Desde finales de los años 50, se convirtió en un director de culto en virtud de una filmografía indagadora en las zonas más oscuras de la naturaleza humana, sin concesiones, profusa en claves que el espectador tenía que desentrañar.
Contemporáneo del japonés Akira Kurosawa y del italiano Federico Fellini, Bergman llenó la segunda mitad del siglo pasado con películas reconocidas por sus fantasmas y obsesiones, por los rastros de una infancia dominada por el sello de una educación puritana, contra la cual se rebeló.
Mi infancia, dijo en más de una ocasión, fue «dolorosa y complicada». Todas sus crisis de fe, sus angustias y su necesidad de explicarse el mundo de otra manera, los conflictos derivados de su relación con Dios y la muerte, las transmutó en arte puro.
Su obra demandó siempre una conexión profunda con el espectador, a partir de emociones cuyo objetivo era provocar la reflexión, el ejercicio del intelecto, la conmoción del espíritu. Exigía una absoluta complicidad del público con lo acaecido en pantalla.
Al materializarla, Bergman puso en juego recursos que, desde entonces, merecieron el calificativo de bermagnianos, como las historias superpuestas, el uso de la iconografía cristiana, primerísimos planos, simetrías compositivas.
También el privilegio otorgado al sonido y la música, la recurrencia de flashbacks y las secuencias de sueños y visiones, con personajes a menudo incapaces de dar y recibir amor.
Ejemplo de ello son filmes como Persona, El silencio, Fresas silvestres, El séptimo sello, Fanny y Alexander.
Siento una gran tristeza, dijo el realizador norteamericano Woody Allen, desde Barcelona, España -donde rueda su nueva cinta aun sin título-, al enterarse de la noticia del deceso de Bergman. Era un amigo y seguramente el cineasta más grande de la historia, añadió.
El nos enseñó tanto a lo largo de su vida, afirmó con pesar el actor británico Richard Attenborugh. La misma conmoción reina en Londres, Copenhague o París.
Bergman se apagó suavemente. Fue un tránsito tranquilo, dijo su hija Eva Bergaman. Tenía 89 años.
Desde hace varios años vivía en absoluta soledad en su isla de Faaros, anclada en el Atlántico, rumiando sus remembranzas y obsesiones. En 2003 rodó Saraband para la televisión sueca, una amarga visión de la vejez, teñida de tintes sombríos.
Nunca se consoló de la muerte de su última esposa, Ingrid von Rosen, en 1995.
En 2003 se despidió del teatro con la puesta en escena de Espectros, de Henrik Ibsen, y un año más tarde se retiró definitivamente del teatro, otra de sus grandes pasiones. Le llamaban el heredero cinematográfico de August Strindberg.
Ya no hubo más películas, algo que para él era «un instinto, una necesidad como comer, beber o hacer el amor». Físicamente ya no está, pero sigue en pie sostenido por la hondura y magnificencia de su cine, por esa oscuridad que lo cruza, paradójicamente, como un esplendor.
La Habana, 30 de julio 2007
Prensa Latina , 0, 32, 9