AUTORIDAD SI, VIOLENCIA NO

sino en generar condiciones que abran paso a la movilización de las capacidades de una pluralidad de personas, por ideas y valores comunes, que es lo que permite, en definitiva, «poder» cambiar la sociedad para mejor.

Ser Gobierno democrático implica mucho más que elegir a un Mandatario en un rito que se repite cada cierta cantidad de años.

Significa, sobre todo, poner en acto una concepción del poder como una capacidad que no pertenece a ningún individuo en particular, sino a grupos humanos que salen de su esfera particular para, mancomunadamente, emprender nuevos rumbos, ejercicio que debe venir facilitado por la autoridad legítima -el reconocimiento- que han de ganarse día a día quienes gobiernan para conducir, competente y responsablemente, estos procesos de cambio.

En efecto, de modo diferente a lo que a veces se piensa, el poder jamás surge de la violencia, sino que emana del hecho de que personas se junten y procedan concertadamente para lograr un propósito común. Es la concertación de hombres y mujeres -«la unión hace la fuerza», dice el refrán- lo que le resulta consustancial al poder, no la violencia. Es más, la violencia no es equiparable al poder, porque el dominio por la violencia entra en juego precisamente cuando se está perdiendo poder. Y una vez utilizada la violencia en pos del dominio, su uso cobra su precio tanto en los vencidos como en los vencedores, toda vez que ella implica una crisis de poder, es decir, una en la capacidad para actuar juntos.

El ejemplo más palpable, triste y siniestro de ello fue el Gobierno militar y de la derecha chilena que ejerció sistemáticamente la violencia durante casi dos décadas en nuestro país.

Dicho Gobierno fue dictatorial en tanto eliminó el nivel intermedio de la legalidad, volviendo el mandato de Augusto Pinochet en ley, suspendiendo el Estado de derecho e instalando un permanente estado de excepción. Fue, además, autoritario, porque las relaciones de poder que se establecieron prescindieron de los procesos de legitimación previos, destacando el uso de la fuerza, del terrorismo de Estado como el modus operandi principal.

Tal régimen fue, a su vez, totalitario, porque mantuvo el monopolio de todas las formas y espacios de ejercicio del poder, imponiendo una ideología oficial incuestionable; una policía secreta terrorista, que combatía a grupos declarados «enemigos de la sociedad»; un monopolio de los medios noticiosos y de información, así como universidades, en manos directamente de los militares o de cuadros de ultraderecha designados, nunca elegidos, entre otros aspectos. Pero aunque resulte extraño decirlo, el régimen pinochetista fue extremadamente débil desde el punto de vista del poder y es por ello que tuvo que recurrir constantemente al uso de la violencia para asegurar su dominio, hasta que fue derrotado precisamente por el poder de las mayorías.

De modo distinto, un Gobierno democrático debe concebir al poder y la violencia como opuestos: donde uno domina falta absolutamente el otro.

Como lo señaló alguna vez Hannah Arendt, la violencia aparece donde el poder está en peligro, pero confiada en su propio impulso acaba por hacer desaparecer al poder. Mientras la violencia está vinculada con la amplificación de la potencia humana mediante instrumentos de coacción, el poder debe remitir a la autoridad, que jamás la otorga la violencia, sino la rectitud, el trato justo, la escucha tolerante y la capacidad de actuar juntos compartiendo responsabilidades. Donde se perpetúa la relación amigo-enemigo, precisamente impera la violencia, lo que coarta los espacios de reconocimiento del otro y, por lo tanto, hace desaparecer el poder como capacidad de emprender juntos.

En nuestro Chile actual no cabe duda de que estamos cada vez más lejanos al modo de gobernar del pinochetismo. Prueba de ello nos la dan, por ejemplo, dos eventos recientes que sólo son posibles en democracia y bajo una concepción distinta de poder que el de la dictadura.

El primero es el repudio público de la Presidenta de la República a la represión policial contra periodistas y secundarios que se registró durante las pasadas movilizaciones de estudiantes.

Lo novedoso del suceso, lamentablemente, no es que se haya reprimido con violencia inusitada a manifestantes y reporteros gráficos, sino la condena abierta y decidida por parte de la principal autoridad del país a tales hechos, que calificó en la ocasión de «exceso, un abuso, una violencia repudiable e injustificable», con el consecuente relevo de su cargo del prefecto de Fuerzas Especiales de Carabineros, el coronel Osvaldo Jara, debido a la violencia aplicada por efectivos de esa división contra los adolescentes y la prensa.

La señal de condena a esta violencia, transmitida por cadena nacional, no es menor y debe ser valorada en toda su magnitud, porque pone una vara distinta para medir públicamente qué se considera tolerable y qué no en democracia en cuanto al uso de la fuerza para las propias instituciones a cargo de velar por el orden público. Ello sólo ha sido posible porque se tiene la convicción de que medidas de este tipo ya cuentan con el respaldo ciudadano que las avalan, es decir, es el poder de las mayorías lo que ha vuelto verosímil declaraciones de este tipo.

Es de esperar que se actúe en consecuencia, y dicha condena se traslade a todos los conflictos en los que se encuentran involucrados agentes del Estado.

Otra muestra de poder democrático es la elección de Senado Universitario de la nueva Universidad de Chile.

Se trata de una instancia triestamental, con participación de académicos, estudiantes y funcionarios, hasta ahora única en el país, que tiene atribuciones para definir las normas internas de la universidad, sus grandes proyectos y sus propuestas al medio nacional.

Este logro se debe, fundamentalmente, a la capacidad de actuar juntos que tuvieron los estudiantes de la Universidad de Chile que en
1997, luego de refundar su federación, presionaron para que se formara la primera comisión de carácter transversal encargada de repensar y generar un nuevo sistema de Gobierno participativo en la casa de Bello.

En 1998 y 1999, se comenzó a escribir y se refrendó la propuesta de nuevos estatutos de la universidad, y en octubre de 2002 se eligió un primer grupo de representantes de la comunidad que hicieron la «marcha blanca» del Senado.

Finalmente, hace pocos meses, se defendió la propuesta de la comunidad en su decisivo paso por el Congreso y la Contraloría General de la República, hasta que se consiguió su publicación en el «Diario Oficial» como Ley de
la República, después de más de nueve años de intenso trabajo colectivo basado en el intercambio de argumentos y la movilización social que, sin necesidad de recurrir a la violencia, evidencian el poder, la capacidad de convocatoria y conducción que tuvieron los estudiantes junto a académicos, funcionarios y autoridades.

Muestras como éstas hay muchas más como también existe una gran cantidad de proyectos colectivos que no han podido resultar exitosos porque, sin duda, a nuestra sociedad aún le falta mucho camino por recorrer para que la acción humana concertada no violenta sea la columna vertebral de nuestro modo de convivencia en democracia.

Sin embargo, para avanzar en mejorar las condiciones materiales de existencia de toda nuestra población y asegurar una vida digna para todos, no hay duda de que debemos continuar por el camino que nos muestran las experiencias de avance democrático, aunque tome mayor tiempo y trabajo conquistar mayorías conscientes, organizadas y participativas que producir efectos rápidos y espectaculares a través del uso de la violencia, que está condenada a ser efímera, pues solo porta la ilusión de que ejerce el poder, y como ilusión más temprano que tarde se desvanece irremediablemente en el aire.

Por Manuel Guerrero A. El autor Sociólogo y Doctor en Filosofía Política. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.

Santiago de Chile, 22 de junio 2006
Crónica Digital , 0, 107, 3

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