LA NUEVA APUESTA DE DAVID HEVIA. POR FERNANDO QUILODRÁN

Los textos que hoy nos convocan han sido publicados en una curiosa revista, de formato y circulación igualmente curiosos que extrae su nombre, Léucade, de una isla montañosa entre cuyas credenciales históricas se halla el que desde uno de sus promontorios habría saltado la legendaria Safo en busca de la muerte. Todo esto, es claro, salvo los errores y omisiones que David Hevia no dejará de señalar de ser pertinente. Ya desde su título, nos producen estos textos una extraña sensación de… extrañeza. “La belleza como demostración”… ¿de qué?

Un acucioso prólogo, de Emanuele Severino, nos advierte que estaríamos en presencia de “el nacimiento de una nueva teoría estética”. Y ante tal afirmación no podemos sino sucumbir al doble vértigo de la trascendencia y la impotente ignorancia.

Culmina el prologuista su faena con una aseveración que nos abre una senda para mejor coherenciar lo que vendrá. O al menos, así se esmera en colaborar a nuestra intelección: “acostumbrada la filosofía a pronunciarse sobre la poética, era hora ya de que ésta le pasara la cuenta”.

Así, pues, nos hallamos en medio de una contienda que, dicho en términos coloquiales, se da entre adversarios de fuste. Entre “perros grandes”, como alguna vez sentenció un prócer semi o nada republicano. Nos adentramos en el cuidado volumen y hallamos un texto, éste no leucadeano, que lleva por título el del libro. Valiosas y afortunadas incursiones en el pensamiento platónico y aristotélico nos van adentrando en una vasta y erudita polémica que se explicita en el apartado que lleva por título “Cómo muerde la poesía”. Estamos ya en la que parecería “tierra derecha”. La poesía discurre y disputa consigo misma. Nos hallamos en el territorio de “la metáfora”, la que estaría constituida por “la discontinuidad de la realidad”.

Alguien podría aducir que hay tantas definiciones de “metáfora” como metáforas hay. Pero se nos dan ejemplos de una suerte de metaforización que limita con el inconsciente o lo espontáneo, los que tal vez sean lo mismo.

Una preciosa cita de Alejo Carpentier nos enfrenta a una de sus obsesiones: “llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado”. ¿Abdicación de cualquiera cosa parecida a un “creacionismo”, y reafirmación de los indiscutibles derechos de lo real? Y, sin embargo, un epígrafe tomado en préstamo a Saint-John Perse nos advierte, subversivamente, que “es suficiente, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo”.

Confieso que, al correr de estas páginas, hube de reabrir un viejo tomo de la “Poética” de Hegel, en busca tanto de dudas como de certezas. Y no es éste el menor regalo que retiré de estas páginas. Porque nos dice Hegel que “(la obra poética) debe presentarse bajo el aspecto de una totalidad orgánica, delimitada y acabada en todas sus partes”. Menos riguroso, pero no menos pretencioso, Nietzsche diría luego que “la vida (es decir, aclaremos, la realidad) sólo tiene valor como fenómeno estético”. A esa “tentación totalitaria”, o simplemente totalizadora, se nos oponen en estas páginas “demostrativas” los muy diversos modos de “hacer realidad” desde la poesía. Es la vieja controversia entre “la realidad en sí” del arte, o la teoría del espejo reproductor, por lo general condenado a una condición acrítica. Se trata, en buenas cuentas, del “estatuto” del arte; de la poesía, en este caso. Y desde el título mismo nos asalta una duda: ¿necesita la “belleza” demostrar algo para tener valor, legitimidad “ontológica” en sí misma?

Lo que sigue es un repertorio gozoso de de obsesiones, lecturas, afinidades y rechazos. Vasto territorio de lecturas. Lúcidos interrogatorios. Valiosas insinuaciones para completar o al menos enriquecer lecturas, derrotar la linealidad del tiempo, uniendo los cabos lejanos a las señales del estricto hoy. Labor que el escritor cumple, a veces sin proponérselo, aunque sea una de sus funciones ejemplares: demostrar que somos los mismos que asediábamos Troya o la defendíamos al precio de la vida.

