Y luego de las más sabrosas revelaciones y detalles viene el lanzamiento de las diversas agendas anticorrupción, las consabidas propuestas por la probidad.
Con ello un sin número de interpretaciones que intentan señalar culpables e inocentes, cómplices y encubridores, víctimas y victimarios. Es tanta la palabrería que inunda la discusión que lo importante parece quedar sepultado por el morbo periodístico y político: ¿Quién caerá? ¿Quiénes serán salpicados? ¿Cuánto robaron? ¿Cómo lo hicieron?. Lo malo es que algunos caerán, otros serán salpicados, algo sabremos sobre la forma y el monto del robo, pero ninguno de estos sucesos aislados permitirá volver a entroncar la política en un marco ético y de cierta credibilidad.
Por supuesto, para la derecha el interés es llegar lo más rápidamente a una posición en la que pueda capitalizar políticamente, tal como ocurrió en el caso MOP Gate. Para ella se trata de un festín, que puede desembocar en dos escenarios: o una batalla judicial de desgaste, en la que la trama de las facturas y los proyectos fantasmas hagan rodar algunas cabezas, o en un nuevo pacto, como el que acordaron alguna vez Lagos y Longueira, que cierre la investigación a cambio de algún tipo de compromiso legislativo o político. En ambos casos el rédito electoral está asegurado, ya que más que soluciones, lo importante es cosechar votos a costa de los millones dilapidados y por dilapidar.
Lo novedoso en esta ocasión es que el entorno del PPD no ha serrado filas en la defensa corporativa de los acusados, sino que ha atizado el fuego con histéricas (e hipócritas) exclamaciones de estupor. El caso parece haber encendido una guerra civil partidaria, que sirve de desahogo a viejas disputas y ajustes de cuentas.
La consecuencia de este proceso es tratar de cortar el hilo por lo más delgado. O por los más delgados. En la página editorial de la última edición del Clinic aparecen dos columnas que ilustran esta actitud. Marcelo Mellado y su cometario sobre El operador político y Rafael Gumucio, y su opinión sobre El pícaro concertacionista parecen encontrar en este personaje a la madre del cordero de la corrupción. Pero como todos sabemos, la culpa no es del chancho, o del cordero, sino del que le da el afrecho. Y por eso la interpretación de estos muchachos se queda corta y no apunta más que al último eslabón de una cadena que viene de mucho más arriba. Como lo decía Montesquieu «La ley es como una red, los insectos grandes pasan por ella, sólo los pequeños quedan atrapados… «.
El llanterío mediático y político parece acallar toda reflexión más serena, que permita pasar de la caza de brujas a un reconocimiento de las estructuras que hacen de la política actual una actividad endémicamente corruptible y corruptora. Este análisis es evadido sistemáticamente, porque al final de cuentas, el resultado puede ser un empate catastrófico donde no quede mono con cabeza. Es decir, la constatación de una responsabilidad políticamente transversal en la corruptela electoral y estatal. Frente a este panorama, marcado por el fatalismo, la actitud de la ciudadanía puede derivar en una suerte de cinismo permanente. Como se dice en Brasil, el político rouba mais faz. O en criollo, no importa que meta las manos, pero que haga cosas. (Y si reparte un poco, mejor).
Si la única manera de enfrentar la corrupción es el señalamiento de chivos expiatorios, poco a poco la sanción social no radicará en la falta de honestidad o de probidad de los funcionarios públicos, sino en su torpeza o inhabilidad a la hora de profitar de su cargo. Porque cuando una persona percibe que su rol implica silencios y complicidades inherentes a su posición, la falta ética se naturaliza. Sea quien sea el que ocupe ese puesto va a tener las manos manchadas de igual forma. Por lo tanto, da lo mismo…mientras no se vea y no se oiga…
Una actitud diferente es reconocer que la corrupción es algo mucho más extendido y estructural que los recortes en algunos proyectos deportivos. Se necesita identificar a los corruptos, pero también a los corruptores. Porque el operador político, el puntero, o el cacique electoral no existe por generación espontánea. A alguien le conviene mantener la política amarrada a redes espúreas de financiamiento. Establecer medidas reales de limitación y control al gasto electoral es perfectamente posible, y todos sabemos quienes se oponen a este tipo de propuestas.
Por lo tanto hay que seguir la hebra de los millones perdidos. Pero no sólo hacia abajo, sino también hacia arriba, hacia los que hoy rasgan vestiduras y han legitimado el maridaje del poder económico y el poder político. Probablemente nos encontraríamos con más de una sorpresa.
Por: ALvaro Ramis. El autor es teólogo y miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 13 de noviembre 2006
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