ESAS MUJERES (II PARTE Y FINAL)

‘Al igual que en otras épocas y latitudes, la educación de los padres y madres, la actitud de los maestros y el contexto social en su conjunto, precozmente refuerzan actitudes emocionales potencialmente disímiles. Esto lo podemos confirmar con nuestro universal conocimiento de cómo los hombres expresan sus afectos de manera más brutal, y las mujeres hablan más acerca de lo que sienten.
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Pero nuestras actitudes y formación diferentes no nos explican claramente, por ejemplo, cómo en las más diversas culturas, en todo el planeta, incluyendo nuestro país, existe un claro dimorfismo sexual en la experiencia subjetiva de los celos. Frente a la infidelidad del sexo opuesto, hombres y mujeres reaccionan de manera diversa. La gran mayoría de ellas frente a esta situación le preguntan a su pareja: “la amas”. Los hombres en cambio, en una proporción similar, le preguntan “si tuvieron sexo”.
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Durante nuestra evolución, en los últimos seis millones de años, tuvimos que resolver muchos problemas adaptativos similares, pero también enfrentamos problemas específicos. Para el macho la infidelidad sexual de su pareja afecta su posibilidad de perduración genética, para la hembra en cambio la infidelidad emocional afecta sus posibilidades de sustento y la viabilidad de supervivencia de sus crías, lo que además disminuye su capacidad de perduración genética.
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Ya Darwin había comprendido que en la teoría de la evolución debía existir una teoría secundaria; la de la selección sexual, el proceso causal mediante el cual evolucionan ciertas características, sobre la base de las ventajas reproductivas que otorgan a quienes las poseen.

Se trata de una selección complementaria a la natural, ya que la continuidad de las especies y la evolución no sólo dependen del éxito de la supervivencia de los organismos, sino que también opera a través del éxito reproductivo de éstos.

Los hombres están biológicamente preparados para reproducirse con un esfuerzo mínimo, las mujeres, en cambio, deben invertir su tiempo y recursos biológicos para reproducirse exitosamente, y después para asegurar la crianza de sus hijos, pues estos tienen un largo periodo de dependencia.

Hasta el desarrollo de la agricultura, hace sólo unos diez mil años, el periodo de lactancia debía prolongarse por varios años con el consecuente desgaste energético y su incapacidad para tener nuevas crías durante este periodo, producto del cese del ciclo menstrual durante la lactancia. La misma reina Victoria (1819-1901) tomó conciencia tardía de ello, pues al no dar pecho y entregar esta tarea a una nodriza tuvo nueve hijos en veintiún años.

Sin embargo, el tema de los pechos también lo debemos dejar para otra ocasión ya que sabemos que las chimpancés hembras no desarrollan los suyos hasta el primer embarazo, y somos la única especie en que los pechos se desarrollan al comienzo de la pubertad, y es probable que este desarrollo temprano se trate de una compensación por la posterior supresión de la ovulación, y la necesidad de la hembra de resultar continuamente atractiva al macho.

Aparentemente en todas las culturas el pecho femenino tiene un significado erótico, en cambio, la menopausia es una extraña característica que las mujeres sólo compartirían con un tipo de cetáceos.
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Los datos conductuales que diferencian a hombres y mujeres están en las características específicas de los procesos reproductivos de cada sexo, en los diversos requisitos adaptativos que enfrentaros en su evolución, los cuales han requerido de una prevalencia de miles de años para quedar grabados en nuestra información genética.

Cuando adolescente mi padre me pidió que leyera a Ralph Linton, para así obtener respuesta a las clásicas preguntas de la edad, sin embargo, Linton me dejó el sabor amargo de la desconfianza hacia los precarios conocimientos que tenemos de nosotros mismos.

Ha pasado casi un siglo desde sus investigaciones y, para la alegría de quienes admiramos su rigor, hoy tenemos más certezas que ayer. No somos una tabla rasa al nacer, como pensaba John Locke, pero tampoco somos tan distintos como para justificar algún tipo de discriminación de raza o sexo.