Intentar el inventario temático de este volumen sería vano, pues cada página es radicalmente distinta. Se nos toma de la mano desde los más lejanos orígenes, se nos instala en los más variados escenarios del arte, la historia nos traspasa. Pareciera que en este recorrido subyaciera la intención, para nada oculta, de decirnos que no seamos tan vanidosos con nuestro presente, pues en lo esencial nada hemos cambiado, no al menos, para lo mejor.

Leemos, a propósito de Tagore y Keats, un texto titulado “La belleza en tanto verdad”. La pregunta inevitable es por lo que puede ser si no se la confronta con “la verdad”. Se introduce el concepto del “placer”, no sólo como demostración de lo bello, sino también como herramienta del conocimiento. Y la pregunta que nos hacemos es por una suerte de autonomía de la belleza, más allá de su utilidad como demostración o herramienta cognoscitiva.

Le ha devuelto, efectivamente, David Hevia a la poesía la soberanía de la palabra. Le ha permitido explayarse y, más que defenderse, atacar desde su especificidad, la que por otra parte no es tan evidente: hay que buscarla, averiguarla. Y a ello nos invita esta aventura apasionante, plena de sugerencias, algo así como si el viejo tábano de Atenas nos persiguiera con su probada ironía después de haber libado por entre los jardines ocultos de la poesía.

Entonces, muchas gracias, David, por esta visita guiada a los jardines de la belleza y la inteligencia.

 PALABRAS DE VÍCTOR SÁEZ, PRESIDENTE DE LA SECH

Cuando David Hevia me habló de este texto, tuve la tentación, y lo reconozco, de creer que estábamos en presencia nuevamente de una de esas aproximaciones tautológicas a un tema tan antiguo como el ser humano, como es la belleza, la posibilidad de ella o el desafío que ella nos plantea. Tantas aproximaciones tautológicas han llevado a un agotamiento generalizado de una aproximación a este tema desde una vivencia distinta, que incorpora no solamente la teoría, sino que también aquello que se vive como experiencia de lo bello, a veces a partir de la ausencia de lo mencionado. La tautología como razonamiento circular, que no aporta conocimiento, tiene esa característica, suele agotar, y rápidamente: Pero cuando el texto llegó a mis manos me sorprendí gratamente de encontrar un nuevo nivel de aproximación, un nuevo nivel de decodificación, sobre un tema que tiene una vigencia, una actualidad y confrontalidad más allá de lo que podríamos creer o pensar en una primera mirada tal vez ingenua, o displicente, en el peor de los casos. Estamos ante un texto que, precisamente desde un espacio de difusión, que es la gaceta que dirige David y en la cual trabaja con un equipo notable, esa isla blanca de donde tomó el nombre Léucade, tiene un registro, una voz propia, y eso vaya que hace falta en asuntos como éste. Es decir, se nos plantea la belleza ya no simplemente como la concurrencia de aquello que es agradable al oído, a la vista, al olfato; también la belleza se olfatea, y a veces en espacios innombrables, pero habitables.

