EN DEFENSA DE LA DIGNIDAD DE CHILE Y DE SU MEMORIA HISTORICA

Esos hechos configuraron una secuencia de delitos terroristas cometidos por agentes del Estado, tipificados como crímenes de la mayor gravedad en los ordenamientos penales de todas las culturas; y en el sistema universal de los Derechos Humanos.

Guardando las debidas proporciones en cuanto al poder de las armas, la extensión erritorial y la cantidad de población, sólo la época Stalinista de la Unión Soviética y el genocidio nazi de Alemania, superaron en horror a la dictadura chilena durante el turbulento Siglo XX.

Pero aquí; en este país pequeño y habitualmente democrático, al menos en su dimensión política formal; la frecuencia diaria de la perpetración, la premeditación, la alevosía, el ensañamiento, el número abrumador de las víctimas y los móviles deleznables de semejantes atrocidades, no tenían precedentes en ninguna época de los 463 años de nuestra historia.

Por eso, pareciera advertirse cierta lógica práctica, en la magnitud de la hipocresía con que los políticos de la derecha – inductores originarios y coautores intelectuales del genocidio político – pretendieron primero, encubrir crímenes tan aberrantes; y luego – cuando el encubrimiento ya resultó imposible – sacudirse, con espectacular cinismo, la responsabilidad ideológica de su
perpetración.

Porque configura un abierto fraude a la verdad, que se pretenda circunscribir ahora la planificación del terror metódicamente elaborado, a una supuesta cultura de crueldad que habría estado vigente desde siempre en las F.F.A.A. Nadie que haya pertenecido a alguna de las instituciones de la Defensa Nacional antes de 1973 podría sostener, que en aquella época, se enseñara o fomentara prácticas destinadas a infringir dolor, sufrimiento o la eliminación de subalternos bajo arresto, o de enemigos prisioneros; de cualquier enemigo, real o inventado; según se calificaba después del golpe – para cumplir con el Decreto que les declaró la guerra – a los adversarios del fascismo gobernante.

Antes, nadie había sido condecorado por su «coraje para castigar con ensañamiento» al prisionero sometido a su poder.

Después del siniestro 11 de Septiembre, los asesores políticos rendían homenaje al valeroso principio de autoridad de los más severos.

La rectitud moral, la solidaridad humana, incluyendo el respeto a la dignidad del vencido, habían constituido – en la tradición militar de Chile – los elementos esenciales que le daban verdadero sentido al «honor militar».

La trayectoria profesional de generales y almirantes, desde que se consolidó la Constitución del 25 hasta 1973; el heroico ejemplo de quienes se negaron a participar o proseguir en el delito de rebelión, como René Schneider, Carlos Prats, Alberto Bachelet, Oscar Bonilla, Augusto Lutz y Raúl Cantuarias, entre otros; y los que prefirieron abandonar la institución a quebrantar su juramento, como Guillemo Pickering, Mario Sepúlveda, Erwaldo Rodríguez, José Domingo Ramos y Nelson Fuenzalida; además de otros doscientos oficiales, suboficiales, soldados y marineros; aportan la evidencia histórica sobre el origen ideológico de la sublevación.

El acontecimiento delictual que cambió el devenir ético y social de Chile, no fue una Orden de Comando de sus F.F.A.A., sino una decisión política previa de la derecha; y esta verdad no es un descubrimiento, ni tiene nada de excepcional.

No es un descubrimiento, porque todos los chilenos que tienen más de 40 años, tuvieron que saber – por lo menos cuando eran niños – que la juventud del Partido Nacional, como se habían rebautizado los
Conservadores y Liberales de entonces, junto a Patria y Libertad – su brazo armado, se dedicó en los años 1971 y 1972 a inducir la sublevación entre sus relaciones vinculadas a las F.F.A.A., e incluso a tildar a sus miembros de «gallinas» lanzando maíz en las puertas de los cuarteles.

Pero además, porque un grupo importante de poderosos empresarios y líderes políticos de la reacción, encabezados por Agustín Edwards, Hernán Cubillos, Javier Vial, Eugenio Heiremans, Orlando Saenz, Roberto Kelly, Sergio O. Jarpa, René Silva Espejo y muchos otros, constituyeron la Cofradía Náutica que en Septiembre de 1971, organizó su estructura en el Hotel O Higgins de Viña del Mar, durante un Seminario que se prolongó por varios días.

