Los mecanismos de selectividad observables en los colegios están muy lejos de llegar a su término con el proyecto de reforma educacional actualmente en trámite en el Congreso. En efecto, la iniciativa pone ciertos límites al perverso sistema de ingreso establecido en los establecimientos de enseñanza, pero mientras la propuesta avanza, quienes lucran en el sector están profundizando los modelos paralelos a los que habitualmente recurren para asegurar un perfil de estudiante dócil a los propósitos de su empresa. Y es que, tan sólo tomando en cuenta el primer semestre de este año, las denuncias por expulsión de niños y jóvenes se han triplicado respecto de igual período de 2013 (El Mercurio, 30 de septiembre). Mientras la Pontificia Universidad Católica defiende el interés privado planteando que la selectividad, incluida la expulsión, sería una “estrategia de mejora de la educación”, y justificando que las escuelas expulsen, como una “manera de seguir controlando la composición de su alumnado”, la autoridad ha tenido una actitud contemplativa, que deja en claro que tal anomalía no será enfrentada con legislación. “Es muy importante que los establecimientos mantengan un diálogo fluido con las familias de los alumnos”, es todo lo que comenta, respecto del fenómeno, la Superintendencia de Educación.
¿Bajo qué principio los colegios subvencionados y privados se arrogan la facultad de expulsar? Bajo ninguno. Sólo invocan normas internas, dictadas al antojo de sus sostenedores, y en cuya redacción los protagonistas del proceso educativo no han tenido participación alguna. La pasividad en esta materia es inaceptable, incluso considerando que la legislación vigente consagra la obligatoriedad de la educación escolar, es decir, ella es un derecho y el Estado debe velar por él. Las llamadas normas de convivencia en las escuelas no pueden constituir una manera de conculcar esa prerrogativa, ni tampoco un modo de levantar feudos al margen del ejercicio soberano. La expulsión de estudiantes es evidentemente un sistema de discriminación cuya aplicación se multiplicará y operará de facto si la ley no regula las atribuciones que a la fecha se arrogan los directores de establecimientos. De igual manera, la brutal selección que opera en el país sólo cederá realmente en la medida en que lo haga la desigualdad social que hoy reduce las posibilidades de la enseñanza a una matrícula definida por origen de clase.
Por Academia Libre
Santiago de Chile, 9 de octubre 2014
Crónica Digital
Jue Oct 9 , 2014
“La literatura no es un mero juego de palabras; lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas. Si no fuera por este profundo ímpetu íntimo, la literatura no sería más que un juego, y todos nosotros sabemos que puede ser mucho más que eso”. En 1972, el destacado narrador Jorge Luis Borges (1899-1986), con el apoyo de su traductor Norman Thomas di Giovanni, reunía en Borges on Writing parte de los diálogos sostenidos con estudiantes y profesores de Literatura de la Universidad de Columbia, en tres jornadas desarrolladas durante la primavera del año anterior. Las conversaciones se organizaron temáticamente en torno a la creación del autor argentino en ficción, poesía y traducción. Este año, Editorial Sudamericana ha publicado la versión en castellano de esos textos bajo el título El Aprendizaje del Escritor. Además de preguntas referidas específicamente a tal o cual cuento surgido de su pluma, Borges fue consultado sobre la responsabilidad del escritor frente al momento que le toca vivir, a lo que respondía centrándose en los aspectos formales, más que en los de fondo. “Pienso que la ficción está siempre comprometida con su tiempo. Nosotros no tenemos por qué preocuparnos por eso. Por el solo hecho de ser contemporáneos, no podremos sino escribir en el estilo y el modo de nuestro tiempo (…). Ustedes tienen una cierta voz, una cierta identidad. Entonces, ¿por qué molestarse en ser moderno, contemporáneo, si no se puede ser otra cosa?” Luego, puesto a no eludir el tema de fondo, agrega: “Quizá deba ser más claro. Yo soy un antagonista de la litterature engagée (la llamada ‘literatura comprometida’) porque creo que se sostiene sobre la hipótesis de que un escritor no puede escribir lo que quiere. Para ilustrarlo, déjenme decir –si me permiten una confidencia– que yo no elijo mis propios temas, ellos me eligen a mí. Hago lo posible por oponérmeles, pero esos temas siguen preocupándome y persiguiéndome, de modo que finalmente tengo que sentarme a escribirlos, y luego pulirlos para deshacerme de ellos”. En el apartado dedicado a la poesía, discrepa del planteamiento de un estudiante que insiste en desechar las estructuras líricas. “Creo que los poetas jóvenes tienden a empezar con lo que es en realidad lo más difícil: el verso libre”. E intenta explicar cómo decide él, sólo después de haber dominado las formas clásicas y su métrica, si escribirá un poema valiéndose o prescindiendo de ellas: “en algún momento me será dada una idea, o quizá alguna vaga noción –acaso una imagen– de un poema, todavía lejano. A veces, apenas puedo descifrarlo, luego esa forma borrosa, esa vaga nube, cobra forma, y entonces oigo mi voz interna que me dice algo. Desde el ritmo de lo primero que oigo, eso me deja sospechar si voy a escribir un poema blanco o un soneto”. El Premio Cervantes transandino llama a aprender de los autores predecesores, señalando: “Si usted escribe en inglés, usted sigue una tradición. El lenguaje mismo es una […]