De ahí entonces el valor de estar hoy frente a esta apuesta que hace el autor por la capacidad de reconstituir parámetros de entendimiento y plantearlos con una actualidad más que necesaria, porque tal vez el gran desafío que tenemos que aprender a asumir en nuestra vida, es que precisamente la búsqueda de la belleza no sólo humaniza al ser humano, sino que además lo hace protagonista de transformaciones que son urgentes a la hora de reconstituir y reinstalar a este mismo ser humano como protagonista de la historia y como eje de nuestros afanes y nuestros desvelos. Incorporarnos en la búsqueda de una belleza que muchas veces nace de la contradicción asimétrica de un mundo, de una sociedad, de un arte deshumanizado, que muchas veces no ha sabido dar cuenta cabal que aquello que el ser humano reclama como propio y exige como carta de identidad ante las cosas y ante los procesos estéticos, políticos y éticos que nos toca vivir, es una necesidad urgente. En otras palabras, transformar la búsqueda de la belleza, la estética, en el ejercicio de una libertad liberadora y transformadora, o sea, en un elemento ético, que nos permita descubrir, a partir de los registros propios que la belleza contiene en sí misma -llámense éstos literatura, danza, música, pintura, escultura, trabajo, compromiso- lo que a cada uno nos corresponde en la tarea de volver a instalar la belleza no sólo como tema de discusión o análisis, sino como algo que le debemos al ciudadano de hoy.

La construcción de sociedades feas es constatable desde el mismo momento en que asomamos nuestros pasos por la vereda de nuestras casas, hasta el instante en que nos dormimos pensando en aquello que, tal vez, no está completamente realizado o aún mantiene la característica de desafío. Convertir la belleza en moneda circulante es quizá la mejor manera de vencer las propuestas, la instalación de constructos e imaginarios deshumanizadores, donde simplemente se reducen las relaciones del ser humanos con su entorno a relaciones de funcionalidad. Ahí entonces sí tiene validez aquello que solíamos aprender como atributos del ser, esa categoría ontológica, metafísica, que determina no solamente la autoconciencia de existir, sino también estructuras políticas, económicas y de dominio sobre el ser humano. Nos decían que el ser tenía tres características: que era bueno, que era verdadero y que era bello. En esas categorías, entonces, podíamos tener esa experiencia trascendente, metahistórica, que nos conectaba con una suerte de descubrimiento mimético de ese ser en las cosas, y en la reproducción mimética que se hacía de esas cosas por parte del artista o del creador. De ahí la poesía entendida como poiesis, como creación. Pero también existe la posibilidad de que ante la ausencia dramática de la belleza y de la verdad, la voluntad tampoco exista. Por eso lo que decía Fernando Quilodrán, en su presentación, de que la belleza no tiene sentido si no se contrasta con la verdad, tiene un contenido ético, político y social, que va más allá de la mera conmoción estética como contenido de lo bello. La conmoción estética es válida, y quién no la ha sentido frente a un cuadro, a un poema, a una canción a un ballet, a un hombre ganándose el pan. Pero también la conmoción estética tiene que instalar al observante en una categoría protagónica frente a los desafíos de la belleza como posibilidad. Una belleza posible, una belleza para devolverle al ser humano su lugar, la alegría de saberse vivo y saberse parte de otra realidad que lo trasciende, no en sentido metafísico, sino en cuanto realización colectiva de los sueños inconclusos.

Por eso esta voz, por eso este libro que hoy nos entrega David Hevia me causó mucha alegría al leerlo y me gatilló muchas preguntas. Y tal vez ahí está el valor principal de cualquier aproximación filosófica al tema que sea, no en las respuestas que da, sino en las preguntas que abre. Nosotros como creadores, como seres humanos, como habitantes de este espacio geográfico, de un mundo mayor, como amerindios, como descalzos de la Patria Grande con que soñaron Bolívar y Allende, debemos hoy devolverle la belleza a nuestra gente; la belleza a nuestras calles; la belleza a los que no están y nos siguen acompañando; la belleza en un país que pretende cubrir con el manto de un perdón seudorreligioso el horror de los crímenes que hasta ahora marca nuestras vidas. Ahí falta belleza. Ahí falta poder compartir este libro, poder compartir los espacios que el pensamiento nos abre, que la poesía nos coloca como referente, pero también como desafío. Hermosa posibilidad, bella posibilidad la de estar con ustedes esta tarde. La belleza, es sumamente revolucionaria. La belleza es, quizá, lo único capaz de volvernos a hacer sentir en nuestras entrañas, en nuestro corazón, en nuestra mente, que estamos en el mundo para algo más que la prisa, que la antropofagia convertida en modelo de vida; que estamos para algo más que la mediocridad que provoca la miopía sobre el otro. La belleza, posibilidad, desafío. La belleza que hoy, en esta tarde, vuelve a tendernos la mano. Muchas gracias.

