Aunque revestidos con espejos y luminarias, me parecen más pequeños, menos
cómodos que antes, hace 33 años, cuando los usé con frecuencia.
La Corresponsalía ha estado durante décadas en el piso 11 (el último) de un noble inmueble cercano al Palacio de La Moneda y de la Alameda Bernardo O´Higgins, en la esquina de Ahumada y Unión Central, hoy Pasaje Bombero Ossa.
Los ascensores seguro fueron renovados o reparados más de una vez. Por lo menos sus puertas cambiaron de color plateado a amarillo claro.
La última vez que los monté fue en septiembre de 1973, cuando -junto a otros colegas- debí abandonar Chile. Y son lo primero que veo ahora, al volver a la Corresponsalía.
Hasta los años 70, PLChile se llamó Prelagoch, gracias a la caprichosa fusión de las últimas letras de Santiago con las primeras de Chile, y así la identificábamos sus corresponsales y trabajadores.
Pero, ya lo dije, el ruido de los motores es el cambio más notable. Le falta ese tono de alarma. Durante el golpe militar, con su prolongado toque de queda, los elevadores no cesaron de subir y bajar, de bajar y subir.
Lo sé porque los motores están ubicados sobre el techo de Prelagoch, en la azotea, y el zumbido nos asustaba cada vez que alguien se mudaba -de apuro, como podía- de un piso a otro, de un apartamento a otro, buscando alguna protección.
Nuestra oficina había sido allanada al mediodía del 11 de septiembre pero -después de varias horas- los militares recibieron órdenes de retirarse, aunque esperábamos su inminente retorno, esta vez con mayor violencia.
Nuevamente, serían los motores de los elevadores los que anunciarían ese retorno, como lo hacían las ambulancias y los patrulleros en la Alameda.
No sé cómo subieron ese día los 21 sudorosos soldados con anaranjadas camisetas pinochetistas, pero me consta que, cuando se retiraron, lo hicieron corriendo por la escalera.
Desde entonces, esperamos su retorno. La madrugada del 11 al 12, me tocó la primera guardia junto a mi amigo Omar, un joven periodista chileno que habla rapidísimo y que, una y otra vez, repetía algo así como «me los pone de corbata».
Lo decía cada vez que se movían los elevadores en el silencio de esa noche eterna y yo no le entendía, hasta que me explicó, con calma, que se refería a los «huevos», expresión muy popular aquí para manifestar el miedo.
Y no era para menos. Otros colegas de Prelagoch -Timossi, el Corresponsal-Jefe, Mainadé, Lobaina, Contreras- también brincaban con el zumbido del sube y baja, aunque se suponía que estuvieran durmiendo para relevarnos más tarde.
Bueno, pasaron 33 años y, en ese tiempo, he montado miles de elevadores en distintas ciudades del mundo. Y los de este viejo edificio también mejoraron.
Lo digo porque el ruido -cuyo volumen asciende gradualmente desde el lobby hasta el piso 11- es diferente, casi inaudible.
Quizás llegue algún día a acostumbrarme sin recordar los viejos motores, aunque, de todas maneras, podría ser un buen ejercicio, cada tanto, coger por la escalera.
Jorge Luna *El autor es corresponsal de Prensa Latina en Chile.
Santiago de Chile, 2 de enero 2006
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