Mar Jul 12 , 2022
Por Franklin Santibáñez Díaz Analista político, Licenciado en Artes y Teología “Una Constitución no es un cuerpo de doctrinas o teoría reflejo de la ilustración de un legislador sino la expresión auténtica de la historia de un pueblo, de sus costumbres, de su modo predominante de ser y sentir” Juan Bautista Alberd Dice Juan Carlos Gómez que “para que el poder constituyente sea absolutamente un “poder Constituyente” requiere de la total desaparición del poder constituido”. De hecho y en estricto rigor, el poder constituyente aparece cuando el poder ya constituido no está en condiciones de cumplir su cometido esencial que es dar respuestas o satisfacer las demandas más básicas y objetivadas de aquellos que justamente le dieron su calidad de tal. En consecuencia, el poder constituyente se hace presente para reemplazarle o para intentar corregir y cambiar de dirección sus vectores fundacionales, aquellos que en el hoy, son iconos de la crisis. En palabras de Hegel “El capullo desaparece al abrirse la flor, y podría decirse que aquél es refutado por ésta”. Esto es la esencia de un proceso constitucional. Es aquí donde la primera ley de la dialéctica se manifiesta en forma evidente. La eterna y permanente lucha de contrarios que más allá de las voluntades humanas pugna por sintetizar cuando el momento ha llegado. Lo viejo debe morir para dar lugar a la vida nueva. Sin embargo, este fenómeno, que dada su naturaleza de desconocido provoca temor en considerables sectores de la población, debiera retrotraernos a la simpleza del comienzo, al momento en que el capullo desaparece para dar lugar a la flor. Porque ese y no otro es el ciclo maravilloso de la vida. No estoy hablando aquí de la eterna lucha entre ricos y pobres o entre capitalismo y socialismo. Más aun, en el caso de Chile en particular, estoy refiriéndome a procesos que devienen de luchas, muchas veces fratricidas, entre distintas caras de la misma oligarquía, de los mismos apellidos enfrentados por hacer valer y prevalecer sus matizados puntos de vista. Porque en estricto rigor, eso que algunos llamamos el “pueblo”, nunca ha tenido nada que ver en la elaboración de las constituciones que han regulado jurídicamente el caminar de chile en sus 210 años de vida ¿republicana?. Pipiolos, pelucones, militares arribistas, españoles jugando a ser aristócratas; castas en definitiva con las cuales muchos chilenos comunes y corrientes han buscado identificarse en un intento desesperado por sentirse –en alguna medida- parte de alguna de ellas y por tanto actores en esta larga y angosta faja de desigualdades. Pero hagamos algo de historia. Podría decirse que, desde la independencia a la fecha, básicamente hemos tenido siete cartas Constitucionales más o menos relevantes (existen algunas otras que para el efecto no analizaremos). Cada una de ellas es un reflejo de su tiempo y fue un instrumento jurídico eficaz para dar un manto de legalidad a las decisiones estratégicas de desarrollo que fueran funcionales a los intereses de las distintas caras de una misma oligarquía. En […]