La primera fue la llegada de Colón que modificó el curso de la historia de los pueblos de la región, la sacó de sus cauces naturales y la sometió a los caprichos de la nobleza y el papado europeo.
La primera invasión dio lugar a la primera resistencia que consumió a varias generaciones de estadistas y líderes originarios. De no ser por los españoles: Monctezuma, Cuauhtémoc, Manco Cápac, Atahualpa, Lempira, Caonabo, Hatuey, Guaicapuro y otros muchos, hubieran vivido para conducir a sus pueblos en un trecho decisivo de su desarrollo histórico.
Con la resistencia comenzó el camino que trescientos años después condujo a las luchas por la independencia, encabezadas por líderes salidos de la clase criolla, formada por elites acaudaladas e ilustradas, descendientes de los conquistadores de quienes heredaron las fortunas mal habidas, las minas, las plantaciones, los hatos de ganado y dotaciones de esclavos.
La herencia criolla no fue sólo material. El legado incluyó la ideología racista y excluyente del tratante de esclavos, la tentación autoritaria del mayoral y el talante provinciano, ostentoso y clerical de la nobleza española, ingredientes que dieron a nuestra clase política autóctona un perfil caricaturesco y condicionaron su único aporte a la práctica política occidental: el caciquismo característico de las satrapias en que se convirtieron nuestras republicas.
En las luchas independentistas, desplegadas a lo largo de casi un siglo, se inmolaron los precursores y forjadores de nuestras naciones, varias generaciones de hombres imprescindibles. Lo más generoso, talentoso y creador y las voluntades más firmes quedaron en los campos de batalla. La tozudez española convirtió en coroneles y generales, próceres y mártires a quienes debieron ser los constructores de la grandeza latinoamericana.
Los sobrevivientes de aquellas luchas, gobernantes de nuestras flamantes republicas, debutaron cuando ya el escenario político mundial era dominado por corruptos métodos imperiales que no fueron otra cosa que versiones más o menos refinadas de la conquista y la colonización. Con sus capitales, Gran Bretaña, Francia, España y los Estados Unidos introdujeron sus estilos para hacer negocios y corrompieron a los gobernantes que convirtieron el clientelismo en mercancía, dejando que los países fueran explotados y saqueados para enriquecerse ellos.
Como quiera que aquel orden no podía sostenerse en democracia, las potencias imperiales, dieron su beneplácito a las dictaduras oligárquicas, sostenidas por las cañoneras gringas y las dadivas europeas.
Nuevamente aparecieron los que no se conformaban con tal orden y que ahora no eran laborantes ni infidentes, sino opositores y subversivos que fueron brutalmente reprimidos. Durante siglo y medio en guerras fraticidas, así como en los cuarteles, las cárceles, las horcas y los paredones de las dictaduras, perecieron las generaciones de cuadros y los talentos que necesitaban los pueblos iberoamericanos.
La ocupación, el saqueo, la sangría humana y el desgaste de luchas inútiles e interminables– y no ninguna carencia intelectual–, explican el subdesarrollo latinoamericano. Exceptuando la Guerra Civil, Estados Unidos no perdió a ninguno de sus hijos en batallas estériles y con excepción de las guerras mundiales y la represión asociada al estalinismo, la Europa moderna, no sacrificó a sus mentes más lúcidas y sus hombres más enérgicos por causa de retrógrados y mezquinos intereses políticos.
Ahora todo ha cambiado porque los pueblos y sus vanguardias han aprendido a utilizar en su provecho los instrumentos con que los dominaron durante siglos. Las elecciones que legitimaron a las oligarquías pro imperialistas son ahora recursos para suprimirlas.
Los pueblos de Brasil, Venezuela, Ecuador, Chile, Argentina, Nicaragua y otros, han echado a las camarillas obedientes al imperio para dar a nuevos y auténticos líderes, la oportunidad de edificar proyectos políticos realmente modernos e inclusivos.
Las oligarquías y el imperialismo que hicieron a los pueblos latinoamericanos perder doscientos años, debieran excusarlos ahora por su impaciencia y por su prisa.
Por Jorge Gómez Barata
Santiago de Chile, 4 de diciembre 2006
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