PALABRAS DE DAVID HEVIA

            Trataré de ser breve y de no referirme al libro. Quiero comenzar agradeciendo a Víctor Sáez, nuestro anfitrión y presidente de la Sociedad de Escritores de Chile y decir, en primer lugar, que me gustaría escribir muchas cosas más con tal de tener a personas como Fernando Quilodrán, ex presidente de la SECH, habitando esta casa, este espacio de todos. Agradezco a todos los presentes y probablemente seré injusto, porque no me alcanzará el tiempo para mencionarlos a todos. Voy a reconocer el esfuerzo de haber venido a Zulema Mejías, una compañera a la que conocí cuando trabajamos en la Brigada Ramona Parra, en tiempos más difíciles; también a un quinceañero que se parece sospechosamente a mí y que discutió conmigo más de una vez estos temas que hoy puedo volcar casi echándole la culpa; y quiero agradecer, igualmente, a mis estudiantes, que tuvieron que soportarme hoy dos veces en lugar de una. Cuando yo planteé el libro como tema, hubo gente que dijo que hablar de la belleza es superfluo. Como parece que eso es así para muchas personas, en realidad yo voy a preferir que ustedes puedan leer no sólo este texto, sino toda discusión que se ha dado sobre estas cuestiones. Quiero agradecer además la presencia de una persona muy significativa para mí, la de Edmundo Herrera, hoy miembro del directorio de la SECH, pero presidente de la misma cuando sobrevino el Golpe de Estado, cuando murió o mataron a Pablo Neruda y cuando había que levantar la voz en medio de disparos. Allí estuvo la valentía de elevar el volumen para decir algo, arriesgando la vida como muchos de los que desaparecieron en esa jornada. Y yo menciono esto un día después del 11 de septiembre, porque por ahí, seguramente, hay mucho escritor que cree que basta tomar el lápiz para ejercer el oficio, y olvida que las grandes plumas que han aportado a la literatura y a la historia del pensamiento son personas que estuvieron siempre dispuestas a arriesgarlo todo por sus convicciones, y eso se escribe fuera del papel. Así como está hoy presente Edmundo Herrera y otros que dieron esa batalla, no pudo acompañarnos Poli Délano, a quien agradezco porque fue uno de los chilenos que tuvo que seguir escribiendo en el exilio, y que regresó al país no sólo para traer de vuelta su literatura y la de otros, como la de Arthur Miller, de quien fue anfitrión en esta Casa del Escritor, sino que también trajo de vuelta la experiencia de organizarse. El pensamiento siempre es pensamiento social. Por ahí puede haber gente que tenga el interés del espejo, de la vanidad, de ver su nombre en todas partes. Pero lo que pensamos, lo que decimos, se debe a mucha gente que discutió con nosotros; y una discusión ordenada, conducente, que tiene dirección, se da en el marco de una organización. Yo creo que no sólo a temas relativos a la estética, sino que a la posibilidad de abrazar la literatura le hace falta todavía acá recuperar ese tejido social al que tantos escritores, como Baldomero Lillo, por ejemplo, contribuyeron. Quiero reconocer a todos la paciencia de haberme escuchado, la posibilidad de leer el libro y de compartir, en esta sala, más tarde, algo más que decir. Muchas gracias.

Santiago de Chile, 25 de septiembre 2013
Crónica Digital

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ANDRADE (PS): “LA SEÑORA MATTHEI NO PUEDE INSINUAR QUE EL PRESIDENTE PIÑERA LE HA HECHO UNA TRAMPA”

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