Es ilusorio negar nuestras diferencias de género. Somos distintos, pero nos hemos pasado unos seis millones de años adaptándonos unos a otros.
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Creo que la mayoría, en particular de los chilenos, coincidirá en que el derecho de una persona a ser juzgada por sus logros y sus méritos individuales está por sobre cualquier pequeña ganancia política que pueda arrojar un estudio sobre las variantes de género en su toma de decisiones.

Pero si alguien creyó que la legítima lucha por igualdad de género, en cuanto al mérito o aporte social (y no olvidemos que las mujeres aún reciben menos del 20 % del ingreso bruto mundial y es obvio quiénes reciben el otro 80 %), significaba que las mujeres son idénticas a los hombres en cuanto a su propensión a la promiscuidad, a la infidelidad, al gusto por la pornografía y a la violencia, está equivocado.

Al respecto, lo único verdadero es la afirmación de sentido común que, con la sola y rara excepción de los trabajos que requieran un pene o una vagina, en todo el resto debieran poder desempeñarse con igual éxito hombres o mujeres.

Por cierto, al escribir este artículo no puedo dejar de asumir que quien lo escribe es hombre y por tanto debo presumir las limitaciones que me impone mi género, tal como nos lo recuerda con propiedad Elisabeth Badinter en “Hombres/Mujeres” (Editorial F.C.E., 2003), pero ella misma se encarga de recordarnos que “la diferencia de los sexos es un hecho, pero no predestina a roles y funciones”, porque nuestra convivencia confirma a diario que “nuestras identidades no están escritas en piedra”.
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Los hombres son más violentos que las mujeres, y esto también lo podemos comprobar a partir de estudios multiculturales realizados a partir de la psicología evolucionaría, sin embargo esta reflexión no nos lleva a la conclusión inevitable de la guerra.

La duda que sí han despejado estos estudios, como otros desde la genética del comportamiento, es que los pueblos primitivos no eran más pacíficos que los actuales y que el “buen salvaje” no era más que otra de nuestras construcciones culturales, y la tasa de asesinatos en nuestro país es a lo menos veinte veces más baja que la de cualquier pueblo cazador recolector.

Si en la naturaleza tenemos evidencia comprobada del dimorfismo cerebral en numerosas especies, parece natural que las podamos comprobar también entre hombres y mujeres. Pero los progresos de la mujer después de siglos de sometimiento y discriminación son una clara evidencia de nuestras notables capacidades adaptativas además, por cierto, del fin de la esclavitud y de muchas otras formas de violencia. Ha sido históricamente muy breve el lapso desde la conquista por la mujer de su derecho a educarse y a ser consideradas ciudadanas, sólo décadas, hasta los primeros pasos que ya se dan para destruir trabas culturales tan profundas como la desigualdad laboral o el sentido social de la virginidad, «delirio colectivo, puro y simple» que talvez hubiese sido suplido por otro mecanismo represivo si no se diese la casualidad de la existencia de esa pequeña membrana que es el himen, y que en la naturaleza sólo poseen la elefanta y la mujer.
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Poner hoy en duda la importancia de la teoría de la evolución y la selección natural es como pretender aun que la tierra es plana.

Hoy podemos comprender muchos de nuestros miedos y fobias, el gusto por la belleza o la vida familiar, a partir de nuestros conocimientos acerca del proceso adaptativo que nos ha traído hasta donde nos encontramos.

Nuestros antepasados homos seguramente no comprenderían nuestro comportamiento, y no me refiero a tener una Presidenta que probablemente considerarían natural, sino por ejemplo a controlar la reproducción por la vía de anticonceptivos, pero tener tanto o mas sexo que antes que estos existieran, con la consecuente pérdida de energía. Lo que nuestros antepasados no saben es que este paso ha permitido una mayor socialización de la sexualidad femenina y un mayor compromiso paterno en la crianza de los hijos, otro gran paso adaptativo.

Por: Gonzalo Rovira. el autor es ecadámico. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.

Santiago de Chile, 30 de septiembre 2006
Crónica Digital ‘, 0, 256, 3’

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