Su objetivo: desestabilizar el orden político a través de procedimientos económicos, sociales y culturales, tanto internos como
internacionales, que hicieran inevitable la intervención militar.

Por lo demás, varios de estos empresarios y políticos de derecha, ya habían inquietado al Presidente Nixon y a su imperialista Secretario
de Estado Henry Kissinger; antes de que el Congreso Pleno ratificara la elección del Presidente Allende; sugiriendo que E.E.U.U. hiciera «cualquier cosa» para evitar que el candidato socialista llegara a asumir el cargo.

Esa «cualquier cosa» resultó siendo, en último
término, el homicidio de un hombre ejemplar; el Comandante en Jefe del Ejército de esa época, General René Schneider Chereaux.

Que el llamado eufemísticamente «golpe militar» del 11 de Septiembre de 1973, no fuera sino el cumplimiento de una decisión política de la derecha, tampoco tiene nada de excepcional.

Todos los delitos de alzamiento a mano armada contra el orden legalmente constituido – sancionados en los Arts. 121 y 126 del Código Penal y 265 y siguiente del Código de Justicia Militar, con penas de residio o extrañamiento mayor a perpetuo – han sido concebidos, planificados y financiados, a través de nuestra historia, por dirigentes políticos de la derecha.

De ellos – y gracias a la preparación organizada que permitió implementarles la fortuna de sus instigadores e ideólogos – cinco, al menos, tuvieron pleno éxito: las sublevaciones de Concepción y Coquimbo que culminaron con la abdicación de O Higgins en 1823; el alzamiento de Pelucones y Estanqueros que consolidó a los
Conservadores en el poder por 40 años, a partir de su triunfo en la Batalla de Lircay; la guerra civil de 1891 que condujo al derrocamiento y suicidio del Presidente Balmaceda; el motín armado de las juventudes Liberal-Conservadoras en 1931 que provocó la renuncia del Presidente Ibáñez; y la sublevación armada del 11 de Septiembre de 1973, que ha sido tema introductorio de este breve análisis.

Dos de los candidatos a asumir la Presidencia de la República en marzo del 2006, pertenecen a esa derecha chilena.

Tradicional y conservadora en lo ideológico, privatizadora y monopolista en lo económico; igualitaria respecto de los derechos y libertades a que sólo se accede con dinero; y autoritaria e implacable en materias de Seguridad; especialmente cuando son ellos quienes manejan el control del poder, o víctimas elegidos en delitos contra la propiedad.

Resulta extraño – casi inexplicable – que ningún medio de comunicación social les haya preguntado a ninguno de esos candidatos por qué apoyaron – sin reservas ni objeciones – a la dictadura instaurada a
raíz del delito de rebelión del 11 de Septiembre de 1973.

Si el derecho a la libertad de información tiene algún sentido de coherencia, con la función social de la información, para los dueños de los medios, para quienes los administran y para los profesionales de dicha función; entonces el veto del tema para los Sres. Lavín y Piñera y candidatos al Congreso de su misma corriente política, es un atentado contra el «derecho a la información»… que no puede seguir
siendo «La Información de la Derecha».

Mas que creer a los candidatos por LO QUE DICEN QUE HARAN; a los ciudadanos, con elemental sensatez, les interesa saber QUE HAN HECHO EN LAS EPOCAS MAS CRITICAS DE SU HISTORIA, SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS.

Eso es lo que realmente los califica en los diversos matices del valor y la debilidad, de la
objetividad y el interés personal, de la justicia y el abuso; en suma, entre la solidaridad y el egoísmo.

La histórica circunstancia que, virtualmente, todos los medios de comunicación pertenezcan a ellos mismo o a sus adherentes, puede ser la explicación de que dicha pregunta nunca se les haya planteado.

Por: José Galeano. El autor es Abogado. Defensor de los Derechos Humanos y Académico de la Universidad Arcis.

Santiago de Chile, 24 de noviembre 2005
Crónica Digital/Aguja
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