funcionaban como lugares de encierro para los criminales de mayor grado, los que eran conducidos a distintos lugares para trabajar en obras públicas.
Cada uno de los carros era habitado por hasta catorce presos, los que estaban encadenados unos a otros. La mayor parte del tiempo los condenados realizaban trabajos forzados, mientras el tiempo restante lo pasaban en las jaulas a vista de los transeúntes durante todas las estaciones del año. Los carros se implementaron a lo largo y ancho de Chile, en Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Valparaíso, Talca, Maule y Concepción.
¿Quiénes eran los presos? No otros que la plebe. Primero, durante la conquista, se trató de los indios de encomienda y los esclavos. Luego, durante el siglo XVIII de quienes emigraron del campo a la capital, a quienes, a través de bandos presidenciales, se les prohibió cantar, disfrazarse, bailar y hasta jugar chueca. Tales restricciones sirvieron, entre otras cosas, para tomar presos a quienes las transgredían y así contar con trabajadores forzados para la construcción de obras públicas, como la remodelación, bajo las órdenes del Intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackena, del Cerro Santa Lucía.
Mucho más adelante en el tiempo, entre 1973 y 1990, las cárceles volvían a ser llenadas por los upelientos, la plebe organizada que había tenido la mala idea de querer ejercer el poder político, por lo cual debían ser brutalmente castigados. Muchos ciudadanos del Chile de hoy deben haber vivido la experiencia de cuando llegaban patrullas militares a sus poblaciones, y eran sacados en masa de sus casas durante la noche, para concentrarlos, ante el llanto de sus hijos y familiares, en las canchas de fútbol. Otra forma menos sutil de los carros de portales, pero esta vez con presos políticos, la mayoría de origen proletario.
Lo que caracterizó en un comienzo a este período del terrorfue la utilización masiva de campos de concentración. Estos eran habilitados fuera de los principales centros urbanos, como en Chacabuco, Pisagua, Puchuncaví, Ritoque, Quiriquina, Isla Dawson. Su diseño emulaba a los campamentos militares, en tanto recintos cercados por muros y alambradas, bajo la permanente custodia de militares. Cada campo estaba bajo la tutela de una unidad militar. En el centro de la construcción se encontraban las barracas, los recintos para los presos políticos, y en la periferia los recintos para los militares. Las barracas eran espacios amplios, sin divisiones, con literas y catres. No contaban con baños. Cada barraca era vigilada directamente por un militar quien aplicaba el régimen disciplinario. Las visitas eran permitidas una vez por mes, y la correspondencia era revisada. Los presos políticos no se encontraban bajo procesamientos judiciales, no tenían condena, ni derecho a defensa legal.
Más tarde, los presos políticos pasaron a las cárceles comunes, que eran dependientes del Ministerio de Justicia, y estaban a cargo de Gendarmería. En su mayoría se trataba de construcciones del siglo XIX que consistían en un edificio a través del cual se ingresaba, en el cual se encontraban la administración, las dependencias del personal y la guardia; un pasillo que comunicaba a éste espacio con el interior, interrumpido por puertas metálicas y guardias. El pasillo desembocaba en un óvalo formado por galerías o calles, que se ordenaban a su alrededor. En el óvalo se encontraba la Guardia Interna. Cada galería poseía dos pisos de celdas. Las del nivel del suelo estaban ubicadas a cada lado de un pasillo de cuatro metros de ancho. Las del segundo piso daban a una pasarela metálica. Los baños estaban habilitados en el fondo de la galería, constando de baños turcos sin descarga de agua, lavamanos y ducha fría. Cada celda poseía una abertura de 50 centímetros por 50 centímetros, cubierta de barrotes. El tamaño de la celda era de 2 por 3 metros, y 4 metros de altura. Los presos políticos eran dispersados entre la población común, viviendo hacinados en promedio de 10 por celda. La estructura de las galerías se encontraba rodeada por un muro alto que las circundaba, separada por la línea de fuego. Sobre el muro una pasarela y casetas con guardias armados. La mayoría de estas cárceles aún están operativas y en su interior, pobres, miles de pobres.
Sin embargo, en la actualidad ya se cuenta con la posibilidad de la participación del sector privado en la administración de las cárceles para el cumplimiento de la rehabilitación de los presos. Junto a la creación de las Cárceles de Alta Seguridad, probablemente se trata de lo más novedoso que la democracia ha aportado a una historia nacional que lleva casi doscientos años encerrando a la plebe sin lograr atacar las causas reales de la delincuencia, pues el principal factor de la delincuencia existe en la miseria moral y en la miseria material. Hacer desaparecer estas dos miserias es la misión social de la Humanidad que piensa y que ama a sus semejantes, dijo Recabarren hace, ¡cien años atrás!
Por: Manuel Guerrero A. El autor es Sociologo y miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 12 de julio 2006
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