Dos eventos trágicos vuelven a agitar el eterno problema de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar de Pinochet y la impunidad: el caso de Rodrigo Rojas de Negri y Carmen Gloria Quintana, y la muerte del genocida Manuel Contreras. Ambas situaciones remecen la conciencia ciudadana al mismo tiempo que reactivan el trauma psicosocial, especialmente en quienes fueron objeto directo del daño.
Respecto del así llamado “caso quemados”, aludiendo al mecanismo cruel y desalmado con el que se segó una vida y se marcó definitivamente otra, renace la esperanza de avanzar hacia un verdadero proceso de clarificación de estos crímenes y de ampliación de las causas hacia los mandos militares superiores y también hacia el componente civil del mando dictatorial, voluntad expresamente señalada por Carmen Gloria al momento de echar a andar una nueva demanda penal. Para los efectos del develamiento de la trama institucional que hasta la actualidad comanda las acciones de inteligencia militar que pretenden encubrir estos delitos, la denuncia hecha por uno de los conscriptos arrepentidos en el sentido de haber sido objeto de un mal llamado “pacto de silencio” durante casi treinta años, ha puesto al desnudo aquello tantas veces denunciado por las organizaciones de derechos humanos en el sentido de una obediencia militar que llega hasta los más elevados niveles de la jerarquía del Ejército en un afán obcecado por ocultar la responsabilidad directa de los mandos en los crímenes de lesa humanidad.
El develamiento de los procedimientos utilizados por la autoridad militar de la época para fabricar una historia artificial y falsa de los hechos, con la participación de altos oficiales y profesionales civiles (abogados) en el diseño de un script y una puesta en escena alienante y oscurantista, es una prueba de fuego respecto de las responsabilidades tanto institucionales como personales de cada uno de los actuantes en las diferentes fases de este trágico evento: los hechos mismos, la tergiversación de los mismos, el sostenimiento de esta mentira durante casi tres décadas mediante el expediente de obediencia al alto mando y manipulación del miedo y la indefensión existente entre los clases y soldados que allí estuvieron. En esta cadena de acontecimientos criminales es necesario inscribir el hecho que ha quedado además probado – con la permanencia en las filas del Ejército de Chile en calidad de oficial de alto rango primero (comandante de un regimiento) y finalmente como funcionario civil, de uno de los ejecutores directos del acto homicida, el entonces teniente Julio Castañer González- la estrategia de ocultamiento y protección activa de la institución militar hacia oficiales criminales, cuestión que lanza por la borda los discursos oficiales del alto mando, que sistemáticamente han mentido a la ciudadanía y al sistema judicial chileno negando información y protegiendo criminales.
Carmen Gloria ha señalado a los medios de comunicación, en reciente participación en un programa televisivo, que debió marcharse del país hace algunos años porque el país no fue capaz de sostener las cicatrices de su cuerpo; lejos de Chile inició una nueva vida, construyó su familia, creció como persona, ciudadana y profesional. La sociedad chilena y sus instituciones no pudieron con su propia y culposa vergüenza, sentimiento interpelado al mismo tiempo que reflejado en la valiente y hermosa mirada de una mujer que fue capaz de sostener, en el nombre de todos, el peso de la impunidad, la apatía y la indiferencia social, para retornar al cabo de los años a dar una nueva batalla por la verdad y la justicia. Su discurso es una convocatoria a la acción, un llamado de unidad tras valores esenciales, un desafío de justicia verdadera, donde respondan civiles y militares, sin odios pero sin vacilaciones. Carmen Gloria se nos presenta de nuevo a rostro descubierto, llena de vitalidad y esperanza, nos desafía a proseguir la interminable batalla por la vida humana.
En el campo del trauma psicosocial hemos dado cuenta, en infinidad de momentos similares a este, del efecto retraumatizante que no solo para los afectados directos sino para el conjunto de la sociedad tiene la reapertura de esta carga tanática, que se abre paso en momentos a veces impensados o inesperados desde los extramuros de los espacios de silenciamiento y desmemoria. Recientemente CINTRAS, en conjunto con otras instituciones afines de Argentina, Uruguay y Brasil, hemos aportado fundamentos científicos respecto de los mecanismos a través de los cuales estos eventos se trasladan hacia las nuevas generaciones dando curso a nuevos procesos de daño transgeneracional, tanto individual como familiar y social, que arriesgan con prolongar la carga de sufrimiento hacia los sujetos que configurarán la sociedad del futuro.
De un modo similar, la muerte del máximo genocida de Pinochet, el “Mamo” Contreras – en una situación de incondicionalidad absoluta a su decisión de hierro de llevarse consigo los secretos y laberintos del horror en los que vivió y se ocultó, deshonrado en sus propios miedos, en su cobardía – se transforma en otra prueba de los efectos deletéreos de la impunidad sobre la sociedad chilena, sobre sus ciudadanos, sobre su sistema valórico y ético, sobre los principios de justica, sobre la totalidad del sistema democrático. El silencio consciente fue su última palabra, su último gesto de deshonra del uniforme, de agravio para las víctimas del terrorismo de estado; su opción fue evitar la persecución de la verdad para sus crímenes, mantener en el ostracismo a centenares de criminales de los servicios de inteligencia de Pinochet.
Pese a que muere inexplicablemente en calidad de ex general de Ejército, el “Mamo” se ve forzado a seguir huyendo aún después de muerto; imposibilitado por su propia trayectoria de sangre y criminalidad para hacer frente al sentimiento casi unánime de repudio nacional, es transformado en cenizas en medio de la noche, como si fuese posible incinerar junto con su cuerpo los mil años de condenas y procesos que lo rotulan frente a la historia como un asesino y genocida.
Hasta ahora el Ejército no ha dicho una sola palabra en ninguno de estos dos casos paradigmáticos del terrorismo de Estado. Este silencio institucional tiene una inevitable repercusión simbólica sobre aquel otro silencio, el de los criminales y, por tanto, lo responsabiliza también por contribuir a la perpetuación de estas formas de violencia simbólica, que están en la base de la reproducción de los mecanismos más primitivos de impunidad, injusticia y olvido. Desde la perspectiva de la salud pública y la salud mental de la ciudadanía es urgente revisar los planes y programas que regulan la prevención y atención para las personas afectadas por violaciones a los derechos humanos, al mismo tiempo que la promoción de los derechos humanos, especialmente el derecho a la vida y la activa reconstrucción de la memoria histórica, único camino para revertir el trauma social y proteger a la sociedad toda de nuevos episodios históricos como el de la dictadura militar.
Santiago de Chile, agosto 